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Estudios bíblicos

La inocencia de los niños

Al abordar la doctrina cristiana del pecado original, entendido no en su sentido popular que lo identifica con la transgresión de nuestros primeros padres, Adán y Eva; sino en su sentido auténtico, por el cual designa la inclinación a la desobediencia y al pecado con la que todos los seres humanos nacemos, heredada de nuestros primeros padres en virtud de la caída; uno de los temas controvertidos es si somos o no culpables desde que nacemos, al margen de que aún no hayamos cometido ningún pecado consciente, o dicho de otro modo, si los niños nacen ya bajo condenación por causa del pecado original. En el catolicismo se cree que así es, al punto de justificar la práctica del bautismo de infantes precisamente para librar a los niños del peligro de morir en esta condición. En el protestantismo se afirma la inocencia de los niños apoyados en las palabras del Señor Jesucristo cuando dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos” (Marcos 10:14); “Pero Jesús llamó a los niños y dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos” (Lucas 18:16). Pero, sin perjuicio de esto, la inocencia de los niños no es una inocencia absoluta, es decir que los niños no son inocentes porque no pequen o desobedezcan a las primeras de cambio, sino porque no se les puede inculpar de lleno ni tampoco condenar todavía por sus desobediencias, pues no son aún plenamente conscientes de ellas, es decir que no tienen todavía desarrolladas las facultades que les permitan asumir en propiedad su responsabilidad por sus actos.

La demostración palpable de que los niños no son inocentes en un sentido absoluto la constituye el hecho de que todos los días mueren niños en el mundo por causas naturales, pues si los niños fueran inocentes en un sentido absoluto no deberían morir. Por lo menos, no mientras aún son niños, puesto que la muerte es la paga por el pecado: “Porque la paga del pecado es muerte…” (Romanos 6:23). No sería lógico ni justo que seres que no han cometido pecados de los cuales puedan ser inculpados, mueran a pesar de ello. Por lo tanto, cuando ocurre, la muerte natural de los niños es una evidencia de la pena corporativa que la transgresión de nuestros primeros padres impuso sobre todos los seres humanos, en la convicción de que ninguno de nosotros lo hubiera hecho mejor que ellos de haber estado en su lugar y, por lo tanto, todos somos culpables con ellos en este sentido corporativo. Éste es el contundente y concluyente argumento paulino: “Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron… sin embargo, desde Adán hasta Moisés la muerte reinó, incluso sobre los que no pecaron quebrantando un mandato, como lo hizo Adán” (Romanos 5:12, 14). No es casual que en la Biblia la instrucción de los niños en la fe y el temor de Dios revista gran importancia, como salta a la vista desde el Antiguo Testamento: “Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes” (Deuteronomio 6:6-7).

De ahí también que la corrección o disciplina de los hijos sea un tema recurrente y de mayúscula importancia en la vida práctica del cristiano, abordado con especialidad en el libro de los Proverbios. De hecho, es la infancia el periodo más adecuado y esperanzador para la instrucción y corrección dosificada de los hijos, pues posteriormente es ya mucho más difícil corregir su desobediencia y sus perjudiciales efectos mediante la disciplina paterna. Por eso: “Corrige a tu hijo mientras aún hay esperanza; no te hagas cómplice de su muerte” (Proverbios 19:18). La paternidad responsable pasa, entonces, por la corrección firme, pero amorosa de los hijos, ya que: “No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo” (Proverbios 13:24); por lo cual: “No dejes de disciplinar al joven, que de unos cuantos azotes no se morirá. Dale unos buenos azotes, y así lo librarás del sepulcro” (Proverbios 23:13-14); en el convencimiento de que: “La vara de la disciplina imparte sabiduría, pero el hijo malcriado avergüenza a su madre” (Proverbios 29:15). Todo esto, por supuesto, sin ensañarse en ellos al punto del enojo y la exasperación: “Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor” (Efesios 6:4); “Padres, no exasperen a sus hijos, no sea que se desanimen” (Colosenses 3:21). Pero todo aquello que se aplica a los hijos en relación con sus padres terrenales, se aplica igualmente y de manera aún más solemne a todos los creyentes en relación con el Padre celestial: “Hijo mío, no desprecies la disciplina del Señor, ni te ofendas por sus reprensiones. Porque el Señor disciplina a los que ama, como corrige un padre a su hijo querido” (Proverbios 3:11-12), de modo tal que, en el marco de la fe, Dios se dirige por igual a padres e hijos en estos términos: “Reconoce en tu corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el Señor tu Dios te disciplina a ti” (Deuteronomio 8:5)

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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  • Los niños y las personas que tienen algún tipo de retardo mental son llamados inocentes pues al no saber leer, difícilmente comprenderán las escrituras.
    La Fe es por el oír y el oír por la palabra de Dios.