La soledad se está convirtiendo en uno de los problemas más sentidos de los tiempos modernos. Ignace Lepp, filósofo marxista convertido al catolicismo se refería así a esta problemática: “La mayoría de los hombres modernos no solo no siente la necesidad de la soledad, sino que positivamente le tiene miedo… El hombre se siente solo, abandonado, cuando para nadie es sujeto… cuando se siente un simple objeto entre objetos innumerables, más o menos anónimos… Se puede estar terriblemente solo en medio de la multitud, y no hay lugar donde el hombre esté más solo que la muchedumbre… Sin embargo, la soledad no es algo meramente negativo. Es indispensable a quienes quieran salir de la trivialidad cotidiana”. En principio, es natural que la soledad genere temor en el ser humano, siendo como es un ser social por naturaleza, como se deduce de las palabras inequívocas que el Génesis coloca en la boca de Dios en el sentido de que: “No es bueno que el hombre esté solo…” (Génesis 2:18). No obstante, la soledad es de todos modos una condición necesaria y en gran medida ineludible para el hombre en general y para el creyente en particular. Esta condición se halla asociada en la Biblia con el desierto puesto que éste, además de hacer alusión de manera figurada a todo tipo de pruebas o momentos difíciles en la vida humana, es al mismo tiempo y de manera habitual un lugar solitario, desolado, deshabitado y ruinoso, como salta a la vista en las diferentes referencias que se hace a él: “Anduvieron perdidos por el desierto, por la soledad sin camino, Sin hallar ciudad en donde vivir” (Salmo 107:4 RVR); “Tus santas ciudades están desiertas, Sion es un desierto, Jerusalén una soledad” (Isaías 64:10 RVR).
Con todo y sin que tenga que ser la constante, el desierto y la soledad que lo acompaña es, sin embargo, un necesario e inevitable paso en nuestro itinerario espiritual que ni siquiera los más consagrados hombres de Dios pudieron evitar ni evadir, comenzando, por supuesto, por el Señor Jesucristo: “Luego el Espíritu llevó a Jesús al desierto para que el diablo lo sometiera a tentación” (Mateo 4:1); “En seguida el Espíritu lo impulsó a ir al desierto” (Marcos 1:12); “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto” (Lucas 4:1); incluyendo a Israel como nación, de quien el profeta dice como vocero de Dios: “»Por eso, ahora voy a seducirla: me la llevaré al desierto y le hablaré con ternura… Porque yo fui el que te conoció en el desierto, en esa tierra de terrible aridez” (Oseas 2:14; 13:5). Dios, pues, conduce a los suyos a la soledad del desierto y, mediante este tipo de experiencia, fomenta en nosotros la necesidad de aprender a cultivar disciplinadamente y por iniciativa propia los cruciales momentos de soledad ante Dios, porque en última instancia el ser humano siempre se encuentra a solas frente a Dios para asumir ante él su responsabilidad individual. El Señor Jesucristo nos dio también ejemplo cuando, después de ser tentado por el diablo en su soledad de 40 días y 40 noches en el desierto, continuó buscando voluntariamente lugares desiertos o solitarios de manera periódica durante el resto de su ministerio, con el propósito de estar a solas con el Padre: “Cuando Jesús recibió la noticia, se retiró él solo en una barca a un lugar solitario… Después de despedir a la gente, subió a la montaña para orar a solas. Al anochecer, estaba allí él solo” (Mateo 14:13, 23); “Muy de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, Jesús se levantó, salió de la casa y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar… Al anochecer, la barca se hallaba en medio del lago, y Jesús estaba en tierra solo” (Marcos 1:35; 6:47); “Él, por su parte, solía retirarse a lugares solitarios para orar” (Lucas 5:16); “Pero Jesús, dándose cuenta de que querían llevárselo a la fuerza y declararlo rey, se retiró de nuevo a la montaña él solo” (Juan 6:15).
Y es que adquirir conciencia de nuestra propia soledad, a la manera del salmista: “Soy como un búho en el desierto, o como una lechuza solitaria en un lugar lejano y despoblado. Me acuesto y sigo despierto, como un pájaro solitario en el tejado” (Salmo 102:6-7 NTV), es requisito previo y condición necesaria para descubrir que no estamos realmente solos, pues, a semejanza del Señor Jesucristo: “El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque siempre hago lo que le agrada” (Juan 8:29). Dios está siempre con los suyos, dispuesto a “abrir otra vez camino en el desierto y ríos en la soledad” (Isaías 43:19 RVR), para poder declarar junto con el Señor Jesucristo: “… a mí me dejarán solo. Sin embargo, solo no estoy, porque el Padre está conmigo” (Juan 16:32). Al fin y al cabo, como lo dijo Bonhoeffer: “El que no sepa estar solo, que tenga cuidado con la vida en comunidad […] el que no sepa vivir en comunidad, que tenga cuidado con la soledad”. Soledad y comunidad son, entonces, los dos polos de una relación dialéctica y complementaria necesaria para madurar en la fe, pues Dios nos llama por igual a la soledad y a la comunidad, de tal modo que los tiempos de soledad son necesarios como preparación para la vida en comunidad y viceversa y no puede prescindirse con impunidad de ninguno de los dos. Los creyentes estamos abocados alternativamente a separarnos de la comunidad para permanecer a solas con Dios, pero siempre con el propósito de retornar con regularidad a ella para servirla y encontrar también en ella el apoyo que requerimos para continuar adelante.
La soledad para el hombre moderno es un espejo. Allí se ven tal como son y poco agradados, ven sus temores. Es necesario ver la dirección de Dios para gozar de la soledad. El hombre de estos tiempos es muy egoísta. cómo dice el pastor Jhon Piper ” Usted se siente amado por Dios porque cree que Dios hace mucho por usted o porque cree que lo ha liberado y fortalecido para gozar de hacer mucho por él?