El mundo visible como figura y sombra del invisible
“La Física de Dios” es un libro de Joseph Selbie que se anuncia como la explicación de “la conexión entre la física cuántica, la conciencia, la Teoría M, la neurociencia y la trascendencia”, un título que no deja de sonar muy sugerente, estimulante y ambicioso al mismo tiempo. Esta conferencia no pretende ser una reseña ni versión resumida de este libro, sino más bien una forma de abordar en un nivel comprensible estos complejos, pero fascinantes temas en los que la ciencia, la teología y la fe se entrelazan y encuentran hasta cierto punto, de maneras armónicas y en gran medida coincidentes y sorprendentes. El libro en sí tiene mérito, pues logra colocar al alcance popular estos temas que son sin duda alguna de los más difíciles y especializados de la ciencia actual por el conocimiento de las matemáticas del más alto nivel que exigen de sus cultivadores y su carácter contraintuitivo, es decir, contrario a la intuición. Aunque carezco de esta formación matemática, mi talante apologético no me ha permitido mantenerme al margen de estos temas y su mediana comprensión conceptual.
A mi modo de ver, los descubrimientos de la física cuántica y las diversas teorías y enfoques asociados a ella que he podido comprender medianamente, siempre en un nivel conceptual y no en el nivel estrictamente matemático, corroboran o, por lo menos, son claramente compatibles con la revelación bíblica y la cosmovisión cristiana asociada a ella. En particular, con la afirmación en el Nuevo Testamento que dice: “Pero estos sacerdotes prestan su servicio por medio de cosas que no son más que copias y sombras de lo que hay en el cielo…” (Hebreos 8:1 DHH), en línea de continuidad con lo que el apóstol ya había dicho: “Todo esto no es más que la sombra de lo que ha de venir, pero la verdadera realidad es Cristo” (Colosenses 2:17 DHH), puntualizada finalmente por el ya citado autor de la epístola de los Hebreos: “Por tanto, era necesario purificar, con esos sacrificios, las copias de lo que hay en el cielo; pero las cosas celestiales mismas necesitan sacrificios mejores que esos” (Hebreos 9:23; 10:1 NBV), en alusión al sacrificio de Cristo.
Estos pasajes dan a entender que, de manera paralela a esta realidad material de la que formamos parte, existe una realidad mucho más determinante y si se quiere, más sólida, concreta y consistente que ésta con la que, de cualquier modo, aquella se halla íntimamente conectada en una sucesión de continuidad, al punto de que esta realidad actual de la que nuestros cuerpos físicos forman parte y de la que somos también más directamente conscientes a través de nuestros sentidos, no es sino una “sombra, “copia”, “esbozo” o “figura” de una realidad superior definitiva y permanente que sirve de fundamento, apoyo y sustento a ésta realidad perecedera mucho más frágil y difusa en la que nos encontramos. En las escalas normales de tiempo y espacio en que nos desenvolvemos habitualmente en nuestras vidas cotidianas, esa realidad no es perceptible más que a través de la fe que la intuye y la experimenta, pero únicamente de manera fragmentaria y necesariamente subjetiva, siendo, por lo tanto, indemostrable en términos estrictamente científicos. Pero en las escalas de tiempo y espacio en que funciona la física cuántica esa realidad de trasfondo comienza a insinuarse con fuerza en los modelos y construcciones matemáticas requeridas para poder estudiar las realidades cuánticas (es decir las relativas a las partículas más elementales en el nivel más increíblemente pequeño de la materia que constituye todo lo que existe a un nivel subatómico) y en las manifestaciones que podemos esperar de ellas, percibidas y medidas por sofisticados detectores mediante avances tecnológicos como los enormes aceleradores de partículas, de los cuales el más conocido es tal vez el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, considerada la máquina más grande construida por el ser humano en el mundo.
Ese mundo que se encuentra tras nuestro mundo ha sido tradicionalmente negado por la ciencia, justamente, por no tener ninguna evidencia científica de él en lo que conocemos como “naturalismo científico” (al que Joseph Selbie se refiere más bien como “materialismo científico”), un sesgo estrecho y reduccionista de gran parte de la ciencia actual que tiende a negar dogmáticamente la existencia de todo lo que la ciencia no pueda descubrir, estudiar ni demostrar objetivamente, en lo que se designa bien como “cientifismo”, “cientificismo” o la religión de la ciencia que se arroga así la última palabra sobre todas las cosas. Pero esta evidencia está comenzando a aparecer de la mano de los descubrimientos y comportamientos asombrosos de las realidades cuánticas. Tan asombrosos que se suelen designar como ”rarezas cuánticas”.
Para no alargar esta conferencia más de lo que usualmente es, no me referiré a los experimentos ni las maneras en que se han establecido científicamente los siguientes comportamientos de las realidades cuánticas que justifican llamarlos “rarezas cuánticas”. Me limitaré a mencionar la “rareza” en cuestión y a describir sumariamente en qué consiste, dejando para el lector interesado la indagación sobre sus aspectos más detallados y complejos. La primera de estas rarezas es la llamada “dualidad onda-partícula” que como lo indica la expresión, significa que las partículas elementales estudiadas por la física cuántica se pueden comportar indistintamente como ondas tanto como partículas, lo cual no deja de ser asombroso. Y lo que parece determinar o condicionar que se comporten de un modo u otro es la presencia de un observador, que sería en este caso el científico de turno, como si las partículas (¿o tal vez deberíamos decir “las ondas”?) supieran que están siendo observadas y con base en esto determinaran su comportamiento medible.
La segunda rareza cuántica plenamente establecida es el llamado “principio de no localidad”, que significa que las partículas elementales increíblemente pequeñas que constituyen la materia tal y como la percibimos con nuestros sentidos en nuestra escala de tiempo y espacio, están conectadas entre sí de manera “no local”, es decir que sus conexiones y los comportamientos producto de estas conexiones no se dan en nuestro tiempo ni en nuestro espacio, que son los únicos en el que parecen darse todas las conexiones que experimentamos a diario en nuestras vidas. Dicho de otro modo, las partículas elementales no se conectan entre sí en el “reino” material en el que nos movemos, desenvolvemos y existimos, sino que sus conexiones son inmediatas y no están condicionadas al lugar y al tiempo en que se encuentren ubicadas en el plano de nuestra existencia, sino que, por decirlo así, sus conexiones hunden sus raíces en un reino diferente que la ciencia no ha podido descubrir, sino tan sólo postular.
La tercera rareza cuántica consiste en el llamado “principio de incertidumbre de Heisenberg” que establece que, al estudiar el comportamiento de las partículas cuánticas, no se puede establecer al mismo tiempo la masa (y la velocidad) junto con su posición simultánea. El investigador debe decidir entre una de las dos, porque no puede obtener las dos. Si se decide por uno de estos datos, puede ciertamente obtenerlo, pero sacrifica el otro dato y viceversa. Es como si las partículas observadas sólo estuvieran dispuestas a ofrecer a su observador uno de los dos datos deseados, pero no los dos al mismo tiempo, lo cual también da a entender que la presencia de un observador modifica en algún sentido el comportamiento de las partículas elementales. Estas y otras rarezas más complejas (y éstas ya lo son bastante), sugieren la existencia de realidades alternas íntimamente conectadas con nuestro universo que, no obstante, se encuentran más allá de él y sólo pueden predecirse mediante modelos matemáticos que harían de su existencia algo necesario, pero que esperan ser todavía descubiertas por la ciencia, si es que la ciencia puede estar en algún momento en condiciones de descubrirlas.
Ahora bien, aunque ésta no sea propiamente una “rareza cuántica”, es, sin embargo, algo en lo que pocas veces nos ponemos a pensar. Me refiero al hecho de que lo que en nuestra escala de tiempo y espacio parece materia sólida, como por ejemplo nuestros propios cuerpos palpables y tangibles, e incluso una sólida roca o un trozo de metal, son en realidad, cuando se estudian en la escala cuántica, casi en su totalidad espacio vacío en el que se mueven a velocidades cercanas a la de la luz pequeñísimas partículas cuyo movimiento vertiginoso da la impresión, en nuestra escala de percepción, de la forma, color, textura, densidad, peso y solidez que parecen tener todas las cosas que experimentamos en nuestra vida cotidiana. Se ha dicho incluso que si se eliminara todo el espacio vacío de nuestros cuerpos que existe en la escala cuántica y se agruparan y juntaran todas las partículas que se mueven en ese espacio para dar la impresión de tamaño, solidez, color y forma que poseen nuestros complejos cuerpos en nuestra escala de realidad, nuestro tamaño real se vería reducido a menos de la cabeza de un alfiler. Más aún, la física cuántica afirma que en último término ni siquiera las partículas que conocemos como protones, neutrones y electrones, entre otras muchas, tiene realidad material, sino que son energía, al punto que, simplificándolo en exceso, se dice que en último término este mundo no está constituido más que por longitudes de onda y nada más, o, como lo dice Selbie de manera igualmente simple pero más precisa, nuestro universo es fundamentalmente “energía organizada en patrones estables”.
Por último, la experimentación en el campo de la física cuántica y las diversas teorías y modelos matemáticos que se encuentran detrás de esta experimentación esperando a ser demostrados ꟷque no voy a relacionar aquí para mantener esta conferencia al alcance de todos los lectores no iniciados en estos temasꟷ, apuntan a que este enorme universo tridimensional es en realidad una pequeña parte de una mucho más vasta realidad bidimensional que lo sustenta y de la que este universo es tan sólo una especie de proyección tridimensional menos “real” si se quiere, como la que tiene lugar en un holograma, que es un avance tecnológico que muchos de nosotros ya conocemos y que no deja de ser fascinante, al observar cómo los parámetros e instrucciones contenidas en una plantilla o matriz bidimensional pueden dar lugar a una proyección tridimensional muy detallada y visible desde muchos planos de observación diferentes, casi como si fueran realidades materiales palpables que se hallan presentes, como nosotros mismos lo estamos, cuando en realidad son proyecciones de realidades distantes y remotas que podemos atravesar fácilmente con la mano.
Ahora bien, ¿qué asociaciones y conciliaciones podemos hacer entre estos descubrimientos de la física cuántica y la cosmovisión cristiana relacionada al principio de nuestra conferencia con base en los pasajes citados del Nuevo Testamento? En primer lugar, la postulación especulativa pero científicamente necesaria de una realidad bidimensional mucho más vasta que sustentaría nuestro universo tridimensional puede evocar muy bien la existencia de lo que la teología llama “el cielo” o, por lo menos, de una realidad “espiritual”, independiente de este mundo material, pero más real y determinante que la realidad material de la que formamos parte y en la que nos desenvolvemos de forma cotidiana. Una realidad constituida por energía pura que perduraría aún cuando esta realidad derivada de ella y de carácter eminentemente material, perenne y contingente se estropee o deshaga, como sucede con nuestros cuerpos al morir, y que resulta entonces muy compatible con la afirmación bíblica en el sentido de que: “Volverá entonces el polvo a la tierra, como antes fue, y el espíritu volverá a Dios, que es quien lo dio” (Eclesiastés 12:7).
La prioridad que las realidades espirituales tienen, afirmadas por las religiones en general y por la Biblia en particular, y la convicción cristiana de que la conciencia humana, en la que reside fundamentalmente nuestro ser y nuestra identidad, trasciende la materia, el espacio y el tiempo tal y como los conocemos y no puede, por tanto, reducirse a ellos, está recibiendo entonces, respaldo de la ciencia, al punto que, como nos lo informa Selbie: “Responder las profundas preguntas planteadas por sus descubrimientos obligó a estos científicos a considerar conceptos relativos a la conciencia, el pensamiento y la percepción: el ámbito tradicional de la filosofía y la religión. Aunque sus especulaciones se asientan en la lógica científica y pese a que llegaron a ellas de forma metódica racional y hasta matemática, los conceptos que emergen ꟷla interconexión, la conciencia, la inteligencia superiorꟷ son sin duda no materiales”, llevando a estos científicos a expresarse en términos casi místicos que parecían reservados al ámbito de la religión.
Nuestra naturaleza esencialmente espiritual también se ve confirmada por el hecho de que, en último término, nuestros cuerpos físicos visibles y palpables de carne y hueso son en un 99,99% espacio vacío y que los únicos componentes de él que parecen ser “materia” concreta, las partículas elementales que se mueven a velocidades vertiginosas en este espacio conforme a “patrones estables” son también, a la postre, energía en longitudes de onda de baja frecuencia que no son más que perturbaciones locales a esa enorme matriz bidimensional de energía vibrando a muchas más elevadas frecuencias de las que nuestro universo refleja y se pueden percibir con los recursos tecnológicos hoy disponibles, que parecieran estar llegando a sus límites de percepción experimental entre el macrocosmos de lo increíblemente grande y el microcosmos de lo increíblemente pequeño, haciendo de la fe algo necesario para poder acceder a este “reino”, sin que la ciencia pueda llegar a reemplazarla o hacerla innecesaria.
El principio de incertidumbre de Heisenberg también puede ser una evidencia en el microcosmos cuántico de otras afirmaciones propias de la fe cristiana, que oscilan entre la determinación y la indeterminación de las cosas, o dicho de otro modo, entre la necesidad, la probabilidad y el azar. En teología, la determinación o la necesidad ha estado asociada a la soberanía de Dios por la que finalmente: “El Señor hace todo lo que quiere en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos sus abismos” (Salmo 135:6), de donde lo que Dios decreta o determina, sucede con seguridad de manera invariable, necesaria e inevitable. Esa misma determinación que llevó a Einstein a pronunciar su famosa frase en el sentido de que “Dios no juega a los dados” para indicar que Dios no había dejado nada del funcionamiento del universo al azar.
Pero la indeterminación del principio de incertidumbre de Heisenberg sugiere que las determinaciones soberanamente establecidas por Dios en el funcionamiento del mundo físico y natural y de la misma historia humana, no son rígidas ni inflexibles, sino que dan un margen de maniobra suficiente a la afirmación bíblica sobre el albedrío y la consecuente responsabilidad humana, sin que estos puedan, sin embargo, malograr sus planes de manera definitiva. El periodista francés Guy Sorman entrevistaba en cierta oportunidad a uno de estos eminentes y más emblemáticos científicos de hoy en el sentido de si, a la luz de los descubrimientos de la física cuántica, la frase de Einstein podía seguir sosteniéndose, a lo que este científico respondió danto a entender que esta frase tendría que ser modificada más o menos de este modo: “Dios sí juega a los dados, pero los dados están cargados”, de donde las determinaciones procedentes de la soberanía divina y las contingencias procedentes del albedrío de seres humanos y ángeles pueden muy bien coexistir sin que este último deje de ser real ni eche a perder tampoco las determinaciones propias del plan de Dios para el universo, para la historia humana en general y para todos y cada uno de los creyentes en particular, por lo menos en lo que tiene que ver con su destino eterno.
Esto es importante establecerlo, pues si bien esta conferencia hace uso de los descubrimientos de la física cuántica como respaldo de la cosmovisión cristiana clásica, también hay que decir que, como nos lo informa Jeremy Royal Howard, apoyados en la indeterminación o incertidumbre que se manifiesta en las realidades cuánticas: “Estas singularidades hacen que algunos observadores concluyan que la MC [es decir, la Mecánica Cuántica] invalida la ley natural y la racionalidad, y nos deja con un universo incomprensible que no ha sido creado”. Porque en el campo de la física cuántica existe también la creencia suscrita por algunos científicos minoritarios que afirman que las partículas cuánticas se originan y dejan de existir de manera natural y, como continúa informándonos el microbiólogo y apologista Jeremy Royal Howard a quien seguiremos citando hasta nueva orden: “algunos ateos destacados usan esto para afirmar que todo el universo «apareció» de la noche a la mañana de forma natural. No hace falta un Creador”.
La llamada “Teoría del Caos” también se ha querido utilizar como argumento a favor de esto último, pero como lo aclara también el autor a quien venimos citando: “Con respecto a la Teoría del Caos, el propio nombre es engañoso. En realidad, solo dice que muchos sistemas físicos deterministas son tan sensibles a las condiciones iniciales, que no podemos predecir con exactitud su conducta futura a menos que comprendamos a la perfección ‘todas’ esas condiciones. Por lo tanto, lo que genera el aparente caos en la física es nuestra ignorancia y no la creación en sí”. De hecho, habitualmente: “los científicos han tomado el aparente misterio o irracionalidad en la naturaleza como señal de que todavía no saben lo suficiente sobre el objeto de estudio” y nada más. Sin embargo y a pesar de esto, que debería ser la postura más honesta y humilde por parte de la ciencia: “… muchos físicos siguen la Interpretación de Copenhague (IC) de la MC [Mecánica Cuántica], presentada por Niels Bohr, y se niegan a considerar que su incapacidad para comprender o predecir la acción cuántica sea señal de ignorancia. En cambio, afirman que la MC es, en esencia, una ciencia acabada [en el sentido de estar completa o terminada] que revela un mundo irracional sin leyes de ningún tipo: un inquietante caldero de acciones azarosas y conclusiones sin sentido”.
Quienes así piensan no tienen en cuenta que: “aunque muchos atributos descabellados de la MC son ciertos, notamos que la realidad macroscópica se comporta de manera predecible, según las reglas, y que siempre encontramos pruebas de su construcción y funcionamiento fundamentalmente racionales… Las singularidades cuánticas, al margen de lo que parezcan, quedan con un papel secundario frente a las realidades mayores que experimentamos”. Además: “muchas de las conductas increíbles que se le atribuyen a la MC sólo ocurren en el ámbito sumamente artificial de un laboratorio”. Y finalmente, para los propósitos de esta conferencia: “la capacidad de la ciencia para entrar en el mundo microfísico es aún sumamente rudimentaria. Por lo tanto, hay espacio para tremendas especulaciones y errores”.
Es cierto, entonces, que las predicciones de la física cuántica no pueden hacerse con la fuerza de la certidumbre o la certeza absoluta, sino que se encuadran en el campo de la probabilidad, algo que en buena hora ha empujado a la ciencia actual a ser un poco más humilde y menos dogmática en sus pronunciamientos, en especial en los señalamientos descalificadores hacia las afirmaciones de la religión en general y del cristianismo en particular; pero aún así no vemos que los descubrimientos de la física cuántica conduzcan al caos y a la irracionalidad. Por el contrario, como vuelve a decirnos el autor Joseph Selbie: “Pese a radicar en el mundo al parecer inexacto de la teoría de la probabilidad, la mecánica cuántica es extremadamente precisa; pasó a ser, y sigue siendo, una de las herramientas científicas más importantes de los siglos XX y XXI. Ha sido fundamental para el desarrollo de muchas maravillas, entre ellas los avanzados sistemas de comunicación y la ciencia informática que han hecho posibles tantas cosas en nuestra civilización”. Como vemos, exageran quienes quieren extrapolar arbitrariamente las conclusiones observadas de la física cuántica alrededor de la incertidumbre y la indeterminación en su propia escala, a la escala de tiempo y espacio en que se desenvuelve la historia y la cultura humana y el mismo funcionamiento del macrocosmos que llamamos universo.
En cuanto al principio de no localidad, éste sugiere también la conexión íntima ꟷno condicionada ni limitada al tiempo y al espacio tal como los conocemosꟷ y la unidad solidaria que la Biblia revela que existe en Dios entre todas las cosas del universo, tanto en lo que tiene que ver con los creyentes en particular: “Pero el que se une al Señor se hace uno con él en espíritu” (1 Corintios 6:17), como con todo lo demás: “… para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:28). Esa conexión que se intenta llegar a comprender, entre otros, mediante la llamada “Teoría del todo” que se ha convertido en el “santo grial” de la física moderna (no en vano la obsesión con esta teoría del ya fallecido físico teórico Stephen Hawking ꟷconsiderado el más grande físico teórico de la historia después de Einsteinꟷ llevó a que la película de la historia de su vida se titulara “La Teoría del todo”), teoría con la que se pretende conciliar las incompatibilidades existentes entre la física newtoniana que rige el macrocosmos de planetas, estrellas y galaxias, con la ley de la gravedad como la fuerza más determinante; y la física cuántica del microcosmos atómico y subatómico en que la gravedad es una espectadora meramente y las fuerzas dominantes son el electromagnetismo y las fuerzas nucleares fuertes y débiles.
Así se refería a la “Teoría del todo” el físico británico y también ministro anglicano del evangelio John Polkinghorne: “Para el cristiano la verdadera «Teoría del Todo» es la teología trinitaria… El universo es de carácter profundamente relacional y de estructura unificada, porque es la creación del único y verdadero Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”, equiparando los dilemas de la física moderna con los que ya tuvo que enfrentar la teología en su momento, al afirmar también un poco antes: “La ciencia de hoy se enfrenta a un problema no totalmente distinto al acometido por esos primeros teólogos trinitarios… la ciencia tiene que luchar con el problema de la conciliación de la unidad con la diversidad… tiene que encontrar la manera de combinar conexión con separación”. Una conexión que tal vez no pueda nunca verse con claridad en el plano de la simple materialidad científica, pero que se sigue del hecho confirmado por Pablo cuando, hablando de Dios, dijo que: “… en él vivimos, nos movemos y existimos…” (Hechos 17:28). Conexión que ha impuesto un nuevo modelo para la ciencia moderna: el llamado “enfoque holístico” que afirma que la comprensión de los fenómenos estudiados por la ciencia sólo se logrará cuando se comprendan sus conexiones con el todo y no de manera separada, estudiando y sumando meramente las partes de las que se compone.
La dualidad onda-partícula y el papel que el observador inteligente cumple al influir de algún modo en el comportamiento de las realidades cuánticas observadas para que estas manifiesten indistintamente un comportamiento de onda o de partícula o, en su defecto, permitan medir su masa y velocidad, pero no su posición o viceversa; hablan a las claras de la centralidad que las personas tienen en este universo material, desde los seres humanos, hasta Dios mismo, pasando por los ángeles, que son las tres clases de seres de carácter personal que la Biblia nos revela. Las personas son capaces de modificar su entorno, y de hecho lo hacen, al manipularlo y transformarlo mediante la actividad mental y cultural del hombre, siendo la primera de estas actividades la observación del funcionamiento de las cosas y fenómenos que suceden a su alrededor. Es como si, ante la inexistencia de un observador que las perciba, las realidades cuánticas ꟷy por extensión y hasta cierto punto, también la realidad en generalꟷ se encontraran en un estado de suspensión potencial hasta que la actividad de un observador inteligente rompa esa suspensión en uno u otro sentido deseado.
Parece así recobrar renovada vigencia la filosofía idealista del filósofo y también ministro del evangelio anglicano de origen irlandés, George Berkeley, que negaba la existencia objetiva de este mundo a no ser que existiera un sujeto en capacidad de percibirlo, que para él sería ante todo Dios mismo, el Sujeto por excelencia, y que explica por qué su filosofía se resume en la escueta frase: “Ser, es ser percibido”, de donde sin la existencia de Dios como el Ser capaz de percibirlo todo y a todos los demás seres del universo diferentes a Él, estos seres, dentro de los que nos encontramos, por supuesto, todos y cada uno de nosotros, los seres humanos por nombre propio, no podríamos nunca haber llegado a existir ni mucho menos continuar existiendo de la manera en que lo hacemos en el curso de nuestras vidas terrenales. Es más, sin perjuicio del papel necesario de Dios como el Gran Observador que, al percibir constantemente este universo con todos los seres que contiene, les confiere así su existencia y subsistencia; Dios ha compartido este privilegiado papel con los seres humanos, guardadas las obvias proporciones, al punto que la ciencia ha llegado a postular una versión más avanzada del principio antrópico que afirma que el universo fue diseñado de manera precisa no sólo para hacer posible la vida humana en este pequeño pero privilegiado planeta azul, sino para hacer posible el descubrimiento y estudio del universo por parte de los seres humanos que habitamos este privilegiado observatorio cósmico que es la tierra, para llevarnos a postrarnos en alabanza y adoración ante el Ser que hizo posible todas estas maravillas y cumplir así la declaración bíblica de haber sido creados para la alabanza de la gloria de Su Nombre.
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