En las condiciones actuales de nuestra existencia y en el marco temporal en el que nuestra vida se desenvuelve, la impunidad es una realidad que afecta siempre de algún modo todos los aspectos de la actividad humana, desde los más personales, íntimos y privados, hasta los abiertamente sociales y comunitarios, pasando por los que conciernen a nuestro entorno familiar inmediato, en la medida en que las instancias de autoridad humanas que deberían hacer justicia, no logran hacerla como deberían, ya sea debido a la corrupción del sistema, o a sus limitaciones inherentes a causa de la imposibilidad de exponer y probar los hechos más allá de la duda razonable, circunstancia que hace de los tecnicismos legales un medio para fomentar e institucionalizar en muchos casos la impunidad que no logra castigar al transgresor como su transgresión lo merecería. Pero la impunidad es al final de cuentas un engaño, pues por más que logremos mantener ocultos nuestros pecados, incluyendo aquellos que adquieren dimensión delictiva, del escrutinio de las autoridades, el pecado nunca nos deja indemnes y siempre mancha y afecta para mal en algún sentido nuestra condición personal y nuestra calidad de vida y la de aquellos a quienes amamos, vinculados a nosotros de tal manera que los efectos de nuestros pecados terminan de un modo u otro afectándolos también a ellos. Y no es de extrañar que así sea, pues ya sea ahora o al final: “Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hebreos 4:13)
El engaño de la impunidad
“La impunidad es siempre temporal, pues tarde o temprano todo pecado oculto no confesado y corregido es descubierto y castigado”
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