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Conferencias

La santidad de Dios

La santidad de Dios es un tema muy incomprendido debido a la profundidad que ostenta en las Escrituras y a la ligereza con que suele abordarse por parte de la iglesia en una visión que reduce los aspectos involucrados en ella a los que conciernen a la moralidad y nada más. Pero la santidad de Dios involucra mucho más que la moral y no tenerlo presente es perderse la mayor parte de su riqueza y condenarse a no entender o a malinterpretar aspectos de la revelación de Dios contenida en las Escrituras. Por eso, es necesario un tratamiento de la santidad de Dios que vaya más allá de los tópicos y nos permita adentrarnos en sus matices más significativos y relevantes, adquiriendo de paso una comprensión más clara de la Biblia en general y de algunos libros concretos de ella en particular. Para emprender esta labor en esta conferencia nos apoyaremos en la obra que dio a conocer a la iglesia al ya fallecido teólogo reformado Robert Charles Sproul, más conocido como R. C. Sproul, director de los ministerios Ligonier, uno de los más emblemáticos, preparados y reconocidos teólogos evangélicos de la segunda mitad del siglo XX, gran comunicador de los temas cristianos más difíciles en un lenguaje práctico y comprensivo, sin perder por ello el rigor académico que lo caracterizaba.

El libro en cuestión lleva como título, precisamente, La santidad de Dios y la popularidad que alcanzó en su momento y la manera en que dio a conocer a su autor en el ámbito eclesiástico evangélico alrededor del mundo se debió en gran medida a las seis video conferencias que Sproul grabó, basadas en los principales contenidos de su libro, que pusieron en evidencia su erudición, amenidad y gran capacidad comunicativa alrededor de todos los temas doctrinales del cristianismo, comenzando por este tema tan descuidado e incomprendido. Sproul inicia su libro relatando su propia experiencia de conversión al ser sorprendido por la abrumadora, cautivadora pero altamente intimidante presencia de Dios en términos que él se toma el trabajo de describir vívidamente, como una especie de “ruptura de nivel” a la que designó como su hallazgo personal del “santo grial”, en alusión a la legendaria búsqueda del cáliz utilizado por Cristo en la última cena por parte de los caballeros cruzados en la edad media, búsqueda cuyo logro representaba el ideal, la culminación y la recompensa a todos sus esfuerzos para personificar todas las virtudes de la vida cristiana.

Precisamente, Sproul apela en varias ocasiones de su libro al lenguaje y a expresiones técnicas extraídas de las ciencias de la religión, entre las que encontramos la historia de la religión, la sociología de la religión, la psicología de la religión y sobre todo, la fenomenología de la religión. En esta última se acuñó la expresión “ruptura de nivel” para indicar la manera en que el encuentro con un Dios santo transforma drásticamente nuestra percepción y nuestra realidad inmediata, otorgándole un nuevo significado trascendente antes desconocido para nosotros, como si viéramos la luz por primera vez y descubriéramos que hasta ese momento habíamos estado ciegos. “Ruptura de nivel” que, también en términos de la fenomenología de la religión, nos traslada del “ámbito de lo profano”, de lo común o de lo ordinario, al “ámbito de lo sagrado”, de lo único o de lo extraordinario, o en síntesis, a la presencia de un Dios santo. La santidad, de hecho, está tan íntimamente asociada con Dios y se afirma tantas veces y de tantas maneras respecto de Él a lo largo de toda la Biblia, que no se trata únicamente de que Dios es santo, sino que la Biblia declara en varias oportunidades que Su Nombre es Santo.

En un conocido y emblemático episodio bíblico el profeta Isaías tiene una visión del Dios santo recogida en el capítulo 6 del libro que lleva su nombre. Allí leemos: El año de la muerte del rey Uzías vi al Señor sentado en un trono alto y excelso; las orlas de su manto llenaban el Templo. Por encima de él había serafines, cada uno de los cuales tenía seis alas: con dos de ellas se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con dos volaban. Y se decían el uno al otro: «Santo, santo, santo es el Señor de los Ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria»” (Isaías 6:1-3). La reacción de Isaías ante la presencia del Dios santo es de temor superlativo. Un temor producido por su propia indignidad que contrasta ante la grandeza y majestad divinas. Un temor en el que siente su propia vida amenazada por la mera presencia de Dios. Un temor que la fenomenología designa como “temor numinoso”, es decir, temor ante lo santo o lo sagrado. Reacción que nos recuerda también la de Manoa, el padre de Sansón, cuando se dio cuenta que estaba en la presencia del Ángel del Señor, a quien las Escrituras describen como Dios mismo: “Y el ángel del Señor no se volvió a aparecer a Manoa y a su esposa. Entonces Manoa se dio cuenta de que aquel era el ángel del Señor. ꟷ¡Estamos condenados a morir! ꟷdijo a su esposaꟷ. ¡Hemos visto a Dios!” (Jueces 13:21-22).

Es, pues, debido a Su santidad que Dios le declara a Moisés: Pero debo aclararte que no podrás ver mi rostro, porque nadie puede verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20). Precisamente, Rudolf Otto, en su obra clásica Lo santo. Lo racional e irracional en la idea de Dios que se ha convertido también en un referente para la fenomenología de la religión, caracterizó a Dios como el “Misterio” por excelencia, así, con mayúscula. Pero no cualquier misterio, sino el “Misterio tremendo y fascinante” al mismo tiempo, es decir que atrae poderosamente, más que cualquier cosa de este mundo, como la zarza ardiente atrajo a Moisés en el desierto: “así que pensó: «¡Qué increíble! Voy a ver por qué no se consume la zarza.»” (Éxodo 3:3) casi del mismo modo irresistible en que una polilla se siente atraída por la luz. Pero al mismo tiempo, amenaza e intimida en grado superlativo, como también Moisés lo experimentó al acercarse y ser advertido sobre quitarse las sandalias debido a que estaba pisando tierra santa: “… Al oír esto, Moisés se cubrió el rostro, pues tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxodo 3:6). O como lo dijo Sproul en relación con su propio encuentro con Dios: “A partir de este momento no podía haber retorno… Estaba solo con Dios. Un Dios santo. Un Dios digno de reverencia. Un Dios que podía llenarme de terror en un segundo y de paz en el próximo”.

Pero el rasgo que mejor define la santidad de Dios no son sus aspectos de pureza, rectitud, justicia y perfección moral absolutas, como se entiende popularmente, aunque estos aspectos estén incluidos y se den, por supuesto, por sentados cuando pensamos en la santidad. Pero no son lo principal de ella. Ni siquiera lo es su omnipotencia. Todos estos son, en realidad, atributos secundarios y derivados de la santidad, pero no constituyen su esencia. William Dembski contrastaba la omnipotencia y la santidad de Dios diciendo tajantemente: “Un Dios que trasciende el universo tiene que ser más que un artista de efectos especiales”. Es decir que un Dios santo tiene que ser más que un Dios omnipotente. Lo que hace, pues, de Dios algo (o Alguien) único, no es ni siquiera el hecho de que sea Todopoderoso, sino el hecho de que sea santo, es decir absolutamente Trascendente, tal vez el primero de los atributos que la teología asigna a Dios y que forma parte de su misma esencia. Ahora bien, trascendencia, como lo dice Sproul, es un término pomposo, pero no hay otro al que podamos recurrir para caracterizar y tratar de explicar y comprender la santidad de Dios.

La trascendencia que Dios ostenta es ese atributo divino que indica que Él rebasa todos los límites y se encuentra más allá de ellos. La trascendencia significa que Dios es diferente de su creación y no puede igualarse a ella puesto que está más allá de ella y no puede ser abarcado por ella, sino que es Él quien la abarca y la trasciende, la excede, la contiene y la supera al punto de que se encuentra por encima de toda posible clasificación y comparación con nada de este mundo y todo lo que podamos decir de Él será siempre insuficiente y no le hará nunca completa justicia. Rudolf Otto lo expresó diciendo que Dios es “El Totalmente Otro” y Karl Barth popularizó la expresión designándolo como “El Absolutamente Otro”. De hecho, uno de los aspectos en que Dios es único, o “total y absolutamente Otro” al punto que no hay nada en este mundo con lo que lo podamos compararlo es su condición de Creador. Eso lo coloca siempre, de entrada y de manera solitaria, en una categoría aparte al de todas sus criaturas en el universo. Eso lo hace inclasificable. Él es el único Creador, todos los demás seres del universo somos criaturas, por excelsas o poderosas que podamos llegar a ser, como en el caso de los ángeles. Nosotros podemos ser creativos y fabricar cosas ingeniosas y hasta deslumbrantes, pero no somos creadores, pues a diferencia de Dios, nosotros trabajamos siempre con un material preexistente, mientras que Dios, el Creador increado, lo creó todo de la nada, sin materiales preexistentes. El es: “la Causa sin causa de todas las causas, el Principio sin principio de todos los principios, y el Fin sin fin de todos los fines”. El es santo.

En los textos religiosos orientales de la India, más exactamente en las llamadas Upanishads, en una de ellas, la kena upanishad, encontramos un verso que sirve muy bien para expresar poéticamente la santidad de Dios en el sentido básico y principal en que la venimos considerando. Dice allí que: “Es diferente de todo lo conocido y también de todo lo desconocido”. Lo dicho, es inclasificable. La doctrina de la santificación tal y como se nos revela en el Nuevo Testamento como uno de los aspectos comprendidos por la salvación llevada a cabo por Cristo a nuestro favor, nos puede ayudar a comprender este aspecto básico de la santidad de Dios. En el Nuevo Testamento la noción de santidad incluye dos aspectos: uno, que es el primero, el básico, el principal, hace referencia a algo que es seleccionado, apartado y separado de todo lo demás. Algo que es puesto aparte de un modo irreversible. En ese sentido todos los creyentes somos santos, independiente de nuestra condición moral o nuestra conducta. Hemos sido elegidos, seleccionados, apartados y separados por Dios del mundo. Estamos en el mundo, pero ya no somos del mundo, en el sentido en que ya no pertenecemos a él. Es una santidad por posición y no por mérito o por la virtud de nuestra conducta. Esta es la razón por la cual los apóstoles se dirigen a la iglesia en las epístolas calificando a todos sus miembros como “santos”, sin excepción y sin referencia a su condición moral.

El segundo aspecto, secundario, derivado e incluido en el anterior, es el que ha llegado a prevalecer en la comprensión popular de la santidad, empobreciendo sustancialmente el concepto. Nos referimos al entendimiento de la santidad como pureza moral o como justicia y rectitud de la conducta y del pensamiento que puede definirse como “pureza de corazón, limpieza de pensamiento e integridad de la conducta”. Este aspecto de la santidad se va adquiriendo en un proceso continuo e inacabado en la vida del creyente ꟷa veces, además, bastante accidentado, fluctuante y ondulanteꟷ, a diferencia de su posición irreversible como “santo” que hemos señalado, que ya es un hecho consumado y acabado, llevado a cabo de una vez y para siempre. Pero éste, el aspecto práctico de la santidad, está íntimamente ligado a su posición de “santo”, al punto que no es más que el resultado visible y manifiesto en el tiempo de su condición de “santo” en el sentido posicional. En otras palabras, no puede haber auténtica santidad en la conducta mientras no haya antes santidad en la posición. Dios, en la persona del Espíritu Santo, no santifica y purifica a través del tiempo a quien no ha apartado primero para Él mediante la elección y el nuevo nacimiento que tiene lugar, en una relación de causa y efecto, en la conversión de la persona a Cristo.

Pues bien, trasladando estos aspectos de la doctrina de la santificación a Dios podemos comprender que lo fundamental de la santidad cuando la aplicamos a Él es su condición de “separado” y “diferente” a toda su creación. Antes de abordar, entonces, la santidad en su aspecto moral que Dios, por supuesto, también ostenta en grado superlativo y que se superpone y confunde a veces con su santidad en el sentido de ser “Absolutamente otro”; es oportuno identificar algunos episodios bíblicos en los que la santidad de Dios se muestra mayormente como Su condición inclasificable que como su condición de perfección moral absoluta, aunque a la postre se muestren entremezclados de manera inseparable, además de los ya mencionados episodios de Moisés, Manoa e Isaías en el Antiguo Testamento, en los que el aspecto moral de la santidad de Dios se encuentra en el trasfondo y no en primer plano.

En el Nuevo Testamento también encontramos dos ocasiones en que sus discípulos experimentan la santidad de Dios en la persona de Cristo en estos términos, más que en términos de perfección moral. Uno es el episodio en el cual Jesucristo calma la amenazante tormenta en el Mar de Galilea o el Lago de Genesaret ante los atemorizados discípulos que creían que naufragarían y se ahogarían. Para no entrar en los detalles siempre significativos de la narración, el punto que debemos resaltar aquí es la reacción posterior de los discípulos una vez que Cristo calma la tormenta simplemente reprendiendo de forma verbal al viento y ordenando al mar: “… ꟷ¡Silencio! ¡Cálmate!…” con el siguiente asombroso resultado: “… El viento se calmó y todo quedó completamente tranquilo” (Marcos 4:39). Lo que leemos enseguida es lo que Sproul llama “el trauma de la santidad”. En efecto, el evangelio continúa diciéndonos que Jesucristo se dirigió así a ellos: “ꟷ¿Por qué tienen tanto miedo? ꟷdijo a sus discípulosꟷ. ¿Todavía no tienen fe?… en directa alusión al temor que les producía la tormenta y a la falta de confianza en el cuidado de Dios presente en medio de ellos. Sin embargo, a pesar de que la tormenta amainó del todo por la palabra de Cristo, seguimos leyendo que, con todo: “… Ellos estaban espantados y se decían unos a otros:¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4:40-41).

El temor natural de la tormenta fue sustituido por un temor sobrenatural mayor que les producía el propio Cristo, un “temor numinoso” o temor ante la santidad de lo que no podremos nunca clasificar por la falta de categorías conceptuales disponibles para hacerlo. Para entender mejor esta reacción, podemos parafrasear lo dicho por los discípulos de este modo: “¿Qué clase de hombre o de ser es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?”. Ciertamente, no había categorías para clasificar a Cristo, pues Él es el “Absolutamente Otro”. O si se prefiere: “El Santo de Dios” (Marcos 1:24; Lucas 4:34). Al decir de Sproul, este episodio pone en evidencia que: “Jesús fue diferente. Tenía una increíble cualidad de ser otro, que inspiraba reverencia. Él era el supremo extraño misterioso. Hacía que la gente se sintiera incómoda”.

Valga decir que este episodio constituye un claro argumento apologético que desmiente uno de los señalamientos que se le hace al cristianismo por parte de algunos de sus contradictores más ilustres, formulado por Sigmund Freud y suscrito también por el matemático ateo Bertrand Russell, quien en su obra Por qué no soy cristiano, dijo: “A mi entender, la religión se basa, principalmente, en el miedo”. Obviamente, no se refería al miedo o temor numinoso que Dios, ciertamente, nos despierta, pues Russell negaba la realidad misma de Dios. Más bien, el ateísmo militante de emblemáticos personajes como Freud y Russell se explica en su visión negativa de la religión a la que consideraban una creencia cuyas prácticas acompañantes estaban basadas en esencia en otra clase de miedo. Un miedo neurótico, al decir de Freud.

Ahora bien, su apreciación tal vez tenga algún fundamento si observamos muchas de las prácticas religiosas paganas de la historia o aún la de algunos sectores populares, supersticiosos, ignorantes y crédulos de la cristiandad en cualquiera de sus ramas. Porque, aunque es cierto que en el cristianismo el llamado “temor del Señor” desempeña un papel importante, es la confianza o la fe la que desempeña siempre el papel principal en él. De hecho, el “temor del Señor” fue definido por teólogos como Ciro Scofield y debería entenderse, en sus propias palabras, como: “confianza reverente [en Dios], acompañada de odio para el mal”. Sea como fuere la postura de Russell fue suscrita por muchos intelectuales en la reciente modernidad de modo que para un amplio sector de ellos la religión en general y el cristianismo en particular no sería, en efecto, nada más que un mecanismo de defensa o una “muleta” diseñada por el ser humano para lidiar con el miedo o el temor que le produciría su entorno incierto y en muchos casos amenazante, ante el cual se sentiría existencialmente desamparado y a merced de él.

Así, pues, el ser humano se habría inventado a Dios o a los dioses para tener a quien apelar personalmente en medio de su desamparo existencial. De este modo apaciguaría sustancialmente el miedo que le produciría su entorno reduciéndolo a niveles manejables. Lo que estos pensadores no han logrado explicarnos es el hecho de que, si Dios es un invento del ser humano para tratar con sus miedos, ese presunto “invento” termine despertando en nosotros un temor mayor que el que pretendíamos resolver al inventarlo, todo lo cual indica que Dios es tan real que al manifestarse rompe todos los moldes que nosotros hemos inventado o concebido para contenerlo y nos revela un Ser tan sublimemente superior y ajeno a nuestra experiencia natural en lo que la Biblia llama “santidad” y “majestad”, que suscita en nosotros reacciones de rendido temor superiores a aquellas que resuelve con su evidente, benigno y poderoso dominio y autoridad sobre la naturaleza, como el exhibido en el Mar de Galilea.

En este orden de ideas, los cristianos maduros debemos unirnos a quienes denuncian y rechazan esta concepción caricaturizada de la religión en general y del cristianismo en particular diciendo que ellos no necesitan de este tipo de “muletas” para desenvolverse en la vida, lo cual es cierto si se toma a la religión como un escapismo más; pero no lo es si se trata de reconocer nuestra condición frágil y finita y nuestra correspondiente, indiscutible y más que lógica dependencia de Dios, pues el cristianismo no es de ningún modo un “consuelo de perdedores”, sino todo lo contrario: un potenciador que hace fructificar lo mejor del ser humano en formas no imaginadas mientras mantiene a raya reduciendo a su mínima expresión sus malas inclinaciones, todo ello para la gloria de Dios.

El otro episodio del Nuevo Testamento que expresa el “trauma de la santidad” es la primera pesca milagrosa acontecida también en el Mar de Galilea. Contra todo pronóstico y en contravía con su vasta experiencia como pescador, Pedro ve, asombrado, por contraste con sus repetidos y fracasados intentos a lo largo de toda la noche, como ahora, en un solo y último intento llevado a cabo a regañadientes a instancias de Cristo, obtiene la pesca más abundante y sobrenatural de toda su vida de pescador. La reacción de Pedro en este caso es conmovedora y combina ya los elementos propios de la santidad como alusión a lo inclasificable o “Absolutamente Otro” con los elementos de perfección moral asociados también a la santidad: “Al ver esto, Simón Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo: ꟷ¡Apártate de mí, Señor; soy un pecador! Es que él y todos sus compañeros estaban asombrados ante la pesca que habían hecho, como también lo estaban Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. ꟷNo temas, desde ahora serás pescador de hombres ꟷdijo Jesús a Simón” (Lucas 5:8-9). El hecho de que Cristo tenga que apaciguar su temor indica también el aspecto “tremendo” de la santidad por Él reflejada.

Sproul comenta así esta reacción: “En aquel momento, Pedro se dio cuenta de que estaba en la presencia del Santo Encarnado. Se sintió desesperadamente incómodo. Su respuesta inicial fue de adoración. Cayó sobre sus rodillas delante de Cristo. En lugar de decir algo como ‘Señor, te adoro, te magnifico’ dijo ‘Por favor, apártate de mí. Por favor, vete. No puedo soportarlo”. Por contraste con quienes se abrían paso a través de muchedumbres para acercarse a Él ꟷcircunstancia que ilustra el aspecto fascinante de la santidadꟷ Sproul continúa diciéndonos: “No así Pedro. Su súplica angustiada fue diferente. Le pidió a Jesús que se fuera, que le diera espacio, que lo dejara solo. ¿Por qué?… Los hombres pecadores no se sienten cómodos en la presencia de lo santo”. En otra parte de su libro ya nos había informado: “Hay una clase especial de fobia de la que todos sufrimos. Se llama ‘xenofobia’. La xenofobia es temor (y algunas veces odio) a los extraños, a los extranjeros o a cualquier cosa que sea ajena o extraña. Dios es el objeto fundamental de nuestra xenofobia. Él es él extraño principal. Es el extranjero fundamental. Él es santo y nosotros no… Encontrarnos con él personalmente puede ser nuestro mayor trauma”.

La teología neo-ortodoxa del siglo XX, con el gran teólogo Karl Barth a la cabeza de ella, el mismo que popularizó en sus escritos la expresión de Rudolf Otto para referirse a Dios como el “totalmente Otro”, modificándola levemente para designarlo como el “absolutamente Otro”, enfatizó la santidad de Dios en sus aspectos trascendentes o inclasificables, como reacción a la cercanía y familiaridad irreverente con la que la siempre cuestionable teología liberal del siglo XIX venía refiriéndose a Dios. Y esta teología ꟷla de Barthꟷ es conocida también por otros nombres tales como “Teología dialéctica”, pero sobre todo por el de “Teología de la crisis”, designación que procede del hecho sostenido por Barth y los neo-ortodoxos de que no es posible ser cristiano sin pasar por una experiencia de crisis existencial en el encuentro con un Dios santo o “Absolutamente Otro”. No son, pues, únicamente las crisis circunstanciales propias de las situaciones difíciles de la vida que nos recuerdan nuestra fragilidad y desamparo y nos pueden conducir, humildes, a Cristo, sino la crisis misma del encuentro con un Dios santo a la que Sproul llamó acertadamente el “trauma de la santidad” y que constituye el punto de inflexión que marca un antes y un después en la vida del creyente.

Paul Tillich, otro insigne teólogo del siglo XX englobado dentro de la neo-ortodoxia, también reforzó incidentalmente la comprensión de la santidad de Dios al referirse a la Trascendencia divina de un modo ingenioso en una especie de juego de palabras. Afirmaba él que Dios no existe, sino que Dios simplemente es. Este giro es también un desarrollo de Su condición única de Creador. No se trata aquí, entonces, de negar la realidad de Dios, sino de no referirse a ella con el verbo “existir”, un verbo que en su sentido etimológico está reservado para las criaturas ꟷy en especial para los seres humanos, que seríamos los que existimosꟷ, pero no se puede aplicar al Creador sin degradarlo en el proceso. En otras palabras, decir que Dios existe es rebajarlo al nivel de sus criaturas y sacrificar su trascendencia. Para Tillich lo único que puede decirse de Dios de manera directa y no simbólica es que Dios es, no que existe. De ahí que su principal designación para Dios sea “el Ser en sí” y otras expresiones similares derivadas de ésta, como “el fundamento del ser”, “la profundidad del ser” y el “abismo del ser”, todas ellas designaciones que evocan el nombre propio de Dios revelado a Moisés en Egipto: el famoso tetragrama impronunciable YHVH que se traduce en el Éxodo como “Yo soy el que soy”.

Tillich era, de hecho, un teólogo existencialista, la filosofía que junto con el marxismo, dominó el pensamiento del siglo XX y mantiene hoy todavía vigencia, iniciada en el siglo XIX por el filósofo y teólogo luterano danés Sören Kierkegaard y continuada en el siglo XX por filósofos como el alemán Martin Heidegger y el francés Jean Paul Sartre, que pervirtieron el existencialismo cristiano original de Kierkegaard sacando a Dios del cuadro y terminaron en mala hora promoviendo un existencialismo ateo pesimista y trágico. Sea como fuere, el existencialismo tiene cosas rescatables, como su distinción entre el “ser” y el “ente”. El “ente” sería la categoría en que encajamos todas las criaturas o seres particulares e individuales del universo, como cada uno de los seres humanos por nombre propio. El “ser” sería la realidad que fundamenta y de la que participan y emanan todos los entes, categoría que a despecho del ateísmo de Heidegger y Sartre nos remite a Dios y su exclusiva santidad, pues Dios es el triunfo eterno, apoteósico y definitivo del Ser sobre el no ser y la nada.

Dejando de lado estas disquisiciones filosóficas, es contra este trasfondo de la santidad de Dios y su relevancia que podemos comprender también el carácter razonable de episodios del Antiguo Testamento señalados por los contradictores de la religión, con el cristianismo a la cabeza de todas ellas, como una expresión de arbitrariedad y crueldad por parte de Dios. Entre estos encontramos el triste episodio de Nadab y Abiú que nos recuerda que, con todo y el hecho de que Dios sea bueno y misericordioso, también es santo y no podemos tomar esto a la ligera.Así, aunque algunos comentaristas bíblicos traten de bajarle el tono a la ofensa de Nadab y Abiú y hasta de pedir disculpas en el nombre de Dios por ello, según lo leemos: “Pero Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario y, poniendo en ellos fuego e incienso, ofrecieron ante el Señor un fuego que no tenían por qué ofrecer, pues él no se lo había mandado. Entonces salió de la presencia del Señor un fuego que los consumió, y murieron ante él” (Levítico 10:1-2), diciendo que esto no pasó de ser una impulsiva y algo presuntuosa torpeza juvenil que no era malintencionada y que podía ser, incluso, producto de la ignorancia.

Pero esto es improbable, pues Aarón y sus descendientes fueron previamente instruidos con solemnidad y detalle acerca de sus funciones sacerdotales y la seriedad que revestían, recordándonos las elevadas responsabilidades de quienes han sido a su vez bendecidos con grandes privilegios, como los sacerdotes en este caso, pues: “… A todo el que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho; y al que se le ha confiado mucho, se le pedirá aún más” (Lucas 12:48). Es significativo que, por toda explicación, encontremos enseguida lo siguiente: Moisés dijo a Aarón: «De esto hablaba el Señor cuando dijo: »‘En los que se acercan a mí manifestaré mi santidad, y ante todo el pueblo manifestaré mi gloria’». Y Aarón guardó silencio” (Levítico 10:3). Con esta explicación, Aarón, en medio de su comprensible y profundo dolor, guardo sin embargo silencio, reprimiendo cualquier protesta por la ejecución sumaría de sus dos hijos mayores.

Por eso, ni la sinceridad ni las buenas motivaciones e intenciones son por sí solas suficientes para que Dios nos apruebe. Porque ante Dios todo esto no nos exime del respeto que Su santidad nos merece y de apelar, entonces, a Él con humildad y arrepentimiento mediante el conducto regular autorizado por Él para hacerlo, que no es otro que Cristo y nuestra fe y confianza en lo logrado por Él a nuestro favor. Algo que deberían tener presente todos los que afirman y se jactan incluso de creer en Dios, pero a su manera. No por nada la comprensión de la santidad de Dios nos permite comprender también gran parte del contenido del libro de Levítico, cuya finalidad es, justamente, hacer consciente al pueblo de la seriedad que implica esta santidad. Las múltiples restricciones que encontramos en Levítico para acceder a Dios, así como las diversas circunstancias que acarreaban impureza ritual para los miembros de la nación tenían este propósito. Desde los defectos físicos, las enfermedades de la piel que en las traducciones antiguas se identificaban de manera un poco equívoca como lepra, las secreciones genitales asociadas a la reproducción tales como el semen y la menstruación, el contacto físico con un muerto o también el contacto con cualquier persona que se hubiera hecho impura por alguna de estas causas en una dinámica de contagio viral, todo esto buscaba transmitir de una manera muy gráfica y evidente para todos la idea de la santidad y perfección de Dios y de la distancia e inaccesibilidad que ella guarda con las imperfecciones, indignidades y pecaminosidades humanas.

Es de muchos sabido que la imposibilidad de que Moisés y Aarón pudieran ingresar en la tierra prometida junto con Josué y la generación de israelitas que creció en el desierto fueron sus faltas y desobediencias a las instrucciones precisas que Dios les impartió para hacer brotar de manera milagrosa agua de la peña para calmar la sed del pueblo. Sin embargo, sin perjuicio de la veracidad que esta explicación contiene, también leemos la manera en que Dios se dirigió a ambos para notificarles las razones de que no hubieran podido hacerlo: “El Señor les dijo a Moisés y a Aarón: «Por no haber confiado en mí, ni haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no serán ustedes los que lleven a esta comunidad a la tierra que les he dado»” (Números 20:12). Como vemos, también en este caso la santidad de Dios estuvo involucrada y fue la negativa de Moisés y Aarón a reconocerla y a honrarla como deberían ante los ojos del pueblo, la que trajo como consecuencia que ambos no pudieran entrar a la tierra prometida.

Por último, es contra el trasfondo de una comprensión profunda de la santidad de Dios que podemos valorar en toda su grandeza lo hecho por Cristo a nuestro favor en la cruz, pues Cristo hace de todos los creyentes sacerdotes habilitados para acceder a Dios todos los días con la confianza de ser escuchados. El sacerdocio restringido a una élite de creyentes que hacen las veces de mediadores entre los hombres y Dios para poder acceder a Él por el conducto regular, sin peligro de perecer en el intento debido al contraste entre la santidad de Dios y la pecaminosidad humana, era una institución del Antiguo Testamento reservada para una de las doce tribus de Israel únicamente, la tribu de Leví, y en particular para Aarón y sus descendientes dentro de ellos, en lo que se conoce como el sacerdocio aarónico, que eran, entonces, los únicos habilitados para consultarlo mediante el Urim y el Tumim incorporados en sus vestiduras y para ministrar y oficiar los sacrificios del elaborado ritual sacrificial establecido y ordenado por Dios para su pueblo en el santuario construido para este fin, ya fuera el tabernáculo transportable a través de la peregrinación por el desierto al principio o, finalmente, el templo fijo de Jerusalén.

En el Nuevo Testamento, en virtud del sacrifico y los méritos de Cristo ꟷnuestro Sumo Sacerdote según un orden anterior y superior al de Aarón: el orden de Melquisedecꟷ; todos los creyentes quedamos habilitados para acceder a Dios sin restricciones en virtud del llamado “sacerdocio universal de los creyentes” por el que todos los creyentes sin excepción somos constituidos sacerdotes, a quienes, por lo mismo, Dios puede dirigir ahora la siguiente generosa y sorprendente invitación: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura” (Hebreos 10:22). Lo cual implica invitarnos a un acercamiento a la santidad de Dios y a disfrutar de sus aspectos fascinantes, sin que su aspecto tremendo amenace ya nuestra vida, vinculados a Él en una nueva relación: la que tiene un hijo con su Padre.

La santidad de Dios es, entonces, el rasgo divino por el cual Él marca diferencias no sólo de cantidad, sino de calidad en relación con todas sus criaturas. Él es un Ser único de una clase diferente a la de todos los demás seres que constituyen su creación. Él está en una categoría aparte y exclusiva y no admite comparación con nada de este mundo. Y además de ello, Dios es santo en el sentido de ser moralmente perfecto de modo que el mal no tiene ni guarda ninguna relación con Él, por lo que los creyentes podemos declarar con propiedad junto con el salmista: “Exalten al Señor nuestro Dios; adórenlo ante el estrado de sus pies: ¡él es santo!” (Salmo 99:5) y aplicarnos a obedecer la exhortación: “… «Sean santos, porque yo soy santo»” (1 Pedro 1:16) tal como figura repetidamente en el libro de Levítico.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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