Más allá de las bendiciones que toda promesa divina anuncia y contiene, y descontando también las condiciones que debemos cumplir para ver su realización concreta en nuestras vidas, lo cierto es que las promesas de Dios en la Biblia son ciento por ciento seguras para todos sus beneficiarios, sea el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento o la Iglesia de Cristo en el Nuevo Testamento. Y lo son fundamentalmente porque es en este particular aspecto en que: “Dios no es un simple mortal para mentir y cambiar de parecer. ¿Acaso no cumple lo que promete ni lleva a cabo lo que dice?” (Números 23:19), afirmación que se ve confirmada en el Nuevo Testamento con la venida del Mesías prometido en la persona de Jesús de Nazaret, a la luz del cual el autor sagrado puede decir con mayor razón: “Todas las promesas que ha hecho Dios son «sí» en Cristo. Así que por medio de Cristo respondemos «amén» para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). Con todo y ello y como si no fuera suficiente, Dios se toma, además, el trabajo de confirmarlas mediante juramento, como lo hacemos los seres humanos cuando juramos por Dios ante la Biblia, como lo requieren los tribunales humanos, para asegurar que diremos la verdad y que, en caso de que no lo hagamos, nos hacemos culpables del delito de perjurio o jurar en falso. Pero en el caso de Dios “Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie superior por quien jurar, juró por sí mismo” (Hebreos 6:13), pues en realidad la identidad y el carácter de Dios debería ser suficiente garantía para gozar de toda nuestra credibilidad y confianza en su cumplimiento
Jurando por sí mismo
“Las promesas de Dios tienen la fuerza del juramento, pero no se hacen realidad debido a ello sino al carácter del que promete”
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