Decía Morris Mandel con palabras muy gráficas y descarnadas que: “La murmuración es el veneno de las personas con intelecto pequeño y gran complejo de inferioridad. Es… el microbio más mortífero. Carece de alas y de patas, y su cuerpo es todo lengua, en el cual lleva el aguijón ponzoñoso”. La murmuración es, sin lugar a duda, un hábito censurable propio de personas de dudosa calidad humana que optan por divulgar calumnias de forma intencionalmente destructiva y encubierta contra su prójimo, sin evidencias que respalden sus calumnias. Tristemente, sus nocivos efectos son particularmente perjudiciales en las iglesias, en donde, en términos generales, se observa un relativo éxito en la erradicación de pecados flagrantes y evidentes previos a la conversión, a pesar de lo cual prácticas como la murmuración parecen a veces recrudecerse con posterioridad a ella, como si las pasiones reprimidas en los primeros casos tuvieran que desfogarse a través de esta última. La Biblia advierte gráficamente sobre los indeseables efectos de la murmuración al remitirnos a las consecuencias que esta trajo sobre los israelitas en su peregrinaje por el desierto, quienes murmuraban crecientemente contra sus dirigentes Moisés y Aarón: “Comenzaron entonces a murmurar en contra de Moisés, y preguntaban: «¿Qué vamos a beber?… Allí, en el desierto, toda la comunidad murmuró contra Moisés y Aarón»” (Éxodo 15:24; 16:2); haciendo extensiva esta murmuración, de manera directa, contra el propio Dios “Se pusieron a murmurar en sus carpas y dijeron: “El Señor nos aborrece; nos hizo salir de Egipto para entregarnos a los amorreos y destruirnos” (Deuteronomio 1:27). Como consecuencia de esto, tuvieron que deambular por el desierto durante 40 años y perecer en él: “Los cadáveres de todos ustedes quedarán tirados en este desierto. Ninguno de los censados mayores de veinte años, que murmuraron contra mí, tomará posesión de la tierra que les prometí…” (Números 14:29-30).
En particular, quienes promovieron expresamente esta censurable actitud entre el pueblo en general: “Los hombres que Moisés había enviado a explorar el país fueron los que, al volver, difundieron la falsa información de que la tierra era mala. Con esto hicieron que toda la comunidad murmurara. Por eso los responsables de haber difundido este falso informe acerca de aquella tierra murieron delante del Señor, víctimas de una plaga” (Números 14:36-37). Es digno de destacar entre todos los episodios de este tipo, aquel en que la murmuración escaló hasta el amotinamiento del pueblo contra Moisés y Aaron: “Al día siguiente, toda la congregación de los israelitas volvió a murmurar contra Moisés y Aarón, alegando: ─Ustedes mataron al pueblo del Señor… la congregación empezó a amotinarse contra Moisés y Aarón…” (Números 16:42-42), cuyo desenlace trágico no pudo ser evitado ni con la intercesión de estos dos dirigentes a favor del pueblo, sino únicamente atenuado un poco y nada más, pues: “…El azote divino ya se había desatado entre el pueblo, así que Aarón ofreció incienso e hizo propiciación por el pueblo. Se puso entre los vivos y los muertos, y así detuvo la mortandad. Con todo, catorce mil setecientas personas murieron…” (Números 16:47-49); episodio memorable e ilustrativo que Pablo menciona como factor disuasivo contra la murmuración en el Nuevo Testamento: “Ni murmuren contra Dios, como lo hicieron algunos y sucumbieron a manos del ángel destructor” (1 Corintios 10:10). En efecto, la murmuración va dirigida frecuentemente contra las autoridades delegadas por Dios, ya sea en el ámbito secular o en el eclesiástico, sin reparar en que esta actitud contra la autoridad es dirigida contra el propio Dios, como lo revela Moisés: “Y añadió Moisés: ─Esta tarde el Señor les dará a comer carne, y mañana los saciará de pan, pues ya los oyó murmurar contra él. Porque ¿quiénes somos nosotros? ¡Ustedes no están murmurando contra nosotros, sino contra el Señor!” (Éxodo 16:8).
Dios mismo consideró oportuno ratificar este juicio en su momento diciendo: “─¿Hasta cuándo ha de murmurar contra mí esta perversa comunidad? Ya he escuchado cómo se quejan contra mí los israelitas… Tú y tu gente se han reunido para oponerse al Señor, porque ¿quién es Aarón para que murmuren contra él?” (Números 14:27; 16:11). La justificación que parece animar a los murmuradores en su continua murmuración, es que ellos suelen pensar que tienen una habilidad o talento especial y poco común para darse cuenta de las faltas de los demás, y de sus dirigentes en particular, tanto en lo que tiene que ver con su carácter personal como con sus ejecutorias, arrogándose el derecho de ventilarlas y divulgarlas de manera subrepticia, soterrada y destructiva; pero lo cierto es que, como lo expresa Gene Edwards en su clásico libro Perfil de tres monarcas: “Siempre hay problemas en los reinos… Además, la habilidad para ver esos problemas es realmente una facultad muy común”. Tan común que parece ser que nadie escapa a la ponzoña de la murmuración que envenena antes que nada a quien la practica, puesto que aún el Señor Jesucristo tuvo que padecer de manera gratuita este tipo de señalamientos durante su ministerio por parte de los fariseos y maestros de la ley desde sus artificiales y afectadas posturas de superioridad moral: “de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a murmurar: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos»… Al ver esto, todos empezaron a murmurar: «Ha ido a hospedarse con un pecador»” (Lucas 15:2; 19:7); siendo reprendidos por esta causa: “─Dejen de murmurar ─replicó Jesús─” (Juan 6:43), reproche al que sus propios discípulos se hicieron merecedores: “Jesús, muy consciente de que sus discípulos murmuraban por lo que había dicho, les reprochó: ─¿Esto les causa tropiezo?” (Juan 6:61). Y es por todo esto que las Escrituras nos exhortan con toda la seriedad del caso en los siguientes términos puntuales: “Hermanos, no hablen mal unos de otros…” (Santiago 4:11).
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