El poder de Dios no reside propiamente en los objetos, ni siquiera en los que Él mismo puede haber designado para obrar a través de ellos, como lo fue la serpiente de bronce en el desierto: “y el Señor le dijo: ꟷHazte una serpiente, y ponla en un asta. Todos los que sean mordidos y la miren vivirán. Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso en un asta. Los que eran mordidos miraban a la serpiente de bronce y vivían” (Números 21:8-9). Este objeto tenía, pues, el propósito de prestar una utilidad providencial y milagrosa para ese momento y nada más. El peligro aquí es terminar atribuyendo poder permanente a objetos en sí mismos, con independencia de Dios y Su voluntad soberana, por el hecho de que eventualmente Él se haya servido de ellos, transformando así la fe saludable en censurable magia que pretende controlar Su poder poniéndolo al servicio de nuestros intereses personales en muchos casos egoístas, cayendo así también en condenables idolatrías, como la surgida alrededor de la serpiente de bronce, hasta que el piadoso rey Ezequías le puso fin, quien: “Quitó los altares paganos, destrozó las piedras sagradas y quebró las imágenes de la diosa Aserá. Además, destruyó la serpiente de bronce que Moisés había hecho, pues los israelitas todavía le quemaban incienso, y la llamaban Nejustán” (2 Reyes 18:4). Por lo demás, este objeto sólo tipificaba y apuntaba a Cristo, puesto que: “»Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Juan 3:14-15)
La serpiente de bronce
“La serpiente de bronce muestra que no podemos conferir poder por sí mismo a un objeto por el hecho de que Dios pueda eventualmente servirse de él”
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