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Estudios bíblicos

La utilidad de la vergüenza

Ser avergonzado no es una experiencia grata. Pero con todo y ello, puede llegar a ser, providencialmente, una experiencia provechosa. Porque el simple hecho de que podamos llegar a ser avergonzados implica que aún podemos sentir vergüenza y que, por lo tanto, aún hay esperanza para nosotros. Por el contrario, la imposibilidad de avergonzarse puede ser ya en sí misma una inquietante señal de un endurecimiento irreversible en la persona. El apóstol Pablo se refiere a esta condición como el colmo al que alguien puede llegar: “Han perdido toda vergüenza, se han entregado a la inmoralidad, y no se sacian de cometer toda clase de actos indecentes… Su destino es la destrucción, adoran al dios de sus propios deseos y se enorgullecen de lo que es su vergüenza. Sólo piensan en lo terrenal.” (Efesios 4:19; Filipenses 3:19). Así, pues, la vergüenza generada en nuestros primeros padres por la toma de conciencia de su desnudez es, después de todo, un buen síntoma que señala a la enfermedad universal del pecado que Cristo vino a resolver: “En ese tiempo el hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza… En ese momento se les abrieron los ojos, y tomaron conciencia de su desnudez. Por eso, para cubrirse entretejieron hojas de higuera. Cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles, para que Dios no los viera. Pero Dios el Señor llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El hombre contestó: Escuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí” (Génesis 2:15; 3:7-10). De hecho, el salmista pedía que el juicio de Dios sobre los impíos que reniegan de Él y maquinan contra Su pueblo se manifestara mediante la vergüenza y la confusión: “Todos mis enemigos quedarán avergonzados y confundidos; ¡su repentina vergüenza los hará retroceder!” (Salmo 6:10). La vergüenza tiene, pues, el potencial de conducir a quien la padece a abandonar su incredulidad. De hecho, uno de los propósitos que la iglesia está llamada a cumplir, es avergonzar a los sabios y poderosos del mundo.

Así lo declara de nuevo el apóstol: “Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es” (1 Corintios 1:27-28), por si quizá esta vergüenza pueda conducirlos también a ellos a la fe. En el caso de los creyentes, la vergüenza forma parte de la disciplina que Dios aplica a los suyos cuando lo abandonan: “Señor, tú eres la esperanza de Israel, todo el que te abandona quedará avergonzado. El que se aparta de ti quedará como algo escrito en el polvo, porque abandonó al Señor, al manantial de aguas vivas” (Jeremías 17:13). El problema es que hoy por hoy, en nombre de la franqueza, las personas se han vuelto desvergonzadas. Por eso C. S. Lewis decía que: “La «franqueza» de personas hundidas en la vergüenza es una franqueza barata”. Ahora bien, desde nuestros primeros padres nos encontramos en un estado vergonzoso de desnudez existencial.  Leonardo Da Vinci dio cuenta de esto cuando dijo que: “El único animal que se avergüenza de su desnudez es el hombre”. Así, pues, con la única excepción ya señalada del Edén antes de la caída en pecado de nuestros primeros padres, la vergüenza es una realidad con la que debemos aprender a convivir constructivamente en este mundo, pues mientras ella exista, siempre habrá fronteras socialmente compartidas entre lo que es bueno y lo que es malo y el ocultamiento será en mayor o menor grado necesario en la medida en que indica vergüenza y, junto con ella, también la posibilidad de arrepentimiento. Recordemos que la desnudez en las Escrituras hace referencia a la vergüenza y a la culpa que el pecado ha traído a todo el género humano. Es tanto así que la historia de la humanidad podría resumirse en una búsqueda universal y permanente por encontrar algo con lo cual cubrir nuestra desnudez espiritual, nuestra vergüenza, nuestra culpa, no propiamente ante los ojos de los demás hombres; sino ante los de Dios. Y en este propósito sólo existen dos posibilidades: intentar cubrirnos infructuosamente con delantales de hojas de higuera, como lo hicieron Adán y Eva después de pecar y darse cuenta de que estaban desnudos. Delantales que representan las estériles obras y esfuerzos humanos por acallar nuestra conciencia y justificarnos delante de Dios.

O en su defecto, cubrirnos con las túnicas de pieles que Dios les proveyó a nuestros primeros padres cuando fueron expulsados del Edén. Pieles que evocan el sacrificio de un animal que muere en sustitución del pecador y que nos conduce al voluntario y abnegado sacrificio expiatorio de Cristo, el Cordero de Dios, inmolado por nuestros pecados y que ha probado ser el único medio eficaz para cubrir la desnudez y la vergüenza que nos impedía relacionarnos favorablemente con Dios. Por eso el Señor nos amonesta con estas palabras: “«¡Cuidado! ¡Vengo como un ladrón! Dichoso el que se mantenga despierto, con su ropa a la mano, no sea que ande desnudo y sufra vergüenza por su desnudez.»” (Apocalipsis 16:15). Sin pasar por alto que es a la iglesia y no al mundo a quien el Señor se dirige con estas palabras: “Por eso te aconsejo que de mí compres oro refinado por el fuego, para que te hagas rico; ropas blancas para que te vistas y cubras tu vergonzosa desnudez; y colirio para que te lo pongas en los ojos y recobres la vista. Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Por lo tanto, sé fervoroso y arrepiéntete” (Apocalipsis 3:18-19). Y es que la fe en Cristo es la única garantía de no ser finalmente avergonzado, como nos lo recuerda Pablo en primera persona al afirmar: “Pero no me avergüenzo, porque sé en quién he creído” (2 Timoteo 1:12), pues la confiada obediencia a Dios es la mejor prevención contra la vergüenza: “Sea mi corazón íntegro hacia tus decretos, para que yo no sea avergonzado” (Salmo 119:80). Porque la mayor y más definitiva vergüenza que puede sufrir un ser humano no es ninguna de aquellas a las que estamos expuestos en este mundo, sino la vergüenza final que padecerá en la segunda venida de Cristo todo aquel que no haya creído en Él cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. No le faltó razón entonces a J. I. Packer cuando dijo: “El Señor quiere sacarnos de la incredulidad moviéndonos a la vergüenza” en línea con la exhortación del apóstol: “Y ahora, queridos hijos, permanezcamos en él para que, cuando se manifieste, podamos presentarnos ante él confiadamente, seguros de no ser avergonzados en su venida” (1 Juan 2:28).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

2 Comentarios

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  • Buenos días Pastor.Excelente su reflexión y me lleva a pensar también,en la verguenza que sentimos ,cuando el actuar de un hijo o alguien más de la familia,no nos agrada o no lo compartimos y aún así debemos aceptarlo.

    • Ciertamente. Los afectos y los vínculos consanguíneos nos llevan a sentir vergüenza no solo por nosotros, sino por aquellos a quienes amamos.