fbpx
Conferencias

La arqueología

¿Corrobora o refuta el Antiguo Testamento?

Como suele suceder con estas conferencias, los títulos pueden ser más ambiciosos que los contenidos, generando expectativas a veces demasiado elevadas que debo, de entrada, moderar y reducir a su justa proporción, pues en el espacio reservado para su tratamiento, no se puede abarcar la extensión de este tema que da para escribir libros con mucho mayor detalle. Pero en la intención divulgativa que tienen estas conferencias, el espacio disponible, aunque apretado, es suficiente para hacer una síntesis comprensiva de este asunto al alcance de todos los legos interesados en él. Por eso, para encuadrar el tema y darle desde el principio la orientación que adquiere a la luz de los hechos, podemos comenzar por decir que cuando la iglesia guardó silencio y dudó de la Biblia, fue la arqueología la que se levantó a gritar y reivindicar su veracidad. Para entender esta afirmación hay que tener presente, como ya lo hemos expuesto en otras conferencias relacionadas con ella, que en el siglo XIX la teología se contagió de los resabios de la ciencia, pues un gran número de teólogos de corte liberal, influenciados por el esquema naturalista que se impuso en la ciencia en su momento, comenzaron a cuestionar gratuitamente en la Biblia todo relato sobrenatural o milagroso, calificando las narraciones bíblicas de una manera casi generalizada como “mitos” por el hecho de no encajar con estos esquemas preconcebidos y adoptados como axiomas incuestionables.

Pero, curiosamente, Jesucristo había respondido así en el domingo de ramos a los que querían hacer callar a quienes lo aclamaban: “Pero él respondió: -Les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras” (Lucas 19:40). Y este anuncio se cumplió con la entrada en escena de la arqueología. Cuando los teólogos en particular y los cristianos en general, intimidados por la ciencia, guardaron silencio y optaron por no defender, ni los milagros ni la veracidad de los relatos bíblicos, fue el momento en que las inscripciones antiguas talladas en piedra descubiertas por la arqueología, comenzaron a gritar, al punto que, por ejemplo, el importante arqueólogo británico William Ramsay, educado inicialmente en el escepticismo bíblico y cuyas excavaciones buscaban confirmar su punto de vista escéptico, por la fuerza de sus hallazgos terminó convencido de todo lo contrario, uniéndose al Dr. William Albright, decano de los arqueólogos del siglo XX, en su declaración en el sentido que: “No hay duda de que la arqueología ha confirmado la historicidad sustancial de la tradición del Antiguo Testamento”, para vergüenza de todos los cristianos que la pusieron en duda.

Sin embargo, si bien en el balance general la arqueología confirmó la historicidad sustancial de las narraciones bíblicas, tanto del Antiguo, como del Nuevo Testamento, al punto que existe una especialización ampliamente respetada y reconocida en el ámbito de la arqueología a la que se designa con el nombre de “arqueología bíblica”; debemos entender de qué modo lo hace, pues aquí existen muchos matices que es necesario identificar y distinguir, tanto entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, como en el grado de confirmación que podemos alcanzar, que difiere a lo largo de los diversos periodos históricos definidos que se recogen en el Antiguo Testamento y la más reciente época del Nuevo Testamento, que es por obvias razones, la que puede contar con más confirmaciones directas y seguras de los eventos narrados en él que cubren tan sólo un siglo poco más o menos, a diferencia del Antiguo Testamento que, además de ser más antiguos, abarcan milenios de historia.

Lo primero que debemos decir al respecto es que, si tomamos de manera independiente hallazgos específicos de la arqueología del antiguo Cercano Oriente en general y de la arqueología bíblica en particular, podemos terminar siendo excesivamente optimistas en cuanto a las confirmaciones arqueológicas de las narraciones bíblicas, porque cada uno de los hallazgos considerados de manera aislada pueden generar una fascinación y un entusiasmo desbordado que nos llevan a atribuirle mayor carácter de prueba del que en realidad tienen y a impedirnos, de paso, ver y valorar el panorama general de las investigaciones llevadas a cabo por las ciencias bíblicas, entre las que se destaca, por supuesto, la arqueología a cuyos descubrimientos nos referimos en esta conferencia.

Hecha esta advertencia para bajarle un poco el tono al entusiasmo que nos puedan generar, hay, sin embargo, que afirmar que el cúmulo de hallazgos específicos que se han hecho nos permiten adoptar una actitud optimista al respecto. Sería muy dispendioso y aburrido hacer una relación detallada de todos ellos, pero podemos decir que en términos generales, la arqueología ha hecho muy numerosos hallazgos ꟷy continúa haciéndolosꟷ, que nos han permitido ubicar con gran precisión las ciudades y los lugares mencionados de manera abundante en el Antiguo Testamento con especialidad ꟷjusto donde sería de esperarse que se encontraran, según la Bibliaꟷ, pues las del Nuevo no han estado en discusión y se tiene de ellas una mucho más nutrida confirmación en fuentes bíblicas y extrabíblicas. Adicionalmente, pueblos que únicamente la Biblia mencionaba, como los horeos y los hititas, por ejemplo, y de los cuales se dudaba de su existencia, han sido también confirmados por la arqueología, entre otros.

Y por último, individuos en particular, con nombre propio, desde reyes paganos como el rey Sargón de Asiria y el rey caldeo Belsasar, así como reyes israelitas entre quienes cabe destacar a David y al rey Joaquín cautivo en Babilonia ꟷcomo lo afirma la Bibliaꟷ, sin mencionar a opositores de Israel como Tobías el amonita y Gesem el árabe, en la época de Esdras y Nehemías, así como el gobernador Sanbalat de Samaria entre otros muchos, han sido también ya reconocidos como personajes históricos más allá de toda duda. Esta circunstancia puede haber jugado un poco en contra de la objetividad de las conclusiones iniciales, pues todos estos hallazgos avalaron la irrupción y legitimidad de la arqueología bíblica en el campo de la investigación arqueológica, con el resultado de que las iglesias en general y el fundamentalismo cristiano en particular terminaron financiando las investigaciones de campo y viciando un poco la agenda al buscar encontrar lo que deseaban encontrar. Por eso, hay que reconocer que las conclusiones de la llamada, a su vez, arqueología secular, más moderada que la arqueología bíblica, puede ser menos pretenciosa y más ceñida a los hechos.

Como sea, aún desde la óptica de la arqueología secular, nadie pone en duda que los descubrimientos arqueológicos han contribuido al esclarecimiento de los textos bíblicos y de su contexto histórico y cultural. Pero esclarecimiento no significa necesariamente corroboración. Aunque el esclarecimiento puede apuntar a la corrobación en muchos casos en una mayor o menor proporción o grado de probabilidad, también puede en otros casos dejar en evidencia la falta de coincidencia entre los relatos bíblicos y los hallazgos arqueológicos, lo cual, sin embargo, tampoco significa una concluyente refutación ni mucho menos. Por eso, tal vez la mejor manera de abordar el papel de la arqueología en relación con las narraciones bíblicas sea segmentar la historia y los relatos recogidos en ella en los distintos periodos más relevantes de la historia de Israel y mirar uno por uno qué es lo que la arqueología ha logrado establecer en relación con cada uno de ellos.

De la época de los patriarcas que da cuenta del origen de Israel como pueblo y nación, no existen hasta ahora pruebas arqueológicas sobre su existencia concreta y con nombre propio en fuentes o documentos diferentes a la Biblia. Un significativo número de arqueólogos han argumentado con base en esto que los relatos de los patriarcas deben ser ficticios. Pero esto es ir demasiado aprisa y no tener en cuenta todo el conjunto de la evidencia, que en lo que tiene que ver con la época de los patriarcas y la descripción que la Biblia hace de ellos, no debería causar extrañeza la falta de evidencia arqueológica directa sobre su existencia. Al fin y al cabo, los patriarcas fueron nómadas que no formaban parte de los círculos de poder en el Cercano Oriente en la Edad Media del Bronce en la que se ubican cronológicamente sus vidas, así que no es de esperarse que haya referencias a ellos en los archivos oficiales de las autoridades de Mesopotamia. Eran hombres del común con historias familiares sin la incidencia en el contexto geopolítico de la época que podría esperarse de los reyes y gobernantes con sus crónicas oficiales.

Así, pues, la comprensible y explicable falta de evidencia arqueológica y material directa a favor de la existencia de los patriarcas no puede hacernos perder de vista la abundante evidencia circunstancial disponible que hace muy verosímil y consistente su existencia tal como la encontramos en la Biblia. Porque todos los arqueólogos en general están de acuerdo en afirmar la coincidencia asombrosa entre las descripciones arqueológicas y las bíblicas sobre el contexto histórico de los relatos de los patriarcas. Un aspecto particular de estas coincidencias es el que concierne a la modalidad y la forma de los tratados, los pactos, las alianzas y las convenciones sociales en general del mundo antiguo en el que se desarrolló la vida de los patriarcas. Las alusiones a todos ellos en la Biblia que se hallan asociadas a los patriarcas, corresponden exactamente con lo que la arqueología ha descubierto alrededor de ellos en las distintas épocas de la antigüedad. Así, pues, la arqueología sí ha confirmado la exactitud geográfica, social y geopolítica que sirve de trasfondo a las historias de los patriarcas.

Es digno de destacar el contexto egipcio particular que permitiría la ascensión de José, un extranjero asiático, a la posición de visir o segundo al mando del faraón de Egipto, tal como lo encontramos al final del libro de Génesis, pues está ya plenamente demostrado que para la época de José en Egipto, los faraones que gobernaban el país pertenecían a una dinastía extranjera invasora de origen semítico ꟷel mismo origen de los judíosꟷ llamados los hicsos. Y si bien no puede concluirse que los hicsos no sería más que el nombre que los egipcios habrían dado a los hebreos, si es totalmente creíble y consistente que los hebreos hayan llegado a Egipto durante esta época y fueran bien recibidos allí por los gobernantes hicsos en vista de su cercanía étnica, lingüística y cultural, por lo que, como lo dice el arqueólogo Kyle McCarter de la Universidad John Hopkins: “en líneas generales, la descripción bíblica de la carrera de José en Egipto es históricamente admisible”. Es más, el contexto egipcio hostil a los hebreos que encontramos cuatrocientos años después en el libro del Éxodo también coincide con lo establecido por la arqueología en el sentido de que la dinastía de los hicsos finalizó de manera un tanto abrupta y violenta a mediados del siglo XVI a. C. cuando los gobernantes de Tebas les declararon la guerra y los expulsaron de Egipto.

Ya adentrándonos en el éxodo, aquí ocurre algo no muy distinto de lo sucedido con los patriarcas. Es decir que no existe, de manera también comprensible y explicable (como lo señala William Dever al llamar nuestra atención al hecho de que: “Los esclavos, siervos y nómadas dejan pocos rastros que la arqueología pueda documentar”), evidencia material directa a su favor, pero sí una abundante evidencia circunstancial que apunta a la veracidad de los relatos bíblicos. Cabe aquí destacar el llamado “argumento de la vergüenza” que los historiadores utilizan, entre otros, para establecer la veracidad de un hecho, que consiste en que ningún pueblo afirma tener un origen vergonzoso, a menos que ese origen sea cierto, pues si se trata de inventar un origen ficticio, pues inventarían un origen glorioso y no uno vergonzoso. Así lo sostiene el profesor Richard Elliot Friedman de la Universidad de California: “Si alguien inventara una historia lo haría para decir que desciende de dioses o de reyes, no de esclavos”. Esa es justamente, también la razón por la cual no esperamos encontrar un testimonio de la destrucción del ejército de Faraón en los documentos oficiales, las crónicas y las inscripciones del antiguo Egipto. Por la vergüenza que esto les acarrearía.

Es cierto que la cronología del éxodo ha sido también problemática, pues hay dos fechas que han reclamado tradicionalmente ser la auténtica: la fecha temprana que lo sitúa alrededor del año 1438 a. C. y la fecha tardía alrededor del 1290 a. C., lo cual nos deja con una discrepancia de cerca de 150 a 200 años entre las dos. De estas dos, la fecha temprana ciertamente no coincide con lo que se sabe sobre la historia del antiguo Egipto. Pero la fecha tardía sí coincide en gran manera, por lo que no se puede desechar, pues existen explicaciones sobre los métodos de registro cronológico de los judíos cada vez más aceptadas por todos, que nos permiten desechar la fecha temprana y acoger la fecha tardía con un mayor y creciente peso de probabilidad, y validar este relato con un suficiente respaldo de evidencia arqueológica circunstancial a su favor.   

Además, el trato dispensado por los egipcios hacia los esclavos tal y como lo ha establecido la historia y la arqueología para la época del éxodo coincide casi al detalle con las descripciones del trato recibido por los hebreos por parte del faraón y sus funcionarios, incluyendo el trabajo forzado en las monumentales obras de construcción de los faraones, y hasta detalles como el hecho de que los ladrillos fabricados con paja eran de uso corriente en las construcciones del antiguo Egipto, como lo informa el libro de Éxodo. El mismo nombre de Moisés corresponde muy bien con la etimología egipcia de la época del éxodo y no con el contexto posterior de Palestina. Todo esto hace que de la ausencia de evidencia directa del éxodo en la península del Sinaí o en el desierto no se pueda concluir que éste no ocurrió.

Avanzando a la conquista de Canaán, ésta es arqueológicamente más problemática por dos razones. La primera es que muchos extraen de la Biblia un modelo de conquista fulminante que no coincide con los hallazgos arqueológicos. Este modelo de conquista fulminante surge del uso de expresiones hiperbólicas o exageradas como las que hallamos en la Biblia en relación con las campañas militares emprendidas por los israelitas contra las ciudades-estado cananeas. Así, muchos consideran que si los hallazgos arqueológicos no coinciden con estas descripciones ꟷcomo en efecto parece sucederꟷ, entonces el relato bíblico debe ser ficticio. Pero lo curioso es que nadie disputa el valor histórico de fuentes documentales antiguas como las inscripciones egipcias, asirias e hititas, a pesar de que ya se ha establecido que en ellas también aparecen este mismo tipo de exageraciones en cuanto a las hazañas militares.

Así, la honestidad exige que se mida con el mismo rasero la narración bíblica del libro de Josué y se valore de la misma manera. Por eso, como lo recoge Jeffery L. Scheler: “No se debería minimizar el valor de su núcleo histórico [se refiere al libro de Josué] por el hecho de que las hipérboles del texto no resisten el análisis minucioso de los arqueólogos”. Sobre todo, porque hoy se sabe que el recurso a las hipérboles era común entre quienes escribían crónicas guerreras en el antiguo Cercano Oriente. La segunda razón es que, descontando, pues, las hipérboles como un recurso literario legítimo de la época y la región y colocándolas en su justo lugar y proporción, lo cierto es que, como nos lo hace ver una vez más Jeffery Scheler: “el libro de Josué, tomado en su conjunto, señala una realidad que no es la de una conquista militar fulminante de la Tierra Prometida”. O como lo dice en otro lugar: “Una lectura detenida de Josué muestra logros militares mucho más modestos que esas escenas de ataques fulminantes que tanto les gusta cuestionar a los expertos en crítica textual”. Y una vez hechas estas necesarias matizaciones, la narración bíblica comienza a armonizar con los hallazgos arqueológicos y la evidencia física encontrada comienza a coincidir sorprendentemente con el libro de Josué.

El caso de Jericó y Hai es polémico y ha oscilado como un péndulo a favor y en contra del relato bíblico. Justamente por eso, no se puede ser todavía medianamente concluyente en ningún sentido y el caso sigue abierto a la discusión especializada. Pero en medio de esa discusión, los hallazgos arqueológicos dan cuenta de la destrucción de estas dos ciudades de maneras que coinciden de un modo admirable con el relato bíblico. Lo que no coincide es la fecha o datación de estas destrucciones, para las que se han propuesto diversas fechas hasta con mil años de diferencia entre una y otra, ninguna de las cuales armoniza con la fecha aceptada de la conquista. Y como la discusión a este respecto esta abierta entre los estudiosos, habrá que esperar en el futuro un veredicto final que dirima esta discusión en algún sentido. Por eso, por lo pronto y hasta nueva orden, Jericó y Hai se encuentran en suspenso y no se pueden argumentar como evidencia arqueológica a favor de la narración bíblica.

Sin embargo, aunque desde el punto de vista arqueológico sea imposible sostener que el establecimiento de los israelitas en Canaán se haya dado mediante una conquista militar fulminante, no existe duda cerca del componente militar involucrado en el surgimiento de Israel como pueblo en Canaán. Al decir del arqueólogo israelita Yigael Yadin: “No hay necesidad de aceptar cada detalle del relato bíblico, ni hay por qué rechazar la base histórica de la conquista…”, debido básicamente a que, como continúa diciendo, la arqueología: “en términos generales, confirma que hacia fines de la última etapa de la Edad de Bronce, grupos de israelitas seminómadas destruyeron una cantidad importante de ciudades cananeas, después de lo cual, lenta y gradualmente, construyeron sus propios asentamientos sedentarios sobre esas ruinas, y ocuparon el resto del territorio”.

La época de la monarquía en Israel ꟷes decir, la época de los reyes en Israel, desde el reino unido de Saúl, pero sobre todo de David y Salomón y el posterior reino dividido de Israel y Judá, junto con el exilio que le dio a ambos fin a manos de los emergentes imperios asirio y babilónico respectivamenteꟷ, es la narración bíblica más atestiguada, confirmada y, aquí sí podemos decir con toda seguridad y sin temor a equivocarnos, la más corroborada por la arqueología con lujo de detalles. En realidad, son tantos los hallazgos arqueológicos que la corroboran, que no vale la pena intentar aquí una enumeración exhaustiva de cada uno de ellos que podría tornarse densa y pesada. Más bien, hablemos de los pocos aspectos cuestionados que todavía subsisten entre los arqueólogos y las razones que explicarían y responderían a estos cuestionamientos. Estos aspectos giran alrededor de los reinados de David y Salomón, que son los que marcan el punto culminante de la monarquía en Israel, luego del cual comienza su lenta decadencia hasta su conclusión con el exilio.

Durante un tiempo los más escépticos cuestionaron la existencia de estos reyes debido a que los documentos e inscripciones de la época en el Oriente Medio no los mencionaban. Pero este escepticismo se derrumbó con dos hallazgos: en primer lugar el descubrimiento de la inscripción que contiene la expresión “casa de David” en Tell Dan en 1993. Y en segundo lugar otra famosa inscripción antigua descubierta poco más de un siglo atrás, conocida como “la estela de Mesa”, el nombre de un antiguo rey moabita también mencionado en la Biblia, a la que el descubrimiento en Tell Dan arrojó nueva luz y permitió reconstruir una de sus líneas parcialmente destruida para confirmar que se refería también a la casa de David, con lo que la existencia histórica de la dinastía de David quedó fuera de discusión echando por tierra el escepticismo al respecto de quienes la habían puesto en tela de juicio.

Sin embargo, los pocos escépticos que se resisten a esta conclusión se apoyan en que, dada la importancia que la Biblia atribuye a los reinados de David y Salomón y su hegemonía en la región, es de esperarse que hubiera más de dos confirmaciones extrabíblicas aisladas de su existencia y que la datación de estas inscripciones hubiera coincidido con la época de mayor esplendor del reinado de estos dos reyes y no de un siglo después, como lo son aproximadamente la inscripción en Tell Dan y la estela de Mesa. Carol Meyers, profesora de Biblia y arqueología de la Universidad de Duke explica por qué puede ser así, sin menoscabo de la realidad histórica ya establecida de estos dos reyes. Justificando su conclusión con profusión de detalles difíciles de discutir, y citando a esta especialista, Jeffrey Scheler nos dice que: “el surgimiento de una monarquía nacional en Palestina, que no fue anunciada ni asediada por sus vecinos militarizados y habitualmente prolíficos  [se refiere a su inclinación a dejar registro escrito y oficial de sus campañas y logros militares], explica Meyers, «se debe al debilitamiento de los tradicionales centros de poder del Cercano Oriente al finalizar el segundo milenio a. C.»”. Circunstancia providencial que facilitó el ascenso político del reinado de David y Salomón y su prevalencia sobre los pueblos vecinos, tal como lo narra la Biblia, ante la ausencia de grandes poderes imperiales que los pudieran someter.

Sin embargo, el pueblo tal vez más tradicionalmente antagónico al reinado de David: los filisteos, si está documentado hoy ya ampliamente por los arqueólogos y esa documentación minuciosa se logró, precisamente, con ayuda de las descripciones que la Biblia hace de ellos, que coinciden al detalle con lo encontrado finalmente por la arqueología alrededor de ellos. Dado que la monarquía y el exilio marcan casi el final de la historia de Israel en el Antiguo Testamento, con excepción de la narración del retorno del exilio en varias expediciones lideradas por Zorobabel, Esdras y Nehemías que cubre un periodo de escasos cien años, la siguiente etapa en la investigación arqueológica en relación con la Biblia se enmarca ya en el Nuevo Testamento, pero la fuerza de las confirmaciones arqueológicas al respecto es tal, que encontramos aquí un salto cualitativo que amerita dedicar otra conferencia exclusiva para documentar las más fascinantes confirmaciones arqueológicas e históricas de la narración del Nuevo Testamento en una futura oportunidad.    

Por lo pronto y con base en nuestro recorrido a vuelo de pájaro por el Antiguo Testamento es claro que muchos ꟷaunque no todosꟷ de los detalles históricos de la narración bíblica han sido confirmados, ya sea de manera indirecta o directa, por la arqueología. Y los que no, están abiertos a la discusión y no se pueden considerar todavía como refutaciones plenamente establecidas de la Biblia. Por eso, si aún al margen del Nuevo testamento, los detalles históricos que se pueden comprobar por medio de la arqueología han demostrado ser ciertos en la Biblia, ¿qué nos autoriza para poner entonces en duda sistemáticamente la veracidad de lo que la ciencia no ha podido ni podrá nunca, por su propia naturaleza, comprobar, como los relatos milagrosos o los relatos de los orígenes contenidos en ella? ¿Simplemente porque no encajan en nuestros esquemas preconcebidos? ¿No es esto jugar con las cartas marcadas? Al fin y al cabo, los historiadores profesionales afirman que es imposible establecer una mentira en medio de una historia bien conocida.Por eso, si el relato bíblico es hoy por hoy una historia bien conocida y satisfactoriamente confirmada más allá de la duda razonable por la arqueología y la historia, ¿por qué vamos a creer que lo que aún no se ha podido confirmar tiene que ser mentira?

Hablemos, por último, del argumento del silencio. A él se refirió David Merling Sr. diciendo: “Al no hallar algo, los arqueólogos consideran que han demostrado algo. La “noevidencia” no es lo mismo que las evidencias.” El egiptólogo Kenneth Kitchen lo dice de este otro modo: “La ausencia de evidencia no implica evidencia de ausencia”. Y es que una de las falacias más engañosas al argumentar es el llamado “argumento del silencio” que consiste fundamentalmente en hacer afirmaciones concluyentes sobre cualquier asunto apoyándose en la falta de evidencia en contra. Porque el argumento del silencio no demuestra nada, ni a favor ni en contra, y todo lo que se diga al amparo de él no deja de ser meramente conjetural. Afortunadamente, los arqueólogos serios, escépticos o no, están cada vez menos dispuestos a concederle al argumento del silencio algún peso determinante en sus conclusiones, pues los hallazgos posteriores les han hecho muchas veces tener que retractarse de sus conclusiones hechas al amparo de este argumento.

La credibilidad de la Biblia a la luz de la arqueología puede expresarse de otro modo. Es similar a la credibilidad que un testigo ostenta en un tribunal de justicia, antes incluso de dar el testimonio puntual que se requiere de él. Es por eso que muchas de las preguntas de los fiscales a los testigos no tienen que ver con el caso en cuestión, sino con el hecho de que el testigo sea confiable y no haya mentido en oportunidades anteriores. Al fin y al cabo, el conocido cuento infantil del “pastorcito mentiroso” ilustra bien el hecho de que, si hemos mentido recurrentemente con anterioridad, nadie nos creerá al final aun cuando estemos diciendo la verdad. En relación con los hechos testificados por la Biblia, los creyentes que buscan en ella una revelación de Dios con aplicación directa e inmediata en sus vidas y circunstancias particulares, se fastidian un poco al encontrar en ella pasajes extensos que relatan detalles históricos y geográficos que parecen digresiones sin relación directa con el mensaje fundamental que Dios quiere darnos en ella. El Antiguo Testamento en especial abunda en listas de lugares, personajes, genealogías y similares que parecen detalles distractores que nos desvían de la narración principal y que, si de nosotros dependiera, tal vez habríamos omitido.

Pero son esos detalles aparentemente intrascendentes que nos parecen marginales y prescindibles los que establecen la veracidad y credibilidad de la Biblia. Y son también, justamente, los historiadores y arqueólogos profesionales quienes pueden verificar estos detalles de tal modo que si son ciertos -como en efecto están demostrando serlo- la credibilidad de la Biblia como testigo fiel y veraz -al margen incluso de su inspiración divina- queda establecida con satisfactoria solvencia de tal modo que Dios puede requerir nuestro voto de confianza en aquellos aspectos que ni la historia ni la arqueología podrán nunca verificar en ella, como por ejemplo los milagros que registra. Esto sin mencionar las profecías cumplidas, que será también tema de examen en otra conferencia posterior. Todo lo cual demuestra que, como lo ratifica el apóstol Pablo, Dios es siempre veraz, como consecuencia de lo cual sus sentencias son justas y sus juicios irreprochables.

En síntesis, como lo resume Walter G. Kaiser: “la verdadera función de la arqueología no es «probar» la Biblia… [más bien] la función de la arqueología es la siguiente: (1) Proporcionar materiales culturales, epigráficos y creados por el hombre, que provean trasfondo para interpretar la Biblia con precisión; (2) vincular los sucesos del texto bíblico a la historia y la geografía de la época; y (3) forjar confianza en la revelación cuando las verdades de la Biblia inciden en los sucesos históricos”. Ir más allá de esto es pedirle tal vez demasiado a la arqueología. Además, con el logro satisfactorio de estos tres puntos, es más que suficiente.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

Deja tu comentario

Clic aquí para dejar tu opinión