El fundamento de la teología
El 3 de junio pasado murió a los 98 años Jürgen Moltmann, el último gran teólogo protestante del siglo XX, un siglo muy fecundo en grandes pensadores de renombre como los de los suizos Karl Barth y Emil Brunner, el francés Óscar Cullman, los norteamericanos Reinhold y Richard Niebuhr y los también alemanes Paul Tillich, Rudolf Bultmann, y Wolfhart Pannenberg que conformaron la vanguardia y la élite de la teología protestante y en gran medida del cristianismo en general a lo largo del siglo XX en el marco de un movimiento variopinto que reaccionó en buena hora contra la tiranía de la teología liberal que dominó el protestantismo durante el siglo XIX, teología que, como un infiltrado “caballo de Troya”, terminó cuestionando desde adentro las bases mismas de la fe cristiana. Por eso la irrupción de estos pensadores en la teología cristiana fue refrescante y suele englobarse bajo el algo ambiguo nombre genérico de “neortodoxia” que pretende abarcarlos a todos, minimizando excesivamente sus diferencias particulares.
Moltmann es, pues, el canto de cisne de toda una época de florecimiento de la teología cristiana en general y de la protestante en particular. De hecho, Moltmann fue el gran abanderado de la esperanza cristiana de la que ahora de seguro está disfrutando, pues su mayor contribución a la teología es la justamente llamada “Teología de la esperanza”, su obra magna por la que es más conocido. Un aporte oportuno y necesario, pues la esperanza cristiana y la gozosa expectativa que está llamada a despertar en los creyentes ha venido siendo ahogada por un temor algo enfermizo a las señales del tiempo final, azuzado por las teorías de conspiración, el estado crítico en muchos aspectos del mundo actual y la siempre enigmática sombra y figura del anticristo llamado a gobernar el mundo en los tiempos previos a la parusía o el regreso glorioso de Cristo a establecer su reino eterno en la Tierra.
La teología de Moltmann es una teología escatológica ꟷes decir, relativa a los últimos tiemposꟷ moldeada y centrada en ese futuro glorioso siempre inminente, conforme a las promesas seguras al respecto dadas por Dios en la Biblia, que son las llamadas a poner en movimiento a la iglesia e impulsarla a la acción con una actitud optimista de apertura al futuro, a pesar de todo lo que parezca nublarlo. De hecho Moltmann nos recuerda que la iglesia no está a la espera de “los últimos tiempos”, como espectadora de la historia, sino que los últimos tiempos comenzaron hace 2000 años en Pentecostés y tienen a la iglesia como protagonista, si hemos de creerle al apóstol Pedro cuando, como explicación de lo que estaba sucediendo en el aposento alto y su carácter evidentemente milagroso, dijo: “En realidad lo que pasa es lo que anunció el profeta Joel: »‘Sucederá que en los últimos días ꟷdice Diosꟷ, derramaré mi Espíritu sobre todo ser humano. Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán, tendrán visiones los jóvenes y sueños los ancianos. En esos días derramaré mi Espíritu aun sobre mis siervos y mis siervas, y profetizarán” (Hechos 2:17-18). A causa de esto, el cristianismo es escatología, es esperanza, desde el principio hasta el fin, y no sólo en su epílogo.
La resurrección cobra, pues, en este contexto una importancia mayúscula para fundamentar una esperanza válida y convincente. Así, la resurrección es la base de nuestra esperanza, y la esperanza es, pues, el fundamento y el meollo de toda la teología. En palabras de Moltmann: “Esto quiere decir,… que la esperanza de la resurrección debe traer consigo un nuevo modo de entender el mundo. Este mundo no es el cielo de la realización del yo, como se pensaba en el idealismo… tampoco es el infierno de la enajenación del yo, como se le describe en los escritos románticos y existencialistas. El mundo todavía no está completo, sino que está involucrado en una historia. Es por lo tanto el mundo de las posibilidades, el mundo donde podemos servir la verdad, justicia y paz prometidas para el futuro. La presente era es de diáspora, de sembrar en esperanza, de la entrega de sí mismo y del sacrificio, porque es una era que se encuentra bajo el horizonte de un nuevo futuro… este amor cotidiano esperanzado, se vuelve posible y humano a partir del horizonte de una expectativa que trasciende este mundo”.
Para Moltmann la trascendencia de Dios, es decir su capacidad de estar más allá de nuestro presente es el poder capaz de transformar el mundo desde la perspectiva del futuro. Para este teólogo el presente no debe determinar el futuro, sino todo lo contrario: el futuro esperado debe determinar nuestro presente e impulsarnos a trabajar por él. Porque el futuro reino de gloria todavía no existe, pero en cierto sentido, no se encuentra tampoco ausente de nuestro presente, conduciéndolo hacia su feliz desenlace. Lo que Moltmann propone entonces es un modo de entender la fe cristiana que encuentra a Dios en la historia -concretamente, en aquellos aspectos de la historia que llevan la señal de la cruz, es decir en los desposeídos, los oprimidos y los afligidos-. Es la fe que nos llama a unirnos con Cristo en la cruz de una historia en la que Dios es crucificado. Pero cuando comprendemos esto no podemos olvidar que el Crucificado es también el Resucitado, cuyo futuro es la esperanza que nos inspira a nuestra fidelidad y nuestro compromiso hoy. Esta esperanza es el principio integrador de la teología de Moltmann, que nos llama a movernos en la tensión existente entre el “ya” y el “todavía no”, es decir ese lapso de la historia en que la iglesia vive, apoyada en lo ya logrado por Cristo a nuestro favor en su primera venida, pero a la espera de su consumación final que solo tendrá lugar con su regreso en gloria.
A la vista de todo lo dicho, es claro que, para Moltmann, el hombre no debe esperar con pasividad su futuro. Por el contrario, debe participar activamente en la sociedad. La iglesia debe predicar de tal forma que, en el presente, el futuro se apodere del individuo y lo llame hacia una acción concreta para moldear el futuro. La esperanza cristiana no es una utopía abstracta sino una pasión por el futuro que viene a ser realmente posible gracias a la crucifixión y resurrección de Cristo. El evangelio, antes que a concretar hechos, está llamado a encender la fe y la esperanza, dos de las tres llamadas “virtudes teologales”, junto con el amor, como lo revela el apóstol: “Ahora, pues, permanecen la fe, la esperanza y el amor. Pero el amor es el más importante” (1 Corintios 13:13). Una esperanza que no puede, tampoco, de manera ingenua, hacer caso omiso de las sombras que se proyectan sobre nuestro presente, pues al decir de Moltmann: “solamente hay esperanza para un nuevo futuro cuando se acepta el pasado con toda la culpa que conlleva y con todas las experiencias crucificadoras que incluye… Las señales de la destrucción se multiplican y es necesario que nuestra esperanza deje de ser puerilmente optimista”.
Uno de los aspectos controvertidos de la teología de la esperanza ha sido la creencia de Moltmann en que una fe escatológica ha de ser necesariamente política. Argumenta para ello que “el cristianismo ha sido político desde el comienzo”. Pero esto solo en apariencia, pues la muerte de Cristo fue política simplemente como pretexto, pues Cristo fue crucificado por razones políticas, como traidor al imperio al proclamarse rey de Israel, según las acusaciones de sus enemigos que sabían que solo así lograrían que el imperio lo condenara a la muerte por crucifixión. Y para Moltmann la memoria de esa muerte política de Cristo obligaría a la fe a seguir a Cristo en su tarea de librar a la humanidad también en un sentido político.
El aspecto controvertido de este planteamiento ha sido su apoyo tácito o expreso a la revolución como medio apropiado, aunque no necesariamente exclusivo, de participación política en la sociedad, lo cual explica el diálogo abierto, no exento sin embargo de debate, entre Moltmann en el viejo continente y los teólogos de la liberación del tercer mundo, en Latinoamérica con especialidad, que utilizaron algunas de las ideas de Moltmann para justificar y reforzar sus posturas alrededor de la necesidad de la revolución con su recurso a la violencia y a las armas, que habían sido proscritas en su momento por Cristo en el evangelio al amonestar a Pedro cuando pretendió evitar su arresto mediante el uso de la fuerza, pues Él nunca dio además su sanción favorable al movimiento zelote de su época, equivalente a los grupos guerrilleros y prorrevolucionarios de hoy, en particular el movimiento guerrillero colombiano del ELN.
Sea como fuere, y a pesar de sus aspectos controvertidos, la teología de Moltmann llamó de forma muy oportuna nuestra atención a la esperanza como una de las motivaciones principales de la fe cristiana que no puede ser dejada de lado, pues si la fe es, como lo dice el autor sagrado: “la garantía de lo que se espera [y], la certeza de lo que no se ve” (Hebreos 11:1), entonces la esperanza debe ser el combustible de la fe, pues al fin de cuentas: “… vivimos por fe, no por vista” (2 Corintios 5:7), como lo dice acertadamente el apóstol Pablo, complementándolo con estas palabras concluyentes en la epístola a los Romanos: “Pero si esperamos lo que todavía no vemos, en la espera mostramos nuestra constancia” (Romanos 8:25).
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