En vista de la creciente y ya muy elevada frustración, decepción y fastidio que la clase política genera en los ciudadanos de a pie, vienen al caso algunas reflexiones alrededor de lo que en teología se designa como “gracia común”. Sobre todo, porque la mayoría de cristianos no saben en realidad de qué se trata, enfocados como están en el mejor de los casos en la gracia salvadora dispensada por Dios a los creyentes en particular. Gracia común que, como su nombre lo indica, podríamos definir en principio como aquella gracia divina que abarca a todos sin excepción y que tendemos a menospreciar e ignorar al darla por sentada, como si nos la mereciéramos. Esa gracia que hemos recibido de existir y disfrutar de este enorme, fascinante e indescriptible universo y de habitar este pequeño, singular y siempre hermoso planeta azul, especialmente diseñado y afinado en todos sus detalles para sustentar nuestra vida de por sí tan frágil y que debemos a Dios únicamente, quien: “… hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).
Pero leyendo algunas consideraciones más específicas de Martyn Lloyd Jones sobre la gracia común, es difícil no relacionarla con los procesos electorales de las democracias occidentales y las expectativas cada vez más bajas que los electores tienen en ellas y el amargo cinismo al respecto que se apodera de un número cada vez mayor de potenciales votantes, algunos de los cuales son cristianos. Además del ya citado en Mateo, otro versículo que habla claramente de la gracia común es Juan 1:9 cuando dice: “esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo”. Es decir que Cristo, antes de su encarnación como hombre y al margen de su obra redentora conectada con la gracia salvadora que dispensa a los elegidos, ya era la luz que alumbra a todo ser humano con una gracia común que no discrimina a nadie. Y esta luz universal no es otra que la misma racionalidad o capacidad de pensar racionalmente que concede a todos los seres humanos en mayor o menor grado.
Pero esta iluminación también es, en un sentido más concreto, la que señala Martyn Lloyd Jones al comentar este pasaje diciendo: “tal luz… Es una especie de luz natural, como se la denomina, entendimiento natural. Es la luz que está en la conciencia y esa luz de la conciencia está en cada persona que viene al mundo”. Un poco más adelante añade: “se manifiesta a sí misma en los gobiernos, en las leyes y en las distintas ‘autoridades superiores’ como las llama Pablo en Romanos 13:1”. Ciertamente los gobiernos, aun los malos, son mejores que la ausencia de gobierno que nos arroja a la ley de la selva y a la anarquía en la que no existe más opción que la de “sálvese quien pueda”. Y como tal, todo gobierno es una bendición de Dios. Algo que deberíamos tener presente para bajarle el tono a las críticas dirigidas contra los gobernantes y los políticos en general, así estén en buen grado justificadas y reducir nuestras expectativas de lo que podemos esperar de ellos.
De hecho, Lloyd Jones incluye dentro de la gracia común a la llamada “opinión pública” y a la cultura humana en general. En cuanto a la primera, más que a una opinión pública documentada, ilustrada y eventualmente sabia; él entiende por “la opinión pública” el consenso general que existe alrededor de lo que es bueno y lo que es malo y nada más, aun en estos tiempos de relativismos, pluralismos y multiculturalismos de todo pelambre. Una opinión pública que, aunque tiende siempre a nivelarse por lo bajo, es mejor también que la ausencia de ella. Y aunque hay otros aspectos que Lloyd Jones también incluye dentro de la gracia común, éste es uno de los más relevantes en relación con la política. En conexión con él, cabe resaltar la dinámica por la cual Dios, mediante su gracia común, refrena el mal en el mundo de tal modo que no llegue a convertirse en algo intolerable que nos impida disfrutar del todo de las buenas cosas de Su creación.
Ahora bien, la opinión pública es, por supuesto, fluctuante y cambiante a través del tiempo. Martyn Lloyd Jones, que vivió durante la mayor parte del siglo XX (murió en 1981), reconoce lo anterior al decir: “Dios… refrena las peores manifestaciones del pecado, pero hay tiempos en los que entrega a las personas a ellas. Me pregunto si vivimos en esos tiempos. Comparemos el siglo XIX con el siglo XX. Es obvio que el nivel moral es mucho más bajo hoy en día. Eso no significa que todo el mundo fuera cristiano en la época victoriana, pero sí significa que, hablando en general, aun las personas que no eran cristianas eran mejores hombres y mujeres que las personas de hoy”. No podemos, pues, aspirar a tener gobernantes que estén por encima del rango en el que se mueve la opinión pública de modo que “rompan el techo” y estén más arriba de ella. Es más, si ese fuera el caso, sería precisamente por sus excelencias que la opinión pública no los aceptaría, pues contrastarían notoriamente con ella y la pondrían en evidencia.
Es ya conocido el aforismo que dice que los pueblos tienen siempre los gobernantes que se merecen, algo que debería matizar nuestras críticas ácidas y rotundas dirigidas hacia ellos, hacia su carácter y sus ejecutorias y nuestro marginamiento voluntario y culpable de la política, o el cinismo con el que nos referimos a ella desde un pedestal de superioridad, como si nosotros mismos estuviéramos por encima del bien y del mal y tuviéramos un carácter moral significativamente más elevado que el de nuestros gobernantes. Por supuesto que ellos deben tener capacidades destacadas para gobernar que no posee la generalidad de la sociedad por ellos gobernada, pero dado que ellos surgen de la misma sociedad a la que van a gobernar, no podemos pretender que su talante moral sea notoriamente diferente al de ella, pues como dice la sabiduría popular, no se le pueden pedir peras al olmo.
Es posible, entonces, que en el ciclo pendular de la historia, estemos viviendo tiempos en que Dios afloja las amarras y deja de refrenar el pecado como lo ha hecho en otras épocas en ejercicio de la gracia común, como lo da a entender la repetida expresión de Romanos 1 que dice: “Por eso, Dios los entregó…” (Romanos 1:24, 26, 28), que indica, más que una acción “activa” ꟷsi se me permite la redundanciaꟷ, una acción “pasiva” de parte de Dios por la cual no es Él Quien nos arroja a ese estado de cosas, sino más bien el que, ante nuestra terquedad e insistencia, quita el freno para que nos desboquemos ya sin mayores restricciones y cosechemos así en pleno el fruto de nuestros pecados, cayendo en una espiral descendente que nos recuerda las escalofriantes palabras del profeta: “… nos has entregado en poder de nuestras iniquidades” (Isaías 64:7).
Como sea, la gracia común nunca está ausente, por lo que debemos agradecer a Dios que haya gobernantes, aunque no sean los mejores ni los que desearíamos, e incluso que tengamos la posibilidad de elegirlos, aunque no haya tantas ni tan buenas opciones y aunque los elijamos mal. Debemos agradecer también la existencia de la opinión pública, aunque deje mucho que desear y tienda a nivelarse por lo bajo. Y debemos agradecer por igual que Dios refrene el mal a nivel general, aunque a veces suelte un poco las amarras al respecto y tengamos que padecerlo en mayor grado que en otras épocas. Después de todo, la gracia común también se manifiesta en que Dios nunca: “… ha dejado de dar testimonio de sí mismo haciendo el bien, dándoles lluvias del cielo y estaciones fructíferas, proporcionándoles comida y alegría del corazón” (Hechos 14:17) y en que: “Aun los gentiles, quienes no cuentan con la ley escrita de Dios, muestran que conocen esa ley cuando, por instinto, la obedecen aunque nunca la hayan oído” (Romanos 2:14 NTV).
Por lo demás, ahora como siempre: “… los malos y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13 DHH), a la par que: “… el pueblo que ama a su Dios se mantendrá firme y hará frente a la situación” (Daniel 11:32 DHH), manteniendo viva la esperanza, al mismo tiempo que reduce las expectativas a niveles razonables que nos mantengan a distancia, tanto de los idealismos ingenuos, como de los cinismos trágicos, apoyados por igual en la gracia salvadora de la que disfrutamos ya y en la gracia común que se halla en el trasfondo y pone en la perspectiva correcta el ejercicio de nuestros deberes ciudadanos y nuestra responsabilidades en relación con la política y lo que podemos esperar de ella, sin llegar a desentendernos de ella. Al fin y al cabo: “el Dios viviente… es el Salvador de todos, especialmente de los que creen” (1 Timoteo 4:10).
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