La resurrección de Cristo es para la apologética el punto culminante de la defensa de la fe, constituyéndose en el milagro por excelencia entre todos los que conoce la historia sagrada, no sólo por la manera en que revierte de manera indiscutible el funcionamiento normal de la naturaleza, siendo como tal la “cereza en el pastel” a favor de la defensa de la posibilidad de los milagros; sino también por su significación, comenzando por el hecho de que el Nuevo Testamento establece que la resurrección de Cristo es el fundamento en el que se sostiene o se cae el cristianismo en su totalidad. Eso significa que si la resurrección lograra desmentirse de forma concluyente, el cristianismo se caería por completo por su base. Además, en ningún otro tema de la defensa de la fe se entrelazan y entremezclan de manera más estrecha los aspectos teológicos con los aspectos apologéticos, por lo que la defensa de la resurrección de Cristo es, por una parte, muy necesaria e incluso tentadora para el apologista. Pero esta defensa debe involucrar en muchos casos una correcta exposición y comprensión teológica de ella, antes de abordar sus aspectos estrictamente apologéticos, pues los malentendidos teológicos en relación con la resurrección de Cristo pueden llegar a ser el terreno abonado para que sus detractores la emprendan contra lo que serían tan sólo “hombres de paja” alrededor de este asunto.
Sin embargo, para no extralimitarnos sino mantenernos así en el campo estricto de la apologética, únicamente abordaremos los aspectos teológicos de la resurrección al final de la conferencia y de manera necesariamente breve y marginal, aunque sean sus aspectos doctrinales, justamente, los más llamativos, amenos y fascinantes para los cristianos. Porque, a decir verdad, los aspectos apologéticos de la resurrección pueden llegar a ser demasiado técnicos y, por lo mismo, densos y áridos en su tratamiento. De ahí que la tentación del apologista sea dejarse arrastrar demasiado a estos aspectos que no conciernen más que a los especialistas y no al cristiano medio ni a sus opositores habituales, que es, por tanto, el nivel en el que procuraremos mantener este tratamiento. Una razón más para no pasar por alto sus aspectos teológicos, así sea de manera panorámica y a vuelo de pájaro, es que al concentrarnos en los aspectos históricos de la resurrección ꟷque son sus aspectos propiamente apologéticosꟷ podemos perder de vista sus aspectos actualmente vigentes, es decir las maravillosas implicaciones que tiene para nuestra vida presente y futura, por lo que, a la hora de defender la veracidad de la resurrección de Cristo el creyente debe procurar resaltar también estos aspectos, que constituyen el significado y el atractivo final de la resurrección de Cristo que fundamentan nuestra esperanza. Es decir, enfatizar sus aspectos existenciales a la par con las garantías históricas involucradas en su defensa.
De la resurrección se han escrito, por parte de los apologistas de mayor renombre y credenciales académicas, muchos libros para defenderla, siendo unos de los más asequibles en sus aspectos técnicos los de Josh McDowell, tanto en el tratamiento que hace de ella en su libro clásico Evidencia que exige un veredicto, como en uno de los que ha dedicado expresamente a este asunto, como lo es El factor de la resurrección en el que expone de manera más sencilla los argumentos ya desarrollados al respecto en el primero de ellos. Hay tratamientos más profundos y documentados emprendidos por otros autores especializados como el renombrado Gary Habermas, tal vez el más destacado especialista actual en todos los matices apologéticos de la resurrección, pero los aspectos técnicos involucrados se hacen ya más difíciles de seguir en sus obras que en las de McDowell, que logra mantenerse así en un nivel menos especializado, y más popular y accesible al cristiano medio, por lo que es el que en lo personal recomiendo como introducción a quienes quieren comenzar a profundizar en este tópico.
Empecemos por decir que los aspectos más técnicos relacionados con la resurrección de Cristo giran alrededor de un tema un poco árido para muchos, pero siempre necesario, como lo es el establecer la confiabilidad de los evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento como documentos históricamente veraces y ceñidos a los hechos narrados en ellos, para poder así acudir legítimamente a ellos como la fuente, si no única, sí como la principal a la hora de conocer de la manera más detallada y de primera mano lo sucedido la semana de pascua. Por eso, para no adentrarnos en esta exposición que exige una comprensión satisfactoria del método histórico que no a todos se les facilita, baste aquí con decir que los historiadores de la más variada procedencia han establecido ya de sobra y casi por consenso que los evangelios y escritos del Nuevo Testamento son más que confiables para este propósito.
Además, en otras conferencias anteriormente publicadas en Creer y comprender se tocan estos aspectos de manera tangencial. En especial en la que lleva como título “NVI y las traducciones modernas de la Biblia ¿Fieles o adulteradas?”. Por eso, quien niegue este hecho, sencillamente lo hace desde la ignorancia y deja así expuesto su desconocimiento de las discusiones y conclusiones académicas en relación con este asunto. De hecho, este primer paso en relación con la defensa de la resurrección requiere un tratamiento particular alrededor de la defensa de la singularidad, la fidelidad, la integridad y veracidad confirmada de la Biblia en muchos de sus contenidos, tratamiento que excede los propósitos de esta conferencia, tanto en su intención como en su extensión, por lo que para nuestros propósitos, partiremos aquí y daremos por sentadas las conclusiones y el consenso ya señalado de los historiadores sobre este particular.
No podría ser de otro modo, pues hoy por hoy, todos los debates y discusiones serios y documentados a favor o en contra de la resurrección parten del relato de los evangelios al que unos y otros, defensores o detractores de la resurrección de Cristo por igual, deben darle crédito si quieren ser consecuentes con las conclusiones académicas ya establecidas alrededor de la confiabilidad histórica de la Biblia en general y de los evangelios y el Nuevo Testamento en particular. Y es, pues, alrededor del relato de los evangelios que debe girar la argumentación del creyente en defensa de la resurrección, pues este es el campo común compartido también con los escépticos serios, honestos y documentados que niegan la resurrección de Cristo y proponen, entonces, teorías alternas para explicar los sucesos de la semana de pascua. Así, pues, los hechos más relevantes y que exigen mayor consideración involucrados en la resurrección son, entonces, los siguientes tres, establecidos cada uno de ellos de manera independiente, es decir, acudiendo a fuentes y tradiciones tempranas diferentes e independientes entre sí ─e incluso hostiles al cristianismo, como lo sería el Consejo de gobierno judío─ de las que cada evangelio se alimentó.
En primer lugar, la tumba vacía. Ahora bien, la tumba vacía no significaría nada si no se puede atestiguar con seguridad la muerte y sepultura de Cristo en ella, un hecho que también se encuentra establecido por la narración independiente pero, sin embargo, coincidente de los cuatro evangelios. Y dado que también el análisis de la independencia de las fuentes entre sí nos introduce por igual en aspectos técnicos de la historia y de la crítica textual, en el acercamiento divulgativo a este tema emprendido en esta conferencia nos limitaremos a afirmar que, al igual que existe casi un consenso académico sobre la confiablidad histórica de los evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, así también lo hay en cuanto a la independencia de las fuentes, hechos ambos que se refuerzan mutuamente.
Así, dados los hechos incontrovertibles y reconocidos por todos de que Cristo murió y fue sepultado, junto con el hallazgo posterior de la tumba vacía, queda por explicar la razón de por qué se hallaba vacía. Los detractores de la resurrección proponen las siguientes hipótesis para hacerlo. En primer lugar, la hipótesis de la conspiración, es decir que los discípulos, en efecto, como lo señaló el Consejo de gobierno judío, conspiraron para robarse el cuerpo y así hacer creer a todos que Cristo había resucitado. Pero esta hipótesis, además de ser altamente inverosímil con arreglo a los hechos conocidos y establecidos, pues está lejos de encajar en ellos ni mucho menos explicarlos, entre los que se destacan la cobardía mostrada por los discípulos y los temores que los invadieron luego del arresto de Cristo, junto con el emplazamiento de una intimidante guardia romana en el sepulcro justamente para evitar que sucediera lo que los judíos dijeron que había sucedido.
Sin mencionar el sello romano puesto a la entrada de la tumba, cuya rotura era una transgresión muy seria. Además, esta hipótesis falla garrafalmente en que, como lo señala William Lane Craig: “uno no puede negar de manera plausible que los primeros discípulos al menos creyeron sinceramente que Jesús había resucitado de entre los muertos, una convicción en la que se habían jugado la vida… La transformación en la vida de los discípulos no se explica de manera creíble por la hipótesis de una conspiración. Esta sola deficiencia ha sido suficiente en la mente de la mayoría de los estudiosos para hundir la antigua Hipótesis de Conspiración… ningún erudito defendería la Hipótesis de Conspiración hoy”. No vale, pues, la pena dedicar más esfuerzo a refutar una teoría que, desde que el Sanedrín judío la propuso de manera desesperada y claramente irreflexiva, no ha aguantado ningún escrutinio serio y detallado.
Le corresponde ahora el turno a la hipótesis de la muerte aparente, es decir la afirmación de que Cristo en realidad no murió, sino que su muerte fue aparente, por lo que su resurrección tampoco tuvo lugar, pues para experimentar la resurrección se requiere haber muerto primero. Ahora bien, esta muerte aparente podría, en gracia de discusión, haber sucedido debido a dos causas diferentes: En primer lugar, a que fue planificado así por el Señor Jesucristo y sus discípulos, lo cual nos devuelve a la hipótesis de conspiración y hace que la hipótesis de la muerte aparente colapse de inmediato por las mismas razones que la hipótesis de conspiración, añadiendo, además, dificultades adicionales a esta hipótesis ya desmentida que la harían todavía más inverosímil. O podría haber sucedido también porque al final los verdugos no hicieron bien su trabajo y fueron engañados creyendo que Cristo ya había muerto, cuando en realidad no habría sido así, sino que habría caído en una especie de estado cataléptico de muerte aparente del que habría despertado luego en la tumba. Esta hipótesis tiene que enfrentarse al hecho de que la muerte de Cristo no está atestiguada únicamente por las tradiciones y fuentes independientes que entraron en la conformación de los evangelios, sino también, incidentalmente, por la mayoría de las fuentes históricas de la época debidas a historiadores paganos de la órbita del pensamiento grecorromano e incluso del contexto judío, hostil al cristianismo, como lo es el Talmud, pues la hipótesis de la conspiración divulgada por los judíos gira alrededor de que los discípulos habrían robado su cadáver y nunca alrededor de que Cristo no habría muerto en realidad. Así que, si esta hipótesis fuera cierta, todos habrían sido engañados mediante ella, algo contrario a todas las evidencias conocidas al respecto.
Además, si Cristo no hubiera muerto en realidad y hubiera podido volver en sí dentro de la tumba, lo habría hecho en un estado tan lastimoso que ni siquiera hubiera podido salir de ella por su propia cuenta y menos convencer a quienes lo observaran que había experimentado una resurrección gloriosa como aquella de la que dan cuenta los testigos. Volver en sí en condiciones tan lamentables luego de ser sepultado y dado por muerto no habría dado lugar a la fe de los discípulos en la resurrección. Pero más allá de estas consideraciones hipotéticas, el hecho contundente es que, como lo dice una vez más William Lane Craig: “El alcance de las torturas de Jesús fue tal que nunca pudo haber sobrevivido a la crucifixión y el entierro. La sugerencia de que un hombre tan gravemente herido se apareció a los discípulos en varias ocasiones en Jerusalén y Galilea es pura fantasía”. Esto sin mencionar que los soldados romanos, curtidos en el arte de la guerra y familiarizados como los que más con la muerte en general y con la muerte por crucifixión en particular, sabían bien que un crucificado tarda en morir hasta tres días y acostumbraban acelerar la muerte, para concluir más rápido su trabajo de verdugos, quebrando las piernas del crucificado a la altura de las espinillas, algo que no consideraron necesario hacer con Cristo debido a que, justamente, murió muy rápido y para estar más seguros todavía le clavaron una lanza en el costado.
Continuamos con la consideración de la hipótesis de la tumba incorrecta, una hipótesis que sólo tiene aquí valor anecdótico, pues fue descartada casi desde el mismo momento en que fue propuesta por todas sus inconsistencias y su elevado carácter ad hoc, es decir porque fue concebida precisamente para explicar las conclusiones a las que se quiere llegar, sin tomar en cuenta la evidencia en su totalidad con la seriedad que lo amerita. Lake, su proponente inicial, presume que, no sólo las mujeres se equivocaron al ir a la tumba incorrecta, sino que todos después de ellas también lo hicieron y no tiene en cuenta muchos datos importantes de la narración como el anuncio del ángel a las mujeres en la tumba ni mucho menos la explicación de los judíos, que indudablemente sabían la ubicación correcta de la tumba, pues ordenaron apostar una guardia romana frente a ella, informando luego para explicar la tumba vacía que el cuerpo había sido robado por sus discípulos, pues si la tumba vacía era una tumba incorrecta o equivocada, únicamente les habría bastado para desmentirlos mostrar la tumba correcta y el cuerpo muerto de Cristo aún dentro de ella.
Algunas variantes de esta hipótesis son la hipótesis de la tumba desconocida o la del cuerpo desplazado a otra tumba, presuntamente por las autoridades en acuerdo con José de Arimatea, el dueño de la tumba original, antes del domingo de pascua. Más allá de su carácter cada vez más ad hoc y del hecho de que sus aspectos inverosímiles rayan ya lo descabellado, lo cierto es que todas estas hipótesis fallan de entrada por lo señalado por William Lane Craig en el sentido que: “las primeras disputas judías/cristianas sobre la resurrección no se debieron a la ubicación de la tumba de Jesús ni a la identidad del cadáver, sino al motivo por el cual la tumba estaba vacía”, lo cual, por sí sólo, deja sin piso todas estas hipótesis y las deja expuestas como hipótesis peregrinas y anacrónicas, claramente ad hoc.
El segundo hecho establecido de manera independiente del que deben dar cuenta todas las hipótesis alternas a la resurrección son las numerosas apariciones de Cristo, luego de morir, a múltiples grupos diferentes de discípulos. Las anteriores hipótesis que procuran desmentir el hecho de la tumba vacía tienen que dar cuenta, entonces, del por qué, si la tumba estaba aún ocupada por el cadáver de Cristo como lo presumen las hipótesis de la tumba desconocida o de la tumba equivocada, o si, hallándose muerto en otra tumba, como lo presume la hipótesis del cuerpo desplazado, tantas personas lo vieron luego aparecerse vivo de manera tan convincente que los llevó a creer en su resurrección. Y es aquí cuando, las anteriores hipótesis necesitan de una más: la hipótesis de las alucinaciones, para tratar de ganar alguna credibilidad mayor de la escasa que pudieran haber conseguido previamente. Esta es otra hipótesis altamente ad hoc, por cierto, como todas las hipótesis alternas a la resurrección en mayor o menor grado. Y el simple hecho de tener que postularla, confirma la afirmación sobre la que llama nuestra atención William Lane Craig: “Podemos llamar a estas apariciones alucinaciones si queremos, pero no podemos negar que ocurrieron”.
Y es por causa de que todos tengan que aceptar que ocurrieron, que estamos obligados a considerar la naturaleza de estas apariciones. De entrada, hay que descartar las visiones, pues la manera de describir estos episodios en los evangelios y el Nuevo Testamento en general están lejos de hacer referencia a visiones, experiencias de carácter muy subjetivo e individual que no llevan nunca a quienes las experimentan a concluir que el personaje de la visión está físicamente vivo, sino todo lo contrario. Dicho de otro modo, las visiones son experiencias de carácter claramente espiritual en las que no se atribuye la existencia física a la persona que las protagoniza, sino que con frecuencia lo que hacen es confirmar, justamente, que esa persona ya no se encuentra presente con nosotros en el plano físico y biológico de realidad en el que nos desenvolvemos. Descartadas las visiones, sólo quedan las alucinaciones colectivas o la aparición real y física de Cristo vivo.
Por sugerente que pueda parecer, la hipótesis de las alucinaciones no resiste un examen mínimo conforme a lo que hoy sabemos sobre las dinámicas de las alucinaciones desde el punto de vista psicológico y psiquiátrico, que si bien las diferencia de las visiones en el sentido de que quien experimenta una alucinación sí cree estar viendo literal y físicamente a la persona o al objeto en cuestión, como sucede con patologías como la paranoia y la esquizofrenia; ésta sigue siendo una experiencia personal e individual y no algo colectivo como lo pretenden los defensores de esta hipótesis ꟷme refiero a las alucinacionesꟷ y lo requerirían las apariciones de Cristo a grupos y personas tan diversas en momentos y circunstancias muy diferentes entre sí. Una vez más, como concluye William Lane Craig: “Quienes explican las apariciones de la resurrección psicológicamente se ven obligados a construir una imagen compuesta al reunir diferentes casos no relacionados de experiencias alucinatorias, lo que solo sirve para subrayar el hecho de que no hay nada como las apariciones de la resurrección en los libros de casos psicológicos”. O como lo diría Josh McDowell con algo de sarcasmo: “Las llamadas alucinaciones [colectivas, en este caso, y afectando a más de quinientas personas a la vez] serían un milagro mucho mayor que el milagro de la resurrección. Esto es lo que hace que la idea de que las apariciones de Cristo sean una alucinación sea tan ridícula”.
El último de los tres hechos establecidos de manera independiente alrededor de la resurrección es el origen mismo de la iglesia y el éxito y gran acogida que tuvo la predicación apostólica del evangelio centrada en la resurrección de Cristo. Esta es evidencia circunstancial muy poderosa a favor de la resurrección que brinda una gran solidez a la concluyente inferencia lógica de que la resurrección es la mejor, la más consistente y la más coherente explicación de TODOS los hechos recogidos en los evangelios sobre lo sucedido durante la pascua judía en relación con Jesucristo. Como en los otros dos hechos ya relacionados: la tumba vacía y las apariciones de Cristo posteriores a su muerte; aquí tenemos mucha más tela de dónde cortar si nos familiarizamos con los aspectos técnicos y metodológicos de la investigación histórica. Pero para no adentrarnos en ellos ─lo cual requeriría documentarnos medianamente sobre estos métodos para comprender su aplicación a los sucesos de la semana de pasión─ baste citar a Josh McDowell sobre este particular: “Los éxitos iniciales de la iglesia cristiana son un fenómeno histórico que hay que explicar. Su origen puede ser seguido directamente a la ciudad de Jerusalén, en Palestina, hacia el año 30 d. C. Prosperó en la misma ciudad en que Jesús había sido crucificado y sepultado. ¿Crees por un momento que la iglesia primitiva podría haber sobrevivido una semana en este ambiente hostil si Jesús no hubiera resucitado de los muertos? La resurrección de su fundador empezó a ser predicada a la distancia de unos minutos de camino de la tumba de José [de Arimatea]. Como resultado del primer sermón, inmediatamente después de afirmar que Cristo había resucitado, 3.000 creyeron. Poco después creyeron 5.000 más. ¿Podían todos estos convertidos haber creído si Jesús no hubiera resucitado de los muertos?”.
Lee Strobel, prestigioso apologista y anterior ateo escéptico que, al igual que Josh McDowell, llegó a la conversión intentando demostrar que el cristianismo era falso, adquirió la siguiente creciente convicción en el curso de sus investigaciones metódicas al respecto que, si de ser honesto se trataba, iban desmontando, a regañadientes, sus prevenciones iniciales hacia el cristianismo y su agenda para desmentirlo: “Creo que va siendo hora de que comience a tomarme la resurrección en serio”. Ciertamente y como lo hemos venido exponiendo, la investigación y análisis de las evidencias históricas que hablan a favor de la sobrenatural resurrección de Cristo la hacen un hecho tan probable que prácticamente descartan cualquier explicación alterna y de carácter naturalista para la tumba vacía. Razón de más para que todos comencemos a tomarnos la resurrección en serio, con todas las profundas implicaciones que ella tiene para la vida de todo ser humano, sintetizadas en la declaración de Karl Barth al respecto cuando fue entrevistado por la revista Time y declaró la que llegaría ser la frase de portada de esta revista: “La meta de la vida humana no es la muerte, sino la resurrección”. Y si bien toda hipótesis histórica es de carácter provisional y puede ser revisada por los investigadores a la luz de nuevos hallazgos, los creyentes no debemos temer que los nuevos hallazgos alrededor de este asunto debiliten el consenso desprejuiciado alrededor de los llamados “hechos mínimos” que apuntan sólidamente hacia la resurrección, reconocidos por todos los expertos, al margen de su mayor o menor resistencia hacia la resurrección.
Michael Licona, también un especialista en el tema de la resurrección hace la siguiente observación relacionada con el tercero de estos hechos mínimos, es decir el origen mismo de la iglesia: “Los mentirosos no suelen ser buenos mártires”. Para entender mejor esta afirmación debemos recordar que la palabra “mártir” significa fundamentalmente “testigo”. Un testigo que sostiene su testimonio con tal convicción y firmeza que está dispuesto a ofrendar su vida con tal de no traicionar su testimonio. De ahí que sea más fácil entender por qué los mentirosos no suelen ser buenos mártires. Por la sencilla razón de que los mentirosos no suelen ser buenos testigos. No sólo debido a que usualmente al testificar un mentiroso se enreda en sus propias mentiras, pierde credibilidad y deja finalmente en evidencia la falsedad de su testimonio, sino especialmente porque aún en el caso de que logre engañar a sus interlocutores con un falso testimonio bien pensado y elaborado (como sería el caso si la hipótesis de la conspiración fuera cierta), ningún mentiroso está dispuesto a sostener un falso testimonio hasta el punto de morir por él. Nadie en su sano juicio está dispuesto a morir a sabiendas por algo que es mentira. Esto es algo contrario a la psicología humana. Y ésta es, en el mismo origen de la iglesia, una contundente línea de evidencia a favor de la resurrección de Cristo. Que todos los cristianos del primer siglo, contemporáneos del Señor Jesús en su paso histórico por este mundo, y que podrían por lo mismo haber testificado su resurrección de los muertos, lo hicieron de este modo, aunque sostener este testimonio los condujera de forma segura a la muerte. De hecho, con la excepción de Juan, todos los apóstoles fueron mártires por esta causa.
Adicionalmente y en lo que tiene que ver con quienes espiritualizan la resurrección, Michael Licona también se pronuncia así: “El significado que el término resurrección tenía en la Antigüedad era el de traer de nuevo a la vida un cuerpo muerto y transformarlo en un cuerpo inmortal”. Y es que la teología liberal ha tratado de desvirtuar la resurrección de Cristo afirmando que no debería interpretarse en sentido literal, como el retorno de un muerto a la vida, sino como una experiencia existencial que no involucró el cuerpo material de Cristo, sino que consistió tan sólo en el paso de un nivel inferior a un nivel superior de vida espiritual. Y si bien no se equivocan tanto en esto último que afirman, si lo hacen garrafalmente en lo primero que niegan. La resurrección de Cristo es ciertamente mucho más que el retorno milagroso de un muerto a la vida, pero no es menos que eso. Es más que un retorno milagroso de un muerto a la vida porque, a diferencia de los otros casos bíblicos de personajes que experimentaron resucitaciones milagrosas, Cristo volvió a la vida con un cuerpo incorruptible para no morir nunca más. Pero al mismo tiempo no fue menos que el retorno milagroso de un cadáver a la vida, puesto que Cristo retornó literalmente de la muerte con un cuerpo material palpable de carne y hueso similar a aquel con el que había fallecido, como se lo demostró de manera inobjetable al escéptico Tomás y al resto de sus discípulos.
A manera de conclusión, podemos citar a William Lane Craig cuando declara: “No puede culparse al hombre racional por concluir que en el sepulcro de Jesús, la mañana de aquel primer Domingo de Resurrección tuvo lugar un milagro divino”. Los creyentes tienen, entonces, a la razón de su lado cuando deciden creer en la resurrección de Cristo con todo lo que ella implica. Viene al caso aquí recordar, también lo dicho por Charles Colson cuando sostenía y defendía la posibilidad de los milagros diciendo en frase siempre memorable: “Hay circunstancias en que es más racional aceptar una explicación sobrenatural y es irracional ofrecer una explicación natural”. Porque la resurrección de Cristo es tal vez el caso más concreto y representativo que ilustra esta afirmación. En efecto, al someter a un desprejuiciado escrutinio histórico todos los hechos que giran, convergen y emanan del domingo de pascua, la única explicación que hace justicia y explica bien y de manera racional todos ellos, aunque suene paradójico, es la sobrenatural resurrección de Cristo. Las teorías naturalistas alternas que los estudiosos han propuesto, tanto para tratar de rebatir infructuosamente el hecho de que la tumba de Cristo, en efecto, estaba vacía el domingo de pascua, o para explicar en su defecto, por medio de hipótesis naturalistas, el irrebatible hecho de que estuviera vacía; no sólo suenan forzadas y artificiales, sino que, como lo sostiene el historiador Paul Maier: “todas ellas hacen aparecer más dificultades de las que resuelven”, es decir que dejan muchas más preguntas abiertas y cosas por explicar que no encajan en los hechos conocidos y aceptados por todos, pues únicamente se enfocan en dar respuestas naturalistas de forma selectiva a algunos aspectos particulares y puntuales de la investigación, pero fracasan y se contradicen a sí mismas al tomar en cuenta el conjunto de aspectos que deben ser considerados en su totalidad, es decir toda la evidencia disponible.
Eso explica también por qué A. M. Ramsey se pronunció así a este respecto: “Creo en la resurrección, en parte por una serie de hechos que son inexplicables sin ella”. Así, pues, aunque la resurrección de Cristo no se pueda por lo pronto “demostrar” de manera final e indiscutible y pueda ser, por lo mismo, cuestionada de algún modo por quienes albergan prejuicios naturalistas y se oponen a ultranza a toda explicación sobrenatural; sí se puede señalar el cúmulo de evidencias que hacen de ella con mucha ventaja la más probable y racional explicación a los acontecimientos sucedidos el domingo de pascua. Los intentos por seguir argumentando en contra de ella a través de las hipótesis ya esbozadas lo único que hacen es reforzar el caso de la resurrección, pues, como lo dijo Peter Greenspan, judío convertido al cristianismo: “Creo que llegué a la fe en Yeshua leyendo lo que escribieron sus detractores”, pues sus argumentos terminan siendo tan endebles y poco convincentes, llenos de vacíos explicativos, que a su pesar terminan reforzando la resurrección.
Por eso, al tratar de dejar sin piso los hechos detrás de la resurrección, sus detractores terminan, aún a su pesar, prestándole un servicio al cristianismo, pues sus ataques y planteamientos en contra de ella tienen tantas grietas e inconsistencias que, vistos objetiva y desprejuiciadamente, inclinan la balanza hacia la resurrección y no en contra de ella. Por eso, quien investiga la resurrección con honestidad y sin agendas encubiertas preconcebidas para forzar conclusiones que no se siguen de los hechos, terminará convencido de la resurrección. Al fin y al cabo, como lo dijo Pablo: “… nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad” (2 Corintios 13:8). El problema no es, entonces, la falta de evidencia histórica a favor de la resurrección, sino una mala, prejuiciosa y sesgada actitud al evaluarla; actitud que a lo único que conduce es a darse “cabezazos contra la pared” al resistirse con terquedad a aceptar lo evidente, como le sucedía al apóstol Pablo antes de su conversión: “… Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Qué sacas con darte cabezazos contra la pared?” (Hechos 26:14).
La resurrección de Cristo, con todo y ser un hecho milagroso único hasta ahora en la historia, es real y evidente y sostiene, como ningún otro hecho asociado a la fe, la esperanza del cristiano y la certeza de que la muerte no es la que tiene la última palabra en este paréntesis en la eternidad y este periodo de prueba que es la vida humana en las actuales condiciones de nuestra problemática existencia. Una existencia en la que debemos transitar con mayor frecuencia de la deseada por un valle de lágrimas en el que la ansiedad, la incertidumbre, la angustia, el temor y el dolor amenazan con dominar nuestra perspectiva vital en este mundo, impidiéndonos ver más allá de las sombras opresivas la luz que resplandece por encima de ellas y que es la que a la postre se impondrá y disipará las tinieblas de manera absoluta cuando sigamos la senda trazada por Cristo en su resurrección, participando también de ella y dejando atrás definitivamente el paréntesis en que nos encontramos, para entrar a disfrutar de la dicha eterna que Cristo nos tiene reservada.
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