Decía Blas Pascal que: “Nada es más cobarde que fingirse valiente delante de Dios”. Algo que a primera vista suena contradictorio, pues la cobardía y la valentía son nociones enfrentadas y antagónicas. La primera es despreciada y censurable: “Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los que cometen inmoralidades sexuales, los que practican artes mágicas, los idólatras y todos los mentirosos recibirán como herencia el lago de fuego y azufre. Esta es la segunda muerte»” (Apocalipsis 21:8). La segunda es elogiada y deseable: “Solamente sé fuerte y muy valiente. Cuídate de cumplir toda la ley que Moisés Mi siervo te mandó. No te desvíes de ella ni a la derecha ni a la izquierda, para que tengas éxito dondequiera que vayas. »Este libro de la ley no se apartará de tu boca, sino que meditarás en él día y noche, para que cuides de hacer todo lo que en él está escrito. Porque entonces harás prosperar tu camino y tendrás éxito. ¿No te lo he ordenado Yo? ¡Sé fuerte y valiente! No temas ni te acobardes, porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas».” (Josué 1:7-9). Con todo, a no ser que estén en juego asuntos de vida o muerte, el cobarde no suele generar más que algo de fastidio en los que lo rodean, sobre todo si su cobardía se limita a asuntos triviales como, por ejemplo, el miedo a los ratones o el temor a las inyecciones, entre otros tantos.
Pero lo que si puede agravar la cobardía y la percepción que otros tienen del cobarde es el fingimiento ostentoso y desafiante por el cual éste presume ser valiente sin serlo. Podemos tolerar la cobardía por sí sola, pero no la cobardía unida a la hipocresía: “… «Cuídense de la levadura de los fariseos, o sea, de la hipocresía” (Lucas 12:1). Y esto es así porque sabemos a qué atenernos con un cobarde en una situación extrema, pero no con el que además de cobarde, es hipócrita. En otras palabras, no estamos engañados ni con expectativas irreales respecto del cobarde manifiesto, pero si lo solemos estar en el caso del cobarde encubierto que presume de valentía, con evidente riesgo para nuestra vida si, engañados, hemos depositado nuestra confianza en quien creíamos valiente. Por eso la cobardía máxima es la del cobarde que se finge valiente. Porque aún para reconocerse cobarde se requiere algún grado de humilde valentía. Valentía mínima de la que carece el cobarde que finge. Ahora bien, el ser confrontados personalmente por un Dios justo y santo debería ser algo intimidante en grado sumo para toda persona consciente de su pecado. Aquí la cobardía estaría más que justificada para todos los seres humanos y debería incluso ser la norma. Ante Dios el tratar de huir por nuestra vida sería algo de simple sentido común.
Es, pues, inútil pretender resistirnos y luchar contra Dios fingiendo valentía y la única manera de triunfar cuando nos enfrentamos a Dios es, entonces, rindiéndonos por completo a Él. Dos personajes sirven para ilustrar esta equivocada actitud. El primero es Juliano el Apóstata, que como su sobrenombre lo indica, apostató o abandonó el cristianismo después de haberlo profesado de joven y ya como emperador, utilizó todo su poder para destruir al cristianismo y restaurar de paso el viejo paganismo, sin obtener el éxito esperado en ninguno de los dos propósitos. Cuenta la tradición que, herido de muerte en el campo de batalla en una campaña contra los persas, tomó polvo en su mano y levantando el puño cerrado hacia el cielo, arrojó el polvo hacia él pronunciando al mismo tiempo con amargura estas palabras: “¡Venciste, galileo!” y después de ello murió.
Es posible que este episodio sea legendario y haya sido divulgado por los cristianos. Pero lo que si es cierto es que el secretario del partido comunista soviético Josef Stalin, cuando yacía moribundo presa de horribles alucinaciones, súbitamente se incorporó a medias en su lecho, levantó un puño al cielo una vez más y cayó muerto. Así lo narró su propia hija a Malcolm Muggeridge durante la preparación de una producción sobre la vida de su padre para la BBC de Londres. Porque lo único que se logra al fingir valentía ante Dios es, como en el caso del emperador romano Juliano, apodado “El Apóstata”, o el más reciente de Josef Stalin; un puño impunemente levantado al cielo, en postrero y desesperado gesto de fingida pero totalmente infructuosa valentía, al mejor estilo de la sentencia bíblica: “El impío se ve atormentado toda su vida, el desalmado tiene los años contados… y todo por levantar el puño contra Dios y atreverse a desafiar al Todopoderoso” (Job 15:20, 25).
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