Iconoclastia es el nombre que recibe la postura de quienes rechazan el culto a las imágenes y las destruyen. Ante la tendencia que la iglesia fue adquiriendo en los primeros siglos de su historia a apelar a las imágenes para ilustrar visualmente las historias sagradas y también para representar a sus protagonistas, con el potencial que todo esto tenía para fomentar de forma velada o expresa la censurable idolatría prohibida ya condenada desde el Antiguo Testamento de muchas maneras, como lo leemos en Levítico: “»No se hagan ídolos, ni levanten imágenes ni piedras sagradas. No coloquen en su territorio piedras esculpidas ni se inclinen ante ellas. Yo soy el Señor su Dios” (Levítico 26:1); el asunto se trató oficialmente en el séptimo Concilio Ecuménico llevado a cabo en Éfeso en el año 787 d. C. suscrito desde entonces por católicos y ortodoxos, pero rechazado por los protestantes, pues sancionó el uso de las imágenes en la iglesia. Los protestantes son, pues, iconoclastas en el sentido de rechazar el uso de imágenes en la iglesia y en sus propias prácticas privadas de la fe, destruyendo entonces las imágenes idolátricas a las que hayan rendido culto en un momento dado en sus vidas. Pero la destrucción de imágenes no puede llevarse a cabo indiscriminadamente más allá de nuestro ámbito personal y privado, no sólo por su valor histórico y cultural, sino porque el elemental respeto a las creencias de los demás nos obliga también a respetar las imágenes que otros veneran y porque, finalmente, la idolatría no es algo externo, sino que los ídolos están antes que nada arraigados en el corazón del idólatra
La idolatría en el corazón
“No levantar, sino más bien derribar los ídolos externos visibles y palpables no sirve de nada si no derribamos también los que llevamos dentro”
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