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Conferencias

La ecología cristiana

El título de esta conferencia puede prestarse a equívocos, puesto que en sentido estricto no existe la “ecología cristiana”, sino la ecología a secas. Lo que sí pueden ꟷy debenꟷ existir son ambientalistas y ecologistas cristianos que estén movidos para su labor por motivaciones cristianas, impulsados para ello por su sentido del deber delante de Dios y del llamado recibido de él para nuestra actividad en este mundo. Y aquí es donde debemos comenzar por decir que la ecología parece ser una ciencia de hoy que emerge sin relación alguna con el cristianismo histórico, hallándose con frecuencia enfrentada a él. Pero este es un problema de la cristiandad y no del cristianismo. Porque, si bien es cierto que la ecología se ha erigido en nuestros días en buena medida bajo postulados cuestionables desde la perspectiva doctrinal del cristianismo, eso no significa que la ecología como tal sea censurable si se encauza dentro de las pautas reveladas en las Escrituras para su sano y provechoso desarrollo.

Los cristianos ven sospechosa la ecología y toman estas sospechas como cómoda excusa y como conveniente pretexto para no involucrarse de manera comprometida en ella debido al trasfondo pagano que se halla en un significativo número de los ecologistas seculares, cuyas creencias tienden hacia una suerte de panteísmo científico o seudocientífico. Así, si bien es cierto que con el pretexto de la ecología se pueda estar llevando a representativos e influyentes sectores de la humanidad actual hacia un panteísmo que diviniza a la naturaleza y hace de ella un nuevo ídolo al que adorar, también con el pretexto del panteísmo y la denuncia de él, la iglesia se ha marginado por igual y de manera culpable de la ecología. Por eso, sin desconocer que el panteísmo, una concepción pagana de Dios, puede ser seductor y constituir un aspecto censurable y peligroso detrás de la ecología secular, ésta no es razón para que los cristianos se marginen y desentiendan de ella.

Porque si bien la ecología no puede ser el interés principal de la iglesia, sí debería ser uno de sus principales intereses, en especial en los tiempos en que estamos viviendo. Y esto implica, por supuesto, ocuparse de ella, colocándola en su justo lugar y proporción, es decir sin perjuicio de la fe y la evangelización con miras a conducir a los hombres a Cristo, ni tampoco de la acción y el servicio social que le compete a la iglesia, sino como una extensión y una consecuencia práctica más de la responsabilidad cristiana en el mundo. Valga decir que una de las formulaciones científicas más elaboradas que apunta y sustenta de algún modo la ecología panteísta es la llamada “teoría Gaia” formulada por el químico, médico y pensador inglés James Lovelock en 1969, apoyada y extendida luego por la bióloga Lynn Margulis. Esta teoría afirma que la tierra (es decir “Gaia” nombre que los griegos daban a la diosa Tierra) es un organismo vivo que autorregula sus funciones con el fin de facilitar la vida.

Teoría que con algunas modificaciones posteriores ha llegado a adquirir tal respetabilidad que es suscrita por un buen número de científicos de renombre de variadas disciplinas. En el contexto de la teoría Gaia tal y como se entiende hoy se afirma que cuando las formas de vida que habitan el planeta tierra, ꟷla especie humana en particular entre ellasꟷ, no mantienen con Gaia una relación armónica de mutuo beneficio, Gaia puede volverse contra ellas para destruirlas, lo cual explicaría el incremento de catástrofes naturales que se verifica actualmente en el mundo. Como teoría explicativa científicamente confirmada, la teoría Gaia tiene un largo trecho por recorrer, pero sus motivaciones y consecuencias prácticas constituyen su más favorable aporte al mundo actual al borde de un colapso ambiental y ecológico por el abuso depredador de la naturaleza emprendido por la humanidad a todo lo largo de la historia.

Por eso, hechas y tenidas en cuenta estas advertencias en el camino, el cristiano no se puede desentender de las causas ecológicas y ambientalistas en pro de la promoción del cuidado y conservación de la naturaleza mediante un desarrollo sustentable y sostenible. Sobre todo teniendo en cuenta lo que la tradición teológica cristiana reformada llama el “mandato cultural” contenido en Génesis 1:28-30 y 2:15 que, al justificar la actividad cultural del hombre, no se limita, sin embargo, a ordenarle cultivar los recursos naturales provistos por Dios en la creación, sino también a cuidarlos, es decir, cultivarlos responsablemente, lo cual va en línea con la conciencia que hoy se fomenta en cuanto al carácter limitado de los recursos naturales (como por ejemplo los combustibles fósiles) y el concepto actual de desarrollo sostenible.

En realidad, el automarginamiento culpable de los cristianos en relación con los temas ecológicos no obedece a la reacción de denuncia contra el panteísmo que suele acompañar a la actual ecología desasociándose, por lo tanto, de ella. Sus orígenes son mucho más antiguos y hunden sus raíces en el pensamiento griego de personajes como los antiguos gnósticos que se infiltraron en la iglesia a finales del siglo I y durante el siglo II de nuestra era hasta ser plenamente identificados y expulsados de ella y, posteriormente, a través del pensamiento de Platón introducido en la teología cristiana por el gran teólogo Agustín de Hipona, quien llevó a cabo una síntesis entre Platón y el cristianismo que llegó a dominar el pensamiento cristiano durante casi toda la Edad Media.

Así, pues, ciertos aspectos del pensamiento de los gnósticos rechazado en principio por la iglesia, llegó después a colarse oficialmente en ella gracias a la acogida que Agustín dio a Platón, quien quedó así avalado por el bien ganado prestigio universal del famoso teólogo de Hipona. En consecuencia, de la mano del pensamiento procedente de los griegos que consideraban que el espíritu es bueno y la materia mala (los gnósticos), o por lo menos que la realidad material percibida por los sentidos es inferior y menos real que la realidad intangible e inmaterial del mundo puro de las ideas (Platón); los cristianos terminaron menospreciando sutilmente la creación material de Dios y desentendiéndose en buena medida de ella, en contravía con lo revelado en la Biblia cuando afirma tajantemente que cuando Dios miró todo lo que había hecho, es decir su creación material debidamente concluida: “consideró que era muy bueno” (Génesis 1:31), añadiendo luego que: “Dios hizo todo hermoso en su momento” (Eclesiastés 3:11). El mundo material es, entonces, parte de la buena creación de Dios. Y este punto ciego en la visión de la iglesia abonó en ella el terreno para que con el tiempo fuera germinando la ausencia de una auténtica conciencia ecológica.

De este modo, para muchos cristianos enfocados casi exclusivamente en la salvación eterna y en el mundo del espíritu parecería que nos encontramos ante una disyuntiva que consistiría en que si elegimos la materia tendríamos que renunciar al espíritu y si elegimos el espíritu tendríamos que hacer lo propio con la materia. Por supuesto, puesto ante esta falsa disyuntiva el creyente opta usualmente por escoger el espíritu por encima de la materia, la cual resulta degradada y pierde su importancia a los ojos de estos cristianos, que pueden ser mayoría. Como resultado de ello la resurrección del cuerpo y la renovación de este mundo material anunciada por Dios en su Palabra para los últimos tiempos deja de ser un motivo que guíe la acción de estos creyentes.

En efecto, parecería que para muchos creyentes inadvertidamente influenciados por el pensamiento griego de los gnósticos y de Platón el mundo material deja de ser uno de los auténticos intereses del cristiano o pasa a estar en el último lugar de sus prioridades y la ecología cristiana es una de las grandes damnificadas. Más allá de estas equivocadas interpretaciones, lo cierto es que los cristianos podemos y debemos abrazar tanto la materia ꟷy por extensión, la naturalezaꟷ como el espíritu, colocados ambos en su justo lugar y proporción. La idea de que tenemos que elegir entre los dos es un falso dilema. No es eso lo que Cristo requiere de quienes creemos en Él. Él únicamente nos pide que pongamos nuestra vida en la relación adecuada y correcta, tanto con la materia como con el espíritu.

Porque el hecho de que en el evangelio el mundo espiritual tenga prioridad no significa que debamos ignorar o menospreciar impunemente el mundo material. Por eso, el cristiano que honra el mundo del espíritu tal como éste se nos revela en la Biblia descubrirá que al hacerlo terminará indefectiblemente incorporando y dignificando a la materia, confiriéndole un significado más elevado que el reconocimiento excluyente y desmedido que reclama para ella el materialismo ateo a lo Marx, y promoviendo entonces una verdadera y bien fundamentada ecología cristiana, pues la materia juega un insoslayable e importante papel en la vida cristiana.

Hallándose, entonces, plenamente justificada la necesidad de una auténtica ecología impulsada por legítimos motivos cristianos, hay que marcar algunas diferencias adicionales entre ella y la ecología secular. La primera es que la ecología cristiana no puede dejarse arrastrar por el excesivo alarmismo que caracteriza a la ecología secular. En especial en temas tales como el del calentamiento global. El mismo Lovelock, con todo y proponer la teoría Gaia, le bajaba el tono al grado de responsabilidad que asignaba a la especie humana en el actual calentamiento global señalando cómo, a lo largo de la historia del planeta, ya ha habido otros ciclos similares de calentamiento y enfriamiento cuando la especie humana aún no habitaba este planeta o estaba todavía muy lejos de poseer la tecnología necesaria para generar algún impacto perceptible y significativo en su medio ambiente para bien o para mal. En el mismo orden de ideas Álvaro Vargas Llosa sostiene que: “Reflexionar y discutir acerca del calentamiento global es algo bueno… Pero generar una psicosis a partir de investigaciones que están aún en pañales… es quizás el peor caso de ‘balas amigas’ jamás producido por la mala conciencia occidental”

En efecto, la mala conciencia occidental considera “políticamente incorrecto” desestimar en algo la gravedad del calentamiento global y la determinante culpa que le cabe al ser humano por esta situación, sin llegar por eso a negarlo. Los “profetas del desastre” están a la orden del día poniendo sobre nuestros hombros, además de nuestras culpas ya cotidianas, una culpa ecológica adicional demasiado pesada para poder sobrellevarla, pues cualquier medida cautelar que podamos implementar hoy para tratar de evitar los escenarios apocalípticos anunciados y explotados por Hollywood, no dejan de ser más que frustrantes “paños de agua tibia” ante la dimensión del desastre inminente.  Medidas tales como clasificar las basuras, no contaminar, no usar productos en aerosol, racionar el agua y la energía eléctrica y otras medidas menores, que por costos, son tal vez las únicas que estamos en condiciones de implementar en los países tercermundistas, por contraste con el primer mundo que es sobre el papel, el principal responsable del llamado “efecto invernadero” que presuntamente da origen, y que ciertamente agrava de manera notoria, el calentamiento global.

Y si bien es cierto que, como ya se dijo, la responsabilidad ecológica está incluida dentro del mandato cultural dado por Dios al hombre en el Edén cuando lo comisionó: “… para que lo cultivara y lo cuidara” (Génesis 2:15); también lo es que el mundo no se acabará por el irresponsable ejercicio de la voluntad humana que explota de manera no sostenible los recursos naturales, ni tampoco se arreglará de manera definitiva ni siquiera con las más perfectas y recomendables medidas cautelares que llevemos a cabo con esmero ꟷambas presuntuosas afirmaciones implícitas en el discurso del humanismo secularꟷ. Por eso, sin perjuicio de nuestros esfuerzos en este último sentido, debemos entender que muchos desastres naturales como los huracanes, inundaciones y demás imputados en muchos casos al calentamiento global y, por ende, a la irresponsabilidad humana, escapan en gran medida a nuestra responsabilidad individual.

Todos estos son y seguirán siendo un producto de la Caída en pecado, no sólo del hombre, sino de los ángeles, trayendo como consecuencia lo revelado por el apóstol Pablo: “La creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación todavía gime a una, como si tuviera dolores de parto” (Romanos 8:19-22), aligerando en algo el peso de nuestra culpa personal, pues es la voluntad de Dios y no la humana la que marca el final de este mundo y también es su voluntad la que dará inicio al mundo renovado. Pero esto no significa que nosotros no tengamos responsabilidad en ello y debamos salvarla correctamente y con esmero en la medida de nuestras posibilidades.

El cristianismo cree, entonces, en una especie de gloriosa “ecología” escatológica que se realizará en toda su plenitud al final de los tiempos, pero que ya ha comenzado hoy en nosotros con la inauguración del reino de Dios llevada a cabo por Cristo en su primera venida. Lo que la Biblia llama la “nueva creación”. Porque en la Biblia se nos revela también que no existe una sola creación, sino dos: la vieja creación narrada en el primer capítulo del Génesis, que por causa del pecado humano se vio frustrada y quedó sometida a la corrupción y el irreversible deterioro que experimentamos y lamentamos desde entonces, que se hace incluso evidente para la ciencia en la entropía (nombre que recibe la segunda ley de la termodinámica que, en términos sencillos y populares, afirma lo que la experiencia humana cotidiana confirma: esto es, que dejado a su suerte, todo tiende al desorden y al deterioro); y la nueva creación inaugurada con la resurrección de Cristo con un cuerpo inmortal, glorioso e incorruptible que no padece, por lo tanto del deterioro al que se halla sometida la vieja creación.

No obstante, mientras llega este momento culminante y final de la historia humana, los creyentes debemos ser conscientes de la gran amplitud e inimaginables posibilidades que abarca el proyecto total de vida al que la fe nos da entrada, justificando de sobra la prioridad que Pablo le da a la nueva creación: “Para nada cuenta estar o no estar circuncidados; lo que importa es ser parte de una nueva creación” (Gálatas 6:15). Por todo lo anterior, la ecología cristiana no debe desesperar ni esperar el cumplimiento de estas promesas al final de los tiempos para comenzar a operar, sino que debe hallarse en ejercicio desde el mismo momento en que un ser humano experimenta la conversión a Cristo e ingresa así en la nueva creación y se convierte entonces en un ecologista cristiano comprometido también con el cuidado de su entorno y del medio ambiente en general.

No por nada, a la vista del actual estado de cosas en nuestro entorno, el restablecimiento del paraíso terrenal ha sido el propósito de muchas de las empresas humanas a través de la historia, y en especial de las numerosas utopías de la modernidad que han pretendido establecer el reino de Dios en la tierra mediante iniciativas autónomas y esfuerzos netamente humanistas y secularistas, desligados y sin referencia alguna a Dios que es justamente Aquel que define y le da nombre a este reino. Estos intentos, a pesar de estar en principio bien motivados, siempre concluyen de manera nefasta precisamente por excluir a Dios del proceso, pues pretender establecer un reino prescindiendo del Rey es incurrir de entrada en una contradicción de términos. Y la iglesia tiene responsabilidad en ello al no entender que desde Pentecostés vive ya en medio de los últimos tiempos y estos no son algo reservado para el estudio en los últimos capítulos de nuestras teologías sistemáticas.

Después de todo el Señor Jesucristo nos indicó que el reino de Dios ya se encuentra operando entre nosotros, la iglesia, de tal modo que: “No van a decir: “¡Mírenlo acá! ¡Mírenlo allá!” Dense cuenta de que el reino de Dios está entre ustedes” (Lucas 17:21), como consecuencia de lo cual los cristianos debemos procurar instaurar en la sociedad de la que formamos parte, las condiciones de “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17), que caracterizan al reino de Dios, recordando no obstante que éstas no alcanzarán nunca la plenitud que sólo podrán adquirir por fin en la consumación de los tiempos, cuando Jesucristo, el Rey mismo, destruya lo imperfecto y corruptible y cree lo perfecto e incorruptible, inaugurando formalmente ese cielo nuevo y esa tierra nueva en los que habitará la justicia, otorgando a los suyos de nuevo el inmerecido y perdido derecho de acceder al paraíso en sus aspectos terrenales que evocan las condiciones pletóricas del jardín del Edén, pues: “… Al que salga vencedor le daré derecho a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios” (Apocalipsis 2:7)

Mientras ese momento llega, la ecología cristiana se encuadra en el cuidado de la naturaleza y en el respeto a ella, puesto que como lo dijo Francis Bacon: “A la naturaleza no se la vence sino obedeciéndola”, lo cual incluye, dicho sea de paso, el respeto al sexo con el que la naturaleza nos dotó y el trabajo para construir nuestra identidad como individuos en conformidad con él y no en contravía con él. En efecto, la naturaleza posee leyes dadas por Dios que no pueden violarse impunemente. La ciencia las estudia para luego servirse selectivamente de ellas para beneficio propio; pero aun así tiene que enfrentar los indeseables y dolorosos efectos colaterales que el uso y abuso de la naturaleza ha traído sobre el género humano. La naturaleza siempre pasa cuenta de cobro de manera inapelable cuando se le falta al respeto, dándole así la razón a los aspectos de la teoría Gaia que hablan sobre las represalias que Gaia tomaría sobre quienes la atacan.

Sin embargo, los cristianos no debemos nunca olvidar que no se trata propiamente de Gaia o de la naturaleza, puesto que por encima de ella se encuentra Dios, el creador de la naturaleza y quien diseñó las leyes que la rigen. Así, pues, mientras la ciencia se refiere tan sólo a la “naturaleza” como una realidad dada, impersonal e inapelable; los creyentes apelan más bien a Dios como creador de la naturaleza, un Dios personal que no ha renunciado nunca a su dominio providente sobre ella, puesto que: “Él [es decir, Cristo] es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente” (Colosenses 1:17). Dios no se ha ausentado de su creación, sino que la sustenta y le sigue brindando toda la coherencia que posee como un todo, sin que el pecado de sus criaturas logre malograr significativamente esta coherencia más allá del daño que infligimos a nuestro entorno inmediato que más temprano que tarde se vuelve contra nosotros.

De hecho, la armonía manifiesta que aún se puede apreciar en la naturaleza a pesar de los efectos que la caída ha tenido sobre ella, pasa por el hecho de que aún la criatura o el ser más modesto tienen un lugar y un papel que cumplir dentro de ella, contribuyendo así a su grandeza y óptimo funcionamiento. Y si bien la caída trajo una significativa y dolorosa dosis de hostilidad de la naturaleza hacia el ser humano y viceversa, de tal modo que las plagas, los parásitos, las bacterias y los virus patógenos parecen ser salidas en falso de la naturaleza que deberían ser eliminadas; lo cierto es que ya se ha establecido que, de lograr erradicarlas del todo, los efectos colaterales de ello llegan a ser más graves y perjudiciales para nuestro entorno y la supervivencia de nuestra especie que los problemas que se pretenden resolver al eliminarlos. Así, pues, el problema del mal y del dolor en el mundo no es un argumento lo suficientemente sólido como para pasar por alto la armonía que subyace en toda la naturaleza y que otorga a sus creaciones más modestas su correspondiente honor y dignidad.

En consecuencia, la moralidad que todo ser humano posee en mayor o menor grado como dotación recibida de Dios en virtud de su imagen y semejanza plasmada en cada uno de nosotros, incluye aquella que se extiende hasta nuestra responsabilidad ecológica, de donde los pecados no sólo los cometemos contra Dios, contra nuestro prójimo y contra nosotros mismos cuando dañamos de manera autodestructiva nuestra propia naturaleza humana individual, sino que los pecados también podemos llegar a cometerlos de manera directa contra la naturaleza  y la creación y Dios también nos pedirá cuenta de ello, como sucede, por ejemplo, una vez más y a riesgo de ser reiterativos, con las prácticas homosexuales, respecto de las cuales la Biblia declara: “… las mujeres cambiaron las relaciones naturales por las que van contra la naturaleza. Asimismo los hombres… y en sí mismos recibieron el castigo que merecía su perversión” (Romanos 1:26-27), haciendo así de la ideología LGBTI también un atentado ecológico directo contra el correcto funcionamiento del ecosistema en el que nos encontramos. No olvidemos que el dominio que el ser humano recibió sobre la creación nunca ha dejado de ser un dominio delegado del que finalmente tendremos que dar cuenta. Después de todo: “Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan” (Salmo 24:1) y su dueño pide cuentas de ella y castiga a los administradores o mayordomos infieles que, en vez de cultivarla y cuidarla, la explotan y la destruyen: … pero ha llegado tu castigo, el momento de juzgar a los muertos… y de destruir a los que destruyen la tierra.»” (Apocalipsis 11:18).

Esta precisión es necesaria puesto que, aún en ciertos círculos cristianos se argumenta que el dominio sobre los animales y la naturaleza en general otorgado por Dios al hombre lo autoriza para destruirla y ese es un entendimiento muy equivocado y sacado de contexto de lo que significa verdaderamente el dominio humano sobre la naturaleza. Ahora bien, como lo expresa Gary North: “El hombre tiene que ejercer dominio. Es parte de su naturaleza hacerlo”. En efecto, ejercer dominio es propio de la condición humana con la que Dios nos dotó desde que fuimos creados. Tanto así que ejercer dominio, más que una necesidad del género humano, es una obligación de cuyo cumplimiento tendremos que dar cuenta. Porque el dominio humano es un dominio relativo y no opcional en la medida en que nos ha sido delegado y ordenado al mismo tiempo por Dios, que es quien en última instancia ejerce el dominio absoluto sobre su creación por medio de su Hijo Jesucristo.

El ser humano nunca puede, pues, ceder ni eludir la obligación de ejercer dominio que le ha sido delegada por Dios, pero debería haber ejercido este dominio de acuerdo con las pautas justas establecidas por Aquel que le otorgó esta facultad y le pedirá cuentas de ella en su momento. Nuestro fracaso consiste, precisamente, en que al ejercer el dominio al que hemos sido llamados, hemos desechado las justas y constructivas pautas reveladas por Dios para ello y hemos permitido que sea el pecado quien ejerce su dominio opresivo y destructivo sobre nosotros para nuestro propio perjuicio, el de nuestros allegados y el de nuestro entorno vital, dándole de paso ocasión a Satanás para ejercer a su vez un dominio de hecho sobre la humanidad caída que queda así –aún sin proponérselo expresamente– al servicio de su ancestral rebelión contra Dios condenada también al fracaso.

La fe en Cristo tiene el potencial de revertir favorablemente este estado de cosas, facultándonos en primer lugar para no dejarnos dominar, sino, por el contrario, comenzar a ejercer un dominio eficaz sobre los apetitos de nuestra propia naturaleza pecaminosa y, de manera consecuente, llegar a ejercer también un constructivo y amigable dominio sobre nuestro entorno en preparación para ese momento en que participemos del cumplimiento de lo anunciado por el apóstol Juan en el libro del Apocalipsis: “De ellos hiciste un reino; los hiciste sacerdotes al servicio de nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra.»” (Apocalipsis 5:10). Nuestra preparación para reinar con Cristo sobre la tierra requiere así que nos entrenemos ahora asumiendo nuestra responsabilidad ecológica en la tierra, para poder ejercerla luego con Él sobre toda la tierra renovada y recreada en su regreso.

En un reciente artículo en la revista digital Pensamiento Protestante el Dr. Alfonso Ropero Berzosa nos recordaba una de las imágenes tradicionales de la iglesia como barca y el papel que esta imagen ha desempeñado en la manera en que la iglesia se ve a sí misma a lo largo de la historia. Por supuesto, el arca de Noé es uno de los referentes obligados más importantes para alimentar esta imagen, sin perjuicio del recurso a ella en el resto de las Escrituras en general y en los evangelios en particular por parte de nuestro Señor Jesucristo en las inmediaciones del Mar de Galilea y la actividad de pesca alrededor de él. El contenido ecológico del Arca de Noé no puede ser pasado por alto por ningún lector ni observador desprevenido y desprejuiciado. El Dr. Ropero nos conduce desde este simbolismo al que llegó a adquirir en nuestros días el barco “Esperanza” de la organización ecologista Greenpeace, pionera en temas ecológicos y ambientalistas.

En este marco el Dr. Ropero nos advierte: “La sociedad humana está en peligro porque ha dañado grandemente al planeta. Si queremos salvar al ser humano, en cuerpo y alma, urge también salvar al planeta, su foresta y su vida salvaje; sus ríos y sus glaciares. Hasta no hace tantos años, por aquello de que la vida es breve y encima un valle de lágrimas, la preocupación primera de las iglesias, aparte de consolidar los gobiernos constituidos y servir de guardián de la moral, era la salvación del alma, consolando a los sufrientes con la esperanza de una dicha gloriosa en el cielo, a modo de compensación por los males sufridos en la tierra. Esto esbozado en trazos gruesos. Desde aquel tiempo a esta parte ha llovido mucho y se puede decir que el cristianismo ya no es lo que era”, sintetizándolo un poco más adelante de este concluyente modo: “La preocupación por la justicia ecológica, pues, está en consonancia con el cometido soteriológico del cristianismo que es la salvación de la persona en su situación y momento histórico”.

Pasa luego a señalar la pertinencia de libros como los del teólogo español Xabier Pikaza diciendo: “La ecología, como argumenta Xavier Pikaza en su reciente e importante obra ‘La alternativa ecológica’, se ha convertido en el signo de los tiempos presentes, la cual obliga a la iglesia, a todas las iglesias, a escuchar, dialogar y actuar juntamente con la sociedad civil, recordando que, entre otras cosas, los cristianos están el mundo como levadura en la masa, como sal de la tierra, como comunidad de renovación y reconciliación. Lo que hoy está en juego no es sólo el daño hecho al ecosistema, sino que el efecto de ese destrozo afecta primera y principalmente a los de siempre, a los pobres, a los marginados, a los desheredados de la tierra, a los que menos contaminan y que, sin embargo, más sufren los efectos de la contaminación de los países ricos” que justifica también las denuncias hechas por teólogos como Leonardo Boff  en el marco de la teología de la liberación en cuanto a que: “La lógica que explota a las clases y somete a los pueblos a los intereses de unos pocos países ricos y poderosos, es la misma que depreda la Tierra y expolia sus riquezas, sin solidaridad para con el resto de la humanidad y las generaciones futuras”.

Ante este panorama Xabier Pikaza hace la siguiente reflexión: “Tras ese recorrido de progreso [y a mi juicio, “progreso” debería venir aquí entre comillas], volvemos a escuchar la palabra de Jesús: ‘¿De qué os vale ganar el mundo entero si al hacerlo os perdéis a vosotros mismos?’”. Lo cual no deja de recordar un libro de sermones seleccionados que el teólogo Paul Tillich escribiera por allá a comienzos de la segunda mitad del siglo XX con el siguiente sugestivo e inquietante título: Los cimientos de la tierra se conmueven,en donde, refiriéndose a los salmos que utilizan poéticamente esta imagen gráfica de los cimientos mismos de la tierra remeciéndose de manera amenazante y destructiva, nos dice con gravedad: “Tales palabras…  Hoy debemos tomarlas en serio… ‘Los cimientos de la tierra se conmueven’… ya no es solamente una metáfora poética para nosotros sino una dura realidad”.

Para ello aducía que el vertiginoso desarrollo escenificado en el mundo en la época moderna y posmoderna, llamado por muchos “progreso”, ha traído efectos colaterales que hacen dudoso el seguirlo llamando de este modo sin reservas. En efecto, el hombre de hoy, en palabras de Tillich: “ha sometido los cimientos de la vida, del pensamiento y de la voluntad a su voluntad. Y su voluntad ha sido la destrucción”. Aún los científicos, decantado ya el entusiasmo inicial generado por las posibilidades que la ciencia ofrecía, han tenido que reconocer que hoy como nunca nos encontramos en condiciones de labrar, literal y materialmente, nuestra propia destrucción. Por eso las profecías bíblicas que apelan a esta imagen, interpretadas habitualmente en sentido figurado, parecen estarse cumpliendo hoy al pie de la letra. Recuerdo también a este respecto que el caricaturista argentino “Quino”, fallecido en el 2020 y autor de la inolvidable Mafalda, hacía referencia a esto en una de sus agudas viñetas gráficas cargada de humor negro, indicando cuadro a cuadro cómo el hombre de hoy ha estado escribiendo, paralelo al relato escritural, un “Moderno Testamento” muy peculiar donde narra el “génesis” de su propio fin.

En efecto, los cimientos de la tierra se conmueven, pero esta conmoción caótica de los propios cimientos que estamos experimentando en el plano de la depredación de la naturaleza comienza siempre en el interior mismo del individuo en lo que podríamos llamar la “conmoción personal” del hombre y se extiende a la sociedad con sus instituciones y su correspondiente resquebrajamiento, es decir, la “conmoción cultural”; terminando en los preocupantes, drásticos, irreparables y autodestructivos daños infligidos por los hombres a su propio entorno natural, que podríamos designar finalmente como la “conmoción natural”. Ante este preocupante panorama en el cual ya no es posible hallar asideros firmes que nos brinden un piso sólido en medio de este derrumbamiento generalizado, la iglesia no puede pasar agachada y presumir que Dios la preservará en medio de este trance si no entendemos que la evangelización y el discipulado debe incluir como consecuencia natural nuestras responsabilidades ecológicas.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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