En la historia sagrada vemos que hubo coyunturas específicas en que el poder de Dios a favor de Su pueblo estuvo mediado a través de objetos concretos y particulares, como la vara de Moisés y Aarón en el éxodo en la confrontación con el faraón y el peregrinaje por el desierto, o los distintos objetos utilizados en su momento por los profetas Elías y Eliseo para llevar a cabo milagros, incluyendo los huesos de Eliseo al tocar un cadáver y retornarlo a la vida. En el Nuevo Testamento encontramos el barro utilizado por el Señor Jesucristo para sanar a un ciego o la sombra del apóstol Pedro y la ropa del apóstol Pablo utilizados para sanar enfermos. Y si bien no podemos negar el carácter instrumental de estos objetos en un momento específico de la historia para obrar milagros por expresa voluntad soberana de Dios, eso no nos autoriza a hacer de ellos reliquias mágicas e idolátricas para tratar de atrapar y manipular a voluntad el poder de Dios en cualquier otra época. Eso fue lo que Israel pretendió hacer con la serpiente de bronce utilizada por Moisés por instrucción divina para sanar a los israelitas mordidos por serpientes venenosas, guardándola y venerándola como un objeto idolátrico hasta que el piadoso rey Ezequías la destruyó en buena hora en el curso de su buen reinado en el Reino del Sur o Judá, como podemos leerlo: “Quitó los altares paganos, destrozó las piedras sagradas y quebró las imágenes de la diosa Aserá. Además, destruyó la serpiente de bronce que Moisés había hecho, pues los israelitas todavía le quemaban incienso, y la llamaban Nejustán” (2 Reyes 18:4)
La llamaban Nejustán
“Atribuir poder a los objetos con independencia de la coyuntura particular en que Dios se haya servido soberanamente de ellos es caer en idolatría”
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