Noé utilizó una paloma para comprobar si la tierra se había secado lo suficiente después del diluvio para que fuera seguro salir del arca. La envió en tres oportunidades con intervalos de una semana entre cada una de ellas. En la primera, la paloma no encontró lugar donde posarse y regreso al arca. En la segunda, regresó con una rama de olivo recién cortada en su pico. Y en la última no regresó, en señal de que la tierra se había secado lo suficiente, como podemos leerlo: “Esperó siete días más y volvió a soltar la paloma, pero esta vez la paloma ya no regresó” (Génesis 8:12). Pero metafóricamente hablando, la paloma como símbolo del Espíritu Santo continuó deambulando y sobrevolando desde entonces las diferentes épocas de la historia humana sin encontrar a nadie digno en quien posarse, hasta que en el siglo primero de nuestra era encontró, finalmente, en la orilla del Jordán, a Quien estaba buscando: “y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma de paloma. Entonces se oyó una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo»” (Lucas 3:22). Jesús de Nazaret es, pues, Aquel señalado por el Espíritu en Quien encontramos seguridad en medio de los oleajes amenazadores del temor, las incertidumbres, el dolor, el sin sentido y las hostilidades con las que debemos lidiar en este mundo caído. Él es el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, el Hijo en Quien el Padre se complace sin reservas en su condición humana compartida con nosotros, a Quien aprueba sin restricción y a Quien todos podemos acudir con plena confianza
La paloma de Noé
“En un sentido metafórico muy sugerente y evocador, la paloma enviada por Noé al final sí regresó de nuevo a posarse sobre Cristo en el río Jordán”
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