Los espejos son objetos que, a pesar de ser hoy por hoy de uso común, no dejan de ser muy sugerentes y estimulantes, como salta a la vista en la cultura popular, desde Alicia en el país de las maravillas, hasta películas icónicas como Matrix. En la antigüedad eran más valorados, no sólo porque eran de metal fundido y pulido, por lo general bronce y otras aleaciones de cobre, sirviendo por tanto para la construcción de la fuente de bronce del santuario, como se nos informa: “También hizo la fuente de bronce y su base de bronce, de los espejos de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión” (Éxodo 38:8), y brindando evocadores referentes poéticos a los autores bíblicos para establecer acertadas y gráficas comparaciones como la que encontramos en el libro de Job en una de las muchas preguntas retóricas que Dios le formula al patriarca para hacerlo consciente de sus humanas limitaciones en comparación con el ilimitado poder y sabiduría de Dios: “¿Extendiste tú con él los cielos, firmes como un espejo fundido?” (Job 37:18). En el libro deuterocanónico del Eclesiástico también encontramos una referencia que confirma lo anterior y hace alusión a la posibilidad real de que los espejos se cubrieran de moho, circunstancia que brinda ocasión para compararlo con el enemigo que se hace pasar como un amigo que oculta sus verdaderas intenciones y no las deja ver, al igual que un espejo mohoso no proyecta una imagen confiable del objeto que refleja, por lo que se nos advierte: “Nunca confíes en el enemigo, pues su maldad es como bronce mohoso. Aunque te escuche y se muestre muy humilde, ten cuidado y desconfía de él. Trátalo como quien limpia un espejo de bronce, y así podrás acabar con su moho” (Eclesiástico 12:10-11). Además, a diferencia de lo que sucede hoy, en que los espejos de vidrio los han reemplazado y se han vuelto más baratos y comunes, en la antigüedad eran considerados objetos de lujo, como lo deja ver el profeta al advertir sobre el juicio que Dios llevaría a cabo sobre su pueblo por su desobediencia, despojándolos, entre otros de sus: “espejos, telas finas, turbantes y mantillas” (Isaías 3:23).
Ahora bien, en la Biblia el poder evocador de los espejos tiene que ver con la imagen que proyectan de nosotros mismos y sirven para exhortarnos a mirarnos críticamente en ellos antes de fijar nuestra atención crítica en los demás para que podamos concluir que, en último término, no somos víctimas inocentes de los demás, sino que, antes que nada, somos culpables y haríamos bien en comenzar por reconocer y confesar esto con humildad y arrepentimiento. Pero los espejos de la antigüedad, al ser de metal pulido, proyectaban un reflejo atenuado, menos claro y luminoso que el que caracteriza a los actuales espejos de vidrio, lo cual explica también la afirmación paulina en el sentido de que: “Ahora vemos por espejo, oscuramente…” (1 Corintios 13:12a) para indicar el hecho de que en las actuales condiciones de nuestra existencia y a pesar de estar ya redimidos y asistidos por el Espíritu Santo al acercarnos a la revelación, solo vemos una parte del cuadro y que, incluso lo que vemos, no lo vemos todavía con la claridad deseada. Este rasgo brinda ocasión para que seamos conscientes de que, con todo y estar llamados a reflejar en nuestras vidas el carácter de Cristo en nuestra condición de “… sal de la tierra… [y] luz del mundo” (Mateo 5:13-14), esta imagen es necesariamente imperfecta y ostensiblemente inferior al perfecto carácter de Cristo, pues al recibir la luz que Cristo proyecta sobre nosotros, ésta se verá siempre necesariamente opacada al reflejarse en nosotros en virtud de nuestras imperfecciones, poniéndolas incluso en evidencia. Sin embargo, esta situación es temporal, pues el apóstol añade enseguida: “… pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces conoceré tal y como soy conocido” (1 Corintios 13:12b). Sea como fuere, los creyentes contamos en la Biblia y en la imagen de Jesucristo en ella revelada con el espejo y el arquetipo respectivamente al cual debemos esforzarnos sin desmayar por conformar nuestras vidas a la espera de que nuestra imperfecta imagen en el espejo de la Biblia se ajuste al final, como anillo al dedo, a la perfecta imagen de Cristo reflejada en ella cuando Él regrese y los creyentes seamos transformados por completo para manifestar finalmente lo que hemos de ser.
Mientras tanto la Biblia nos exhorta en estos apremiantes, estimulantes e inspiradores términos: “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18). Justamente, el llamado “rey del pop”, el malogrado Michael Jackson, compuso una canción titulada El hombre en el espejo que en el coro dice con gran lucidez: “Estoy comenzando con el hombre en el espejo, le estoy pidiendo que cambie su forma de ser, y ningún mensaje podría ser más claro: Si quieres hacer del mundo un lugar mejor, échate un vistazo a ti mismo y haz el cambio”. Así, el hombre en el espejo es el primer asunto con el que debemos tratar a diario. Y debemos reiterar que en este propósito, la Biblia es el espejo en el cual debemos mirarnos, como se nos exhorta de este modo: “No se contenten sólo con escuchar la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica. El que escucha la palabra pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en seguida de cómo es. Pero quien se fija atentamente en la ley perfecta que da libertad, y persevera en ella, no olvidando lo que ha oído sino haciéndolo, recibirá bendición al practicarla” (Santiago 1:22-25). Por eso, nuestro extravío tiene como causa, por una parte, que no nos miramos en el espejo de la Palabra de Dios, o por otra que, a pesar de hacerlo eventualmente, nos olvidamos pronto de la imagen que vemos en ella al no trabajar con diligencia para mejorar la imagen nuestra que allí se refleja, para conformarla a la imagen ejemplar de Cristo, o dicho de otro modo, trabajar y esforzarnos: “hasta que alcancemos, en madurez y plenitud, la talla de Cristo” (Efesios 4:13 BLPH), pues el “cara a cara” al que se refiere Pablo en 1 Corintios 13 consiste antes que nada en la más sentida aspiración y meta del cristiano: ver a Dios cara a cara, la llamada y anhelada “visión beatífica” de la que hablaban los místicos cristianos medievales, a la que calificaron sin titubear como el “sumum bonum” o el bien supremo de la existencia humana.
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