A la hora de pedir consejo, es muy recomendable que la comunión sea una condición previa compartida por consejero y aconsejado. Específicamente, la comunión que la fe en Cristo hace posible, sin descartar, sin embargo, otras que se le puedan asemejar, enriquecer y reforzar, como los vínculos consanguíneos y similares. Después de todo la Biblia nos revela que, para bien o para mal, estamos de paso por este mundo, por lo que los creyentes son descritos como peregrinos y extranjeros que no deben nunca apegarse demasiado a este mundo, y a quienes se aplican bien estas palabras: “Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las reconocieron a lo lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hebreos 11:13). Los creyentes siguen, por tanto, un itinerario diferente al de la gran masa de los no creyentes y se rigen por criterios, valores, expectativas, aspiraciones y esperanzas muy distintos y opuestos a los del mundo. Por consiguiente, la solidaridad y el apoyo mutuo que debe caracterizar a los hermanos en la fe está determinado en gran medida por el hecho de compartir todos estos elementos comunes a esa visión y ese camino que todo cristiano comienza a recorrer a conciencia desde el momento de su conversión a Cristo. Todo esto coloca al creyente en la perspectiva correcta a la hora de recurrir al consejo, un recurso, por cierto, muy recomendado en la Biblia en el propósito de tomar decisiones acertadas y fructíferas, pues: “Sin dirección, la nación fracasa; el éxito depende de los muchos consejeros” (Proverbios 11:14); “Al necio le parece bien lo que emprende, pero el sabio escucha el consejo” (Proverbios 12:15); Cuando falta el consejo, fracasan los planes; cuando abunda el consejo, prosperan” (Proverbios 15:22). Por eso: “Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás a ser sabio” (Proverbios 19:20).
Los personajes bíblicos más distinguidos y reputados como sabios se abstuvieron de pedir o aceptar consejo de quienes recorrían un camino manifiestamente distinto al de ellos, como lo declara Job al referirse así a los paganos malvados que lo rodeaban: “Pero su bienestar no depende de ellos. ¡Jamás me dejaré llevar por sus malos consejos!” (Job 21:16). De hecho, el libro de los salmos comienza con esta promesa de dicha: “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en la senda de los pecadores ni cultiva la amistad de los blasfemos” (Salmo 1:1). Y no es para menos, pues como se cae de su peso: “En los planes del justo hay justicia, pero en los consejos del malvado hay engaño” (Proverbios 12:5), puesto que, aunque no sea necesariamente y de manera premeditada un consejo mal intencionado, este tipo de consejo es inútil en el mejor de los casos, cuando no perjudicial y engañoso, extraviando al aconsejado del camino correcto. El acuerdo básico alrededor de una cosmovisión de vida determinada en la cual encuadrar la existencia humana es, pues, fundamental entre aconsejado y consejero, que deben, entonces, compartir todo esto entre sí como patrimonio común de vida centrado en Dios y en su revelación en Cristo, siendo ésta una condición previa para considerar siquiera el solicitar consejo del otro, y sin este telón de fondo es muy difícil que el consejo alcance el provecho esperado de él. La comunión puede ser incluso más importante que el prestigio del consejero. Porque, si bien es cierto que, como lo dijo Antonio de Guevara: “No hay hombre tan sabio que no tenga necesidad de consejo ajeno”, también lo es la recomendación para que: “Nunca dejes de oír un buen consejo sólo porque quien te lo da no es de tu estatura”, como lo complementa muy bien Nina Yomerowska.
Porque en el contexto de la comunión cristiana, un buen consejo puede provenir incluso de quien menos lo esperamos, como se deduce de las palabras del sabio rey Salomón: “También vi en este mundo un notable caso de sabiduría: una ciudad pequeña, con pocos habitantes, contra la cual se dirigió un rey poderoso que la sitió, y construyó a su alrededor una impresionante maquinaria de asalto. En esa ciudad había un hombre, pobre pero sabio, que con su sabiduría podría haber salvado a la ciudad, ¡pero nadie se acordó de aquel hombre pobre! Yo digo que «más vale maña que fuerza», aun cuando se menosprecie la sabiduría del pobre y no se preste atención a sus palabras…” (Eclesiastés 9:13-18). Sea como fuere, únicamente quienes se ponen de acuerdo para honrar con su vida y como se debe el nombre de Cristo podrán llegar a acuerdos en otros frentes de la existencia cotidiana en línea con la voluntad de Dios y con la garantía divina de ver llegar a feliz término los acuerdos suscritos en la presencia y con la aprobación y complacencia de Dios en el acto de la oración, en lo que se designa como “el principio de acuerdo” descrito así por el Señor: “»Además les digo que, si dos de ustedes en la tierra se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan, les será concedida por mi Padre que está en el cielo. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»” (Mateo 18:19-20). El apóstol Pablo fue categórico en cuanto a no establecer acuerdos comprometedores con aquellos que no recorren nuestro mismo camino diciendo: “… ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad… ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo?…” (2 Corintios 6:14-15). Pero el profeta Amos fue quien tal vez lo expresó de la manera más gráfica, breve y concluyente por medio de esta pregunta retórica: “¿Pueden dos caminar juntos sin antes ponerse de acuerdo?” (Amos 3:3)
La mejor comunicación debe ser con Dios. De allí debe venir el mejor consejo. Sin embargo Dios puede usar a cualquiera que esté cerca a nosotros para proferir el buen consejo.