El filósofo alemán Immanuel Kant afirmó algo que no deja de sonar desalentador: “El estado natural de los hombres no es de paz, sino de guerra… La guerra no requiere un motivo determinado; parece hallarse arraigada en la naturaleza humana…”. Por supuesto, se refería él a las guerras que se han venido sucediendo una tras otra a lo largo de la historia humana. Pero su afirmación se puede trasladar sin dificultad al campo de la fe, con importantes salvedades que debemos tener en cuenta para poner las cosas en su lugar. Porque un significativo número de cristianos ha confundido la vocación pacificadora de la iglesia con una vocación pacifista a ultranza. Y la verdad es que es muy ingenuo concebir la vivencia cristiana actual en términos afines a la descripción del reino futuro hecha por Isaías: “Él juzgará entre las naciones y será árbitro de muchos pueblos. Convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces. No levantará espada nación contra nación, y nunca más se adiestrarán para la guerra” (Isaías 2:4), descripción muy deseable, pero cuya conjugación se encuentra en futuro y es, por tanto, una promesa para los últimos tiempos, al final de la historia tal y como la conocemos, y no para el presente. Por el contrario, encontramos en el libro de Joel una proclamación en un sentido opuesto y en tiempo presente: “Proclamen esto entre las naciones: ¡Prepárense para la batalla! ¡Movilicen a los soldados! ¡Alístense para el combate todos los hombres de guerra! Forjen espadas con los azadones y hagan lanzas con las hoces. Que diga el cobarde: «¡Soy un valiente!»” (Joel 3:9-10).
Proclamación que debe entenderse adquiriendo conciencia de que la paz que Jesucristo nos prometió con estas célebres palabras: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden” (Juan 14:27); concierne esencialmente a nuestra relación con Dios, como se establece con mayor precisión más adelante en cuanto a la paz con Dios que Cristo nos dejó: “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1), y la paz de Dios que Él nos concede y que podemos experimentar aun en medio de las dificultades: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:7); y no propiamente a nuestras circunstancias externas y a un cese absoluto de hostilidades. Más bien, y como valor agregado, la paz prometida por Cristo a los suyos resuelve sustancialmente nuestros conflictos internos al poner orden en ellos. Con mayor razón, por cuanto son éstos los que, más temprano que tarde, terminamos exteriorizando y dando así lugar a los conflictos con los demás, como lo dice Santiago: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos?” (Santiago 4:1), permitiéndonos así reenfocar nuestra lucha contra el verdadero enemigo: Satanás y sus ángeles caídos: “Pónganse toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efesios 6:11-12).
Es por esta razón que los inspirados autores del Nuevo Testamento en general, ─y el apóstol Pablo en particular, aunque no con exclusividad─, se refieren a la vida cristiana de manera reiterada en términos beligerantes, con un propósito y una estrategia de lucha bien planificada y con armas especialmente adaptadas a la naturaleza del conflicto: “Así que yo no corro como quien no tiene meta; no lucho como quien da golpes al aire” (1 Corintios 9:26); “pues aunque vivimos en el mundo, no libramos batallas como lo hace el mundo. Las armas con que luchamos no son del mundo, sino que tienen el poder divino para derribar fortalezas. Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo” (2 Corintios 10:3-5); “Timoteo, hijo mío, te doy este encargo porque tengo en cuenta las profecías que antes se hicieron acerca de ti. Deseo que, apoyado en ellas, pelees la buena batalla” (1 Timoteo 1:18); describiendo a los creyentes como soldados de Cristo: “Comparte nuestros sufrimientos, como buen soldado de Cristo Jesús. Ningún soldado que quiera agradar a su superior se enreda en cuestiones civiles” (2 Timoteo 2:3-4), y resumiendo su propio ministerio con estas palabras: “He peleado la buena batalla…” (2 Timoteo 4:7), exhortándonos a hacerlo de la misma manera: “Pelea la buena batalla de la fe; haz tuya la vida eterna” (1 Timoteo 6:12), como lo reitera también Judas en el concluyente y puntual encabezado de la epístola que lleva su nombre: “Queridos hermanos, he deseado intensamente escribirles acerca de la salvación que tenemos en común, y ahora siento la necesidad de hacerlo para rogarles que sigan luchando vigorosamente por la fe encomendada una vez por todas a los santos” (Judas 1:3). Este es, pues, un rasgo esencial de la vida cristiana que debemos honrar, preparándonos para ello con conocimiento de causa.
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