Decía John Stott que: “La vida es una peregrinación de un momento de desnudez a otro” en probable alusión a las palabras del patriarca Job, quien consignó en el libro que lleva su nombre: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo he de partir” (Job 1:21), convicción con la que procuró ver su situación en una perspectiva que le permitiera sobreponerse a la dureza de su prueba, trascendiendo así su más estrecha e inmediata perspectiva para asumir una diferente que le permitiera evaluar su lastimosa condición sin sacrificar su esperanza ni perder su confianza en Dios. Pero lo cierto es que la desnudez tiene en las Escrituras connotaciones negativas desde el punto de vista teológico, y no propiamente desde el punto de vista moral asociado a las buenas costumbres que han terminado vinculándola con la impudicia y el descaro exhibicionista de índole eminentemente sensual y sexual que transgrede los usos socialmente establecidos en el marco del mínimo pudor; sino que está fundamentalmente asociada a la vergüenza de nuestro pecado delante de Dios. Leonardo Da Vinci afirmaba que: “El único animal que se avergüenza de su desnudez es el hombre”, afirmación cierta, debido, precisamente, a que el ser humano no es un animal meramente, pues la dignidad humana está ligada a sus vestiduras. Por eso Roberto Rivera decía de manera lapidaria: “Es imposible conservar el orgullo cuando alguien te ha visto sin ropa” y C. S. Lewis sostenía incluso que la individualidad del ser humano está ligada al vestuario, pues: “… Desde tiempos inmemoriales el hombre desnudo ha sido para nuestros antepasados no el hombre natural sino el anormal… la desnudez realza lo común de la humanidad y quita voz a lo que es individual”.
En conexión y en línea con esto, Dios se refirió así a este asunto al dirigirse a su pueblo Israel, personificado en una mujer que lo simboliza, por intermedio del profeta, con estas palabras: “… »”Tú te desarrollaste, y creciste y te hiciste mujer. Y se formaron tus senos, y te brotó el vello, pero tú seguías completamente desnuda. »”Tiempo después pasé de nuevo junto a ti, y te miré. Estabas en la edad del amor. Extendí entonces mi manto sobre ti, y cubrí tu desnudez. Me comprometí e hice alianza contigo, y fuiste mía. Lo afirma el Señor omnipotente” (Ezequiel 16:7-8). Por esta razón, la desnudez alude a la culpa que el pecado ha acarreado sobre todo el género humano. Es así como, con la única excepción de la mención que de ella se hace antes de la caída en estos términos: “En ese tiempo el hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza” (Génesis 2:25); todas las posteriores alusiones bíblicas a la desnudez se refieren a ella en términos reprobatorios, como en el caso de Noé cuando se embriagó en su tienda y fue objeto de la burla de su irrespetuoso hijo Cam: “Cam, el padre de Canaán, vio a su padre desnudo y fue a contárselo a sus hermanos, que estaban afuera” (Génesis 9:22). Tanto así que el Señor estableció las siguientes medidas para los sacerdotes y sus características actividades en el santuario con su correspondiente altar: “Y mi altar no debe tener escalones, para que al subir ustedes no muestren la parte desnuda del cuerpo” (Éxodo 20:26 DHH); añadiendo luego: “Les harás calzoncillos de lino para cubrir su desnudez; llegarán desde los lomos hasta los muslos” (Éxodo 28:42 LBLA). Es por eso que la historia de la humanidad podría resumirse en una búsqueda universal y permanente por encontrar algo con lo cual cubrir nuestra desnudez espiritual, nuestra vergüenza, nuestra culpa, no propiamente ante los ojos de los demás hombres; sino ante los de Dios, como procuraron hacerlo nuestros primeros padres: “El hombre contestó: ꟷEscuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí” (Génesis 3:10).
Y en este propósito sólo existen dos posibilidades: intentar cubrirnos infructuosamente con delantales de hojas de higuera: “En ese momento se les abrieron los ojos, y tomaron conciencia de su desnudez. Por eso, para cubrirse entretejieron hojas de higuera” (Génesis 3:7), figura que representa la multitud de estériles y precarias obras y esfuerzos humanos por acallar nuestra conciencia y justificarnos delante de Dios, todos los cuales están condenados al fracaso, pues en último término: “Estamos completamente contaminados e inmundos de pecado. Todas nuestras buenas obras son como inmundos harapos. Como hojas de otoño nos decoloramos, nos marchitamos y caemos. Como viento, nos arrastran nuestros pecados” (Isaías 64:6 NBV); o cubrirnos con las túnicas de pieles misericordiosamente provistas para este fin por el mismo Dios: “Dios el Señor hizo ropa de pieles para el hombre y su mujer, y los vistió” (Génesis 3:21), que evocan el cruento sacrificio de un animal que muere en sustitución del pecador, noción que culmina con el voluntario y abnegado sacrificio expiatorio de Cristo, justamente llamado el Cordero de Dios (Juan 1:29), inmolado por nuestros pecados y que ha probado ser el único medio eficaz para cubrir la desnudez que nos impedía relacionarnos favorablemente con Dios. A los que insisten en lo primero desechando lo último el Señor los amonesta así: “… te aconsejo que de mí compres… ropas blancas para que te vistas y cubras tu vergonzosa desnudez…” (Apocalipsis 3:17-18), advirtiendo finalmente: “«¡Cuidado! ¡Vengo como un ladrón! Dichoso el que se mantenga despierto, con su ropa a la mano, no sea que ande desnudo y sufra vergüenza por su desnudez.»” (Apocalipsis 16:15).
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