Uno de los atributos de Dios es la invariabilidad, que significa que Dios no cambia a través del tiempo, sino que manifiesta siempre el mismo carácter que ya ha revelado de sí mismo en la historia sagrada, de modo que en último término los creyentes podemos confiar en Él, porque sabemos que su amor y su carácter, santo, justo y misericordioso permanece y no cambia nunca en relación con sus criaturas y en particular con nosotros, Sus hijos. Sin embargo, esto no significa que Dios sea impasible, como lo plantearon los filósofos griegos, pues si bien la impasibilidad implica la invariabilidad, también implica o sugiere la insensibilidad e indiferencia de Su parte hacia sus criaturas, algo ajeno al ser de un Dios que decidió hacerse hombre por nosotros y sufrir la bien llamada “pasión” de Cristo para redimirnos. La insensibilidad es, además, propia de los ídolos que: “…Tienen boca, pero no pueden hablar; ojos pero no pueden ver… oídos, pero no pueden oír…” (Salmo 135:15-18), en marcado contraste con el Dios vivo y verdadero revelado y encarnado en Jesucristo, de quien el autor sagrado nos asegura que: “Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Hebreos 4:14-16)
La compasión de Cristo
“Los ídolos son insensibles a nuestras luchas, pero Cristo no porque las vivió en carne propia para comprendernos y ayudarnos”
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