Hay realidades que no tienen existencia propia e independiente, pues no pueden existir ni definirse sin referencia a otras. Entre estas destacan el mal y la oscuridad o las tinieblas. Ciertamente, no podemos definir conceptualmente el mal sin hacer referencia al bien, ni la oscuridad sin hacer referencia a la luz. En efecto, el bien es la norma implícita o la convención sobreentendida de lo que se espera o como se supone que deberían suceder u ocurrir las cosas y tiene, como tal, existencia propia e independiente, mientras que el mal es lo que se desvía o aleja de esta norma, por lo que el mal no se puede definir sin referencia a esta norma. Asimismo, la luz es la energía que ilumina las cosas haciéndolas visibles, y la oscuridad es, justamente, la falta o escasez de luz para percibir las cosas. Así, pues, el bien y el mal se anulan mutuamente, pues el mal es el parásito que, al no poder existir con independencia del bien, vive de él, pervirtiéndolo y echándolo a perder. Sin embargo, en cuanto a la luz, la oscuridad no puede parasitarla, apagarla ni pervertirla, sino que no tiene más opción que retroceder ante ella cuando hace aparición, pues: “Dios consideró que la luz era buena y la separó de las tinieblas” (Génesis 1:4). La luz y el bien están, entonces, emparentados, pues la luz es buena y, así como hace retroceder a la oscuridad, también contribuye a hacer lo propio con el mal con el que la oscuridad se halla asociada. Ya lo dijo el apóstol en relación con la luz que procede de Cristo: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5)
La luz en las tinieblas resplandece
“La luz es buena, porque es real, mientras que las tinieblas no son reales, pues no son más que la ausencia de luz en donde ésta no ha llegado aún a disiparlas”
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