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Estudios bíblicos

El humanismo cristiano

El humanismo es un movimiento que, como otros asociados hoy con el ateísmo, tiene su origen en el cristianismo. Específicamente en los cristianos que dieron impulso en su momento al renacimiento y el humanismo del siglo XVI que sirvieron de apoyo y de trasfondo a la Reforma Protestante. No por nada el príncipe de los humanistas fue el filósofo, filólogo y teólogo cristiano holandés, Erasmo de Rotterdam, quien a pesar de no unirse a la Reforma por considerarla demasiado radical, simpatizó siempre con ella de un modo u otro y fue determinante en la elaboración del llamado Textus Receptus, el texto griego del Nuevo Testamento desde el que comenzaron a hacerse todas las traducciones a los idiomas de las distintas naciones europeas del momento bajo el impulso de la Reforma, incluyendo la muy querida versión Reina Valera en español. Sin mencionar que Juan Calvino fue también un destacado humanista. Por eso es lamentable que hoy, cuando hablamos de humanismo, la idea dominante sea la del humanismo secular y ateo que se ha impuesto en nuestros días. Sobre todo, porque la Biblia ha brindado apoyo siempre a un humanismo cristiano y teísta. Un humanismo que parece contradictorio, pues a diferencia del secular y ateo que se ha terminado imponiendo ─antropocéntrico de cabo a rabo, es decir, centrado en el hombre─, el humanismo cristiano y teísta es teocéntrico, es decir, centrado en Dios.

Cabe preguntarse ¿cómo un humanismo, ─en el cual por simple definición el ser humano debería ser lo importante─, puede, a pesar de estar centrado en Dios, seguir abogando por el ser humano como su principal interés práctico? El cristianismo responde a este interrogante de manera escueta y puntual. Simple: porque Dios se hizo hombre:  “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1, 14). Efectivamente, es la doctrina de la encarnación la que le otorga toda su coherencia, riqueza y plenitud al humanismo cristiano y lo coloca en mejor posición que el humanismo secular y ateo, el cual, a pesar de sus buenas intenciones, adolece en último término de un fundamento sólido, razón por la cual se viene al piso cuando se intenta llevar hasta sus últimas conclusiones tanto teóricas como prácticas. Y es que, como lo dijera el teólogo R. C. Sproul en frase memorable: “Si no hay gloria divina, no hay dignidad humana”. Porque la verdadera dignidad del hombre procede de la imagen y semejanza divina plasmadas en él: “y dijo: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo». Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Génesis 1:26-27), y la Biblia demuestra de manera concluyente en la persona de Jesucristo ─Dios y hombre al mismo tiempo─, que el principal y verdadero humanista de la historia es Dios mismo.

Terencio, el destacado autor romano de comedias inmortalizó en una de sus obras la frase que ha servido de lema a muchos humanistas: “Hombre soy: nada de lo humano me es ajeno”. Pero a Dios con mayor razón ─y por consiguiente a los creyentes también─, nada de lo humano le es ajeno y la prueba de ello es que, contra todo pronóstico, decidió hacerse hombre e identificarse de lleno con nosotros en nuestra condición humana para que ningún hombre pueda declararse incomprendido por Dios: “Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte ─es decir, al diablo─, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida. Pues, ciertamente, no vino en auxilio de los ángeles, sino de los descendientes de Abraham. Por eso era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados… Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado” (Hebreos 2:14-18; 4:15). En consecuencia, cada uno de nosotros puede, gracias a la fe en Cristo y en su obra consumada en la cruz, ver en sí mismo la restauración de la imagen y semejanza divinas malogradas por el pecado, tomando a Cristo como modelo, pues: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (Colosenses 1:15); “El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa…” (Hebreos 1:3), de modo que: “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18)

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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