La Biblia no establece por norma un momento determinado del día para destinarlo a la oración devocional de exclusiva dedicación. Los salmos registran que la oración de David tenía lugar indistintamente en la mañana, en la tarde o en la noche: “Pero yo clamaré a Dios, y el Señor me salvará. Mañana, tarde y noche clamo angustiado, y él me escucha” (Salmo 55:16-17), práctica que parece haber sido seguida también por el profeta Daniel de manera formal, quien “tenía por costumbre orar tres veces al día” (Daniel 6:10). Sin embargo, la experiencia cristiana y el sentido común nos indican que, salvo puntuales excepciones, restringir la oración habitual y cotidiana a los últimos momentos del día no es lo más conveniente. C. S. Lewis decía al respecto que: “Nadie en su sano juicio dejaría sus principales oraciones para la hora de acostarse: indudablemente, la peor hora para cualquier acto que requiera concentración. Mi plan, cuando estoy apurado, es aprovechar cualquier momento y lugar, aun cuando fuesen inapropiados, mejor que el último momento”. Afirmación respaldada, entonces, en primer lugar, por el hecho de que normalmente a estas alturas la capacidad de atención y concentración está ya muy mermada por el cansancio y los rigores de la jornada laboral, de lo cual se sigue que, de hacerlo así, estaremos de algún modo acudiendo a Dios con nuestros “restos” en vez de ofrecerle nuestras “mejores primicias”, como nos lo indican las Escrituras al ordenar: “»Lleva tus mejores primicias a la casa del Señor tu Dios…” (Éxodo 34:26); y “Honra al Señor con tus riquezas y con los primeros frutos de tus cosechas” (Proverbios 3:9); instrucción que no puede restringirse al producto material de nuestro trabajo, sino también a la calidad de nuestro tiempo de oración, situación que nos recuerda el inquietante contraste entre la ofrenda de Abel y la de su hermano Caín.
En efecto, del primero de ellos se dice que se esmeró y “presentó al Señor lo mejor de su rebaño”, mientras que el segundo tan sólo trajo “una ofrenda del fruto de la tierra”, como quien cumple mecánicamente una formalidad, detalle que parece haber incidido en el hecho de que el Señor mirara “con agrado a Abel y a su ofrenda” pero no hiciera lo mismo con la de Caín (Génesis 4:3-5). Por otra parte, dejar la oración para el final del día puede dar la impresión de que ésta es un recurso tardío o de último momento para quien así lo hace, contrario a lo afirmado en las Escrituras en el sentido de que la oración debe ser la primera y continua instancia de apelación a Dios y una expresión de humilde dependencia de Él en toda circunstancia, como lo ilustra claramente la parábola de la viuda y el juez injusto: “Jesús les contó a sus discípulos una parábola para mostrarles que debían orar siempre, sin desanimarse. Les dijo: «Había en cierto pueblo un juez que no tenía temor de Dios ni consideración de nadie. En el mismo pueblo había una viuda que insistía en pedirle: ‘Hágame usted justicia contra mi adversario’. Durante algún tiempo él se negó, pero por fin concluyó: ‘Aunque no temo a Dios ni tengo consideración de nadie, como esta viuda no deja de molestarme, voy a tener que hacerle justicia, no sea que con sus visitas me haga la vida imposible’». Continuó el Señor: «Tengan en cuenta lo que dijo el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará mucho en responderles?” (Lucas 18:1-7); pregunta retórica que justifica e incentiva, por tanto, la necesidad de acudir día tras día a Dios en oración, con alegría, paciencia y sin desmayar: “Alégrense en la esperanza, muestren paciencia en el sufrimiento, perseveren en la oración” (Romanos 12:12); con una disposición permanente a apelar a Él con espontaneidad y naturalidad, a las primeras de cambio.
Así expresa esta idea el Nuevo Testamento: “Oren en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manténganse alerta y perseveren en oración por todos los santos” (Efesios 6:18); “oren sin cesar, den gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5:17-18). En un contexto como éste, es apenas lógico y razonable que la Biblia favorezca tácitamente las horas de la mañana para acudir a Dios en oración, como está implícito en las variadas oraciones del salmista, entre las que podemos señalar los siguientes botones de muestra: “Por la mañana, Señor, escuchas mi clamor; por la mañana te presento mis ruegos, y quedo a la espera de tu respuesta” (Salmos 5:3); “A ti clamo: «¡Sálvame!» Quiero cumplir tus estatutos. Muy de mañana me levanto a pedir ayuda; en tus palabras he puesto mi esperanza” (Salmo 119:146-147); “Todo mi ser te desea por las noches; por la mañana mi espíritu te busca. Pues, cuando tus juicios llegan a la tierra, los habitantes del mundo aprenden lo que es justicia” (Isaías 26:9). Después de todo, las respuestas de Dios a nuestras oraciones se verifican también cada mañana cuando tenemos el privilegio de despertar a un día más de vida, una señal de que, por difíciles que puedan ser a veces las cosas: “El gran amor del Señor nunca se acaba, y su compasión jamás se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad!” (Lamentaciones 3:22-23). Convicción que debería conducirnos a que nuestro primer pensamiento cada mañana sea Dios y nuestro primer impulso sea acudir a Él sin dilación para agradecerle con fresca lucidez, humildad y rendida entrega por los múltiples beneficios inmerecidos que renueva sobre nosotros cada día y sus orientadores y provechosos consejos e instrucciones en Su Palabra, a la manera del profeta: “El Señor… Todas las mañanas me despierta, y también me despierta el oído, para que escuche…” (Isaías 50:4).
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