En el evangelio de Juan se nos revela en relación con el Verbo o Hijo de Dios antes de Su encarnación como hombre que: “En él estaba la vida…” (Juan 1:4), a tal punto que no se trata tan solo de que en Él se halle la vida, sino que Él es la vida (Juan 14:6). La vida verdadera, cuya energía, poder, inteligencia, voluntad y fuerza vital no se agotan ni dependen de nada anterior ni diferente a Él mismo, como en el caso de los demás seres vivos de la creación, como nosotros los seres humanos, en quienes nuestra vida es muy frágil, pues depende del buen funcionamiento de componentes materiales perecederos, como los átomos, las moléculas, las células, los tejidos y los órganos que nos constituyen, que pueden estropearse muy fácilmente y que están sujetos a un continuo desgaste y deterioro en el tiempo. Por eso, al hacer alusión a la imagen y semejanza divinas plasmadas por Dios en el ser humano, C. S. Lewis hablaba de dos formas en que la vida humana se aproximaba a la de Dios: por semejanza y por cercanía. Así, pues, la vida que disfrutamos los seres humanos como la forma más elevada de vida biológica conocida se aproxima a la de Dios únicamente por semejanza. Pero la vida de los creyentes se aproxima a Dios no sólo por semejanza, sino también por cercanía. Una cercanía a Él cada vez más estrecha e íntima que introduce nuestra vida bios frágil y perecedera en la vida Zoe de Dios, la verdadera e inagotable vida de la cual las demás son tan sólo una siempre deficiente aproximación. Es por eso que Juan dijo: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Juan 5:12)
Jesucristo: la vida verdadera
“Se engañan quienes creen que la vida se define por criterios biológicos, pues quien no tiene a Cristo no vive la vida verdadera”
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