Chesterton señalaba con estas palabras la disyuntiva a la que nos vemos enfrentados todos a lo largo de nuestras vidas en lo que tiene que ver con Dios: “Todo el que no deja que se ablande su corazón tendrá que sufrir que se le reblandezca el cerebro”. Y más allá de la íntima y estrecha relación biológica que puedan guardar entre sí desde el punto de vista físico o material, lo cierto es que la cabeza y el corazón, o si se prefiere, el pensamiento y la voluntad, se encuentran también íntimamente ligados entre sí en una relación de tensa interdependencia mutua que no permite que el uno se vea afectado sin afectar a la otra. Uno de los argumentos típicos utilizados por los detractores del evangelio en su contra, es desestimarlo diciendo que quienes lo acogen y se someten a él, es decir los creyentes que forman parte de la iglesia, son personas de mente débil y poco ilustrada a quienes les han “lavado el cerebro” en sus respectivas comunidades eclesiales, al mejor estilo de las sectas y cultos. Y si bien ciertas actitudes cuestionablemente crédulas e ingenuamente simplistas por parte de algunos presuntos creyentes justificarían este juicio en casos de excepción, lo cierto es que lo que el evangelio opera en la persona, más que un “lavado de cerebro”, es una conveniente y necesaria purificación y sensibilización del corazón a la benéfica influencia de Dios que se traduce en su momento en una renovación de la mente, como la que se describe en el Nuevo Testamento: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2); “Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Efesios 4:23).
Dios no desea, entonces, que dejemos de lado nuestra mente, sino que la involucremos de lleno, como lo señaló el Señor Jesucristo al citar y formular el primero y principal mandamiento de esta manera: “─‘Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente’ ─le respondió Jesús─” (Mateo 22:37), y lo reiteró luego con palabras similares el apóstol Pablo al indicarnos que la verdadera forma de adorar a Dios con pleno sentido es ofrecerle un “culto racional” (Romanos 12:1), sin olvidar tampoco la exhortación que el apóstol Pedro nos dirige para que: “En cambio, adoren a Cristo como el Señor de su vida. Si alguien les pregunta acerca de la esperanza que tienen como creyentes, estén siempre preparados para dar una explicación” (1 Pedro 3:15 NTV). Ahora bien, sin perjuicio de todo esto, Dios apela en primera instancia a nuestro corazón, es decir el meollo o el centro de nuestro ser insensibilizado y endurecido por causa del pecado: “Dame, hijo mío, tu corazón y no pierdas de vista mis caminos” (Proverbios 23:26); “Antes, exhórtense los unos a los otros cada día, mientras todavía se dice: «Hoy»; no sea que alguno de ustedes sea endurecido por el engaño del pecado” (Hebreos 3:13 NBLA) para, justamente, sensibilizarlo de nuevo a su voz y a su guía veraz y bondadosa, como lo anunció el profeta: “Les daré integridad de corazón y pondré un espíritu nuevo dentro de ellos. Les quitaré su terco corazón de piedra y les daré un corazón tierno y receptivo” (Ezequiel 11:19 NTV); “¡Y les daré un corazón nuevo, les daré intenciones nuevas y rectas, y pondré un espíritu nuevo en ustedes! ¡Les quitaré sus corazones de piedra, tercos e insensibles, y les daré nuevos corazones, llenos de amor y buenas intenciones!” (Ezequiel 36:26 NBV).
Como resultado de ello el corazón del creyente comienza a romper la cárcel de su propio egoísmo y a inclinarse a una consideración más justa y altruista de las necesidades de los demás, obteniendo de este modo patentes satisfacciones personales de todo orden. Y es que nuestro corazón endurecido ha sido siempre la fuente de todas nuestras desgracias, a semejanza del proverbial caso del faraón: “A pesar de esto, y tal como lo había advertido el Señor, el faraón endureció su corazón y no les hizo caso” (Éxodo 7:13), y justifica las advertencias en el Nuevo Testamento al respecto: “no endurezcan el corazón como sucedió en la rebelión, en aquel día de prueba en el desierto… Por eso, Dios volvió a fijar un día, que es «hoy», cuando mucho después declaró por medio de David lo que ya se ha mencionado: «Si ustedes oyen hoy su voz, no endurezcan el corazón»” (Hebreos 3:8; 4:7). Así, dejados a nuestra suerte, las inclinaciones de nuestros corazones no son garantía de nada bueno, pues lejos de protegernos de la superstición y la mentira, llegan a ser la causa de que, extraviados, sucumbamos a ellas para nuestro propio perjuicio, cediendo a nuestro pesar a verdaderos “lavados de cerebro” por cuenta de ideologías que nos conducen a nuestra propia destrucción. Ya lo dijo también C. S. Lewis: “un corazón duro no es protección infalible frente a una mente débil”. La única protección eficaz contra el nefasto reblandecimiento del cerebro es la Palabra de Dios, la única capaz de resolver nuestra dureza de corazón: “¿No es acaso mi palabra como fuego, y como martillo que pulveriza la roca? -afirma el Señor-” (Jeremías 23:29).
Deja tu comentario