Nuestro más grande sueño
No deja de ser inquietante que las encuestas ubiquen reiteradamente a Colombia en el podio de los países más felices del mundo. Y digo inquietante, porque por un lado es esperanzador, ya que esto puede indicar que la felicidad no depende de las circunstancias externas inmediatas ‒que en Colombia están lejos de ser óptimas‒ sino de la disposición interna de la persona. Pero por otro, puede ser el indicio de un conformismo resignado y escapista que se niega a reconocer y a asumir con toda la responsabilidad del caso las graves problemáticas sociales que agobian a nuestra nación.
Sea como fuere, la felicidad es tal vez la más fundamental y ancestral de las aspiraciones humanas. Los Estados Unidos la consagraron como un derecho en el preámbulo de su declaración de independencia y su idea de la felicidad está sintetizada en lo que suele designarse como “el sueño americano”, recreado en películas populares como la justamente llamada En busca de la felicidad, con la actuación estelar del actor Will Smith y su hijo Jaden.
No entraremos aquí en la consideración de si la felicidad es, en efecto, un derecho, pues esto depende de si se avalúa por referencia a Dios o a los hombres. Lo que si no puede negarse es que un mundo feliz es la aspiración universal de todo el género humano. Aldoux Huxley escribió su novela más conocida y celebrada bajo el título Un mundo feliz, concibiéndolo con ironía como una sociedad totalitaria estratificada en castas diseñadas genéticamente y condicionadas mediante la combinación de un bombardeo continuo a la mente de consignas y lemas al mejor estilo conductista y una exaltación permanente de los sentidos mediante la satisfacción inmediata de todos los deseos, que no da tiempo a la gente de pensar y examinar las bases ideológicas de la sociedad en que viven.
¿Utopía o realidad?
En vista de lo anterior, cabe preguntarse si un mundo feliz no es más que una ilusión utópica irrealizable o una aspiración válida que tendrá cumplimiento cabal en el futuro. En el marco del cristianismo la felicidad es una aspiración asociada al cumplimiento final y pleno de los propósitos de Dios en el mundo. El estado de beatitud o dicha eterna que Dios promete a todos los suyos en el marco del establecimiento final de su reino. Todo cristiano auténtico no deja de estar motivado por el anuncio de un día en que escucharemos estas palabras de los labios de Dios: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! Has sido fiel en lo poco; te pondré a cargo de mucho más. ¡Ven a compartir la felicidad de tu señor!” (Mateo 25:23). Es que el cristianismo no concibe la felicidad al margen de Dios. En este sentido la felicidad es un asunto que tiene que ver más con nuestra relación con Dios que con nuestras circunstancias materiales externas, por buenas que puedan ser o parecer. Es famosa la frase de Agustín de Hipona que dice: “Tú nos hiciste para ti mismo, y nuestro corazón no hallará reposo hasta que descanse de nuevo en ti”.
John Stuart Mill dio en el blanco al afirmar entonces: “Solo son felices… quienes tienen la mente fija en cualquier otra cosa que no sea su propia felicidad”. La felicidad no puede alcanzarse si se la convierte en un fin en sí misma, desligada del bienestar de los demás y, sobre todo, desligada de Dios que es el único que puede conceder felicidad consistente a los seres humanos que se rinden y consagran a Él con fe en la persona de Cristo y, gracias a Él, logran transformar sus malas actitudes y comienzan a ver la vida con otros ojos al punto que: “Para el afligido todos los días son malos; para el que es feliz siempre es día de fiesta” (Proverbios 15:15). Porque la felicidad que depende tan sólo de las circunstancias inmediatas y de los bienes que se poseen es muy frágil y engañosa.
Ahora bien, la felicidad alcanzada por el creyente en virtud de su relación con Cristo y la favorable transformación de su carácter lograda al centrar su vida en Dios, no tiene que limitarse a su condición interior y a un mero cambio de actitud ante la vida, sino que puede incluir también las circunstancias externas de bienestar, justicia, paz y fraternidad que se asocian comúnmente a un mundo feliz. Pero este será siempre el complemento de la felicidad y no su causa. Un valor agregado siempre deseable, pero no lo esencial. Porque la fe no sólo transforma las malas actitudes interiores sino que se exterioriza a través de una conducta que promueve cambios en el entorno social inmediato de la persona. Cambios que fomentan el bienestar de todos los que se desenvuelven en este entorno.
Obviamente, estos cambios están lejos de resolver de manera absoluta todas las problemáticas que impiden a los hombres ser felices. Es sabio y prudente reconocer este hecho, pues, como lo dijo Nicolás Gómez Dávila: “La sabiduría no consiste en resolver los problemas, sino en amansarlos”. En las actuales condiciones de la existencia, la humanidad en su conjunto nunca logrará remediar todas las injusticias, pero si debe esmerarse por resolver las que están en sus manos remediar. Este esfuerzo es ya en sí mismo una fuente de felicidad.
Una nueva creación
¿Debemos, entonces, resignarnos a que, por más que nos esforcemos, las condiciones externas ideales evocadas con la expresión “un mundo feliz” nunca se alcanzarán en este mundo? De ningún modo. Voltaire dijo con precisión que: “Un día todo estará bien, esa es nuestra esperanza, todo está bien hoy, esa es nuestra ilusión…”. Por supuesto, es ilusorio pensar que todo está bien hoy. Pero al mismo tiempo no es descabellado esperar que un día todo lo esté finalmente. Esta esperanza realista es central en el cristianismo y se alcanzará cuando se realice lo que la Biblia llama “la nueva creación”. Porque vivimos, por lo pronto, en la vieja creación descrita en los primeros dos capítulos del Génesis, echada a perder y sometida a la corrupción y el deterioro por causa del pecado. Pero nos espera la nueva creación, gloriosa e incorruptible y que no padece, por tanto, del deterioro al que se halla sometida la vieja creación. La fe en Cristo nos introduce desde ahora en esta nueva creación: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17). Una nueva creación de la que nuestro cuerpo aún no participa, sometido como se encuentra todavía al deterioro y corrupción propios de la vieja creación caída, pero de la cual nuestro ser interior eficazmente redimido ya participa a la espera del momento en que Cristo regrese y la vieja creación ceda paso de lleno a la nueva, caracterizada por “… un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2 Pedro 3:10, 12-13), en los cuales “no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir…” (Apocalipsis 21:4-5).
El cristiano tiene así su vista puesta en ese futuro mundo feliz, pero al mismo tiempo mantiene sus pies en este mundo no tan feliz, no obstante lo cual disfruta desde ahora, por medio de la fe, de un anticipo de esa felicidad definitiva que caracterizará a la nueva creación, colaborando a su vez a establecerla en la medida de sus posibilidades. Después de todo ya lo dijo C. S. Lewis: “… los cristianos que más hicieron por este mundo fueron justamente aquellos que más pensaban en el mundo que viene… Apunta al Cielo, y tendrás la tierra ‘de añadidura’”. Porque Dios nos promete a los creyentes un mundo feliz que incluirá cielo y tierra por igual: “»Presten atención, que estoy por crear un cielo nuevo y una tierra nueva… Alégrense más bien, y regocíjense por siempre, por lo que estoy a punto de crear: Estoy por crear una Jerusalén feliz, un pueblo lleno de alegría” (Isaías 55:17-18)
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