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Estudios bíblicos

La humildad y la fe

Decía el sabio oriental Prabhupada algo que muchos no tienen hoy en cuenta, entre ellos un buen número de cristianos: “Yo creo que entender a Dios no es una cuestión de inteligencia sino una cuestión de humildad”. Algo que la academia y la erudición moderna secular ─e incluso representativos y amplios sectores de la erudición cristiana, sobre todo de corte liberal─ con pocas y muy honrosas excepciones, han pasado por alto de manera culpable y para su propio perjuicio, desoyendo las admonitorias afirmaciones de algunos de sus más insignes representantes, como la del propio Albert Einstein, sabio por excelencia de nuestro siglo, quien según lo señala el pastor y escritor Darío Silva-Silva, sostenía que: “El hombre sólo es grande cuando está de rodillas”, sin perjuicio del agnosticismo o panteísmo que se le atribuye indistintamente, de manera obviamente errática. En efecto, la verdadera grandeza del ser humano reside en la actitud humilde ante Dios. Algo que debería comenzar y terminar, por igual, en la adopción por nuestra parte de una actitud humilde con nuestros semejantes, a imitación de Cristo y conforme a la instrucción apostólica: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos” (Filipenses 2:3). Esto, ciertamente, se puede tornar difícil en muchos casos, ya que debido a los convencionalismos sociales tratar como superior a alguien que, de acuerdo con estos artificiales convencionalismos, es “inferior”, no es siempre fácil. Pero ser humildes ante Dios es algo apenas natural y de simple sentido común en vista de nuestra manifiesta, indiscutible e infinita inferioridad ante él.

Pretender relacionarnos con Dios en términos que no incluyan la humildad de nuestra parte es poco menos que un febril desvarío y es una muestra evidente de altivez, soberbia y delirios de grandeza inadmisibles, como los que manifiestan quienes, hoy por hoy, pretenden servir a Dios en calidad de asesores, es decir, de igual a igual, pretendiendo corregirlo o aconsejarlo sobre cómo deberían ser las cosas y no en condición de auténticos y humildes siervos subordinados de buena gana a Él. La Biblia contiene numerosas exhortaciones que nos apremian a humillarnos cuanto antes delante de Dios, iniciando con la bastante conocida, puntual, inequívoca y sintética declaración del profeta Miqueas al respecto: “¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miqueas 6:8), comunicándonos al mismo tiempo y por contraste las bendiciones, o las lamentables consecuencias de obedecer o hacer caso omiso respectivamente a este imperativo divino. En el primer caso, informándonos la reconfortante verdad de que: “Aunque el Señor es grande, se ocupa de los humildes, pero se mantiene distante de los orgullosos” (Salmos 138:6 NTV); añadiendo, además, que: “El Señor levanta a los humildes, pero humilla por completo a los malvados” (Salmo 147:6 DHH), contando también con la garantía de su parte de que Él no dejará que los burladores soberbios, insolentes y presuntuosos prevalezcan de manera indefinida como parecen prevalecer por momentos, pues: “Ciertamente él escarnecerá a los escarnecedores, Y a los humildes dará gracia” (Proverbios 3:34 RVR60). Al fin y al cabo: “Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra; Pero la sabiduría está con los humildes” (Proverbios 11:2 NBLA).

Además, la Biblia también nos revela algunas promesas específicas de parte de Dios para los humildes, entre las que encontramos provisión para quienes carecen de ella: “Todos ustedes, humildes de corazón, vengan y coman hasta que queden satisfechos. Los que vinieron buscando al SEÑOR, adórenlo y serán siempre felices” (Salmo 22:26 PDT); dirección: “Dirige a los humildes en la justicia, y enseña a los humildes su camino” (Salmo 25:9 LBLA); honra, puesto que: “… primero viene la humildad y luego la honra” (Proverbios 15:33 NBV), victoria: “Porque el Señor se complace en su pueblo; a los humildes concede el honor de la victoria” (Salmo 149:4) y la presencia del propio Dios con nosotros para brindarnos aliento: “Porque lo dice el excelso y sublime, el que vive para siempre, cuyo nombre es santo: «Yo habito en un lugar santo y sublime, pero también con el contrito y humilde de espíritu, para reanimar el espíritu de los humildes y alentar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15). Por todo esto, el apóstol Pedro es concluyente: “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo” (1 Pedro 5:6). Sin olvidar la advertencia de C. S. Lewis cuando dijo: “Todas las virtudes son menos formidables… una vez que el hombre es consciente de que las tiene, pero esto es particularmente cierto de la humildad”, pues la humildad auténtica florece en quien no es consciente del resto de virtudes que posee y las exhibe, por tanto, con un candor que las hace aún más admirables, o en quien las asume como algo tan natural y común que no las considera un mérito o un motivo de orgullo o vanagloria. Por eso, la mejor manera de conservar la humildad una vez se es consciente de ella es no pensar mucho en el asunto y restarle importancia. Tal vez así podamos formar parte de aquellos a quienes Julio J. Vertiz describió de esta forma:“El sabio moderno ha vuelto a encontrar el sentido de la humildad… puede agachar la cabeza y entrar en el templo de la fe”.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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