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Estudios bíblicos

Inspirando a los demás

Uno de los pasajes puntuales del evangelio en cuanto a la responsabilidad de los creyentes redimidos por Cristo en este mundo, es el que leemos así en boca del Señor: “»Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mateo 5:14). Sin embargo, Serge Bouchard hace una reflexión que podríamos aplicar para entender mejor esta instrucción. Dijo él que: “El sol nos da la luz, pero la luna nos inspira. Quien mira al sol sin protegerse los ojos, enceguece. Quien contempla la luna durante largo rato sin cubrirse los ojos, se vuelve poeta”. Observación muy pertinente para el creyente, pues en el cumplimiento de este cometido debemos recordar que no poseemos luz propia y que sólo podemos alumbrar y brillar en la medida en que, a semejanza de la luna, reflejemos con éxito la luz que proviene de la fuente verdadera, que no es otra que Dios mismo: “Este es el mensaje que hemos oído de él y que les anunciamos: Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad” (1 Juan 1:5). No por nada Jesucristo se presentó a sí mismo de este modo: Una vez más Jesús se dirigió a la gente, y les dijo:Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Juan 8:12), algo que coincide bien con las primeras declaraciones en el prólogo de este mismo evangelio ya hechas por la pluma del apóstol y evangelista Juan, en relación con el Verbo encarnado como hombre en la persona de Cristo: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad… Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (Juan 1:4, 9).

Cristo es, pues, el “Sol de justicia” anunciado por el profeta, fuente inagotable de luz: “Pero para ustedes que temen mi nombre, se levantará el sol de justicia trayendo en sus rayos salud. Y ustedes saldrán saltando como becerros recién alimentados” (Malaquías 4:2), y nosotros somos llamados a reflejar su luz, como espejos. En la antigüedad estos últimos eran hechos de bronce o de alguna otra aleación, dando por ello un reflejo menos luminoso y nítido que el que caracteriza a los actuales espejos, lo cual explica bien lo dicho por Pablo en el sentido de que: “Ahora vemos de manera indirecta, como en un espejo, y borrosamente; pero un día veremos cara a cara. Mi conocimiento es ahora imperfecto, pero un día conoceré a Dios como él me ha conocido siempre a mí” (1 Corintios 13:12 DHH). Debido a que los espejos antiguos proyectaban, por tanto, una imagen deficiente en algún grado del objeto reflejado, la única manera de corregir al máximo posible esas deficiencias, era pulirlos muy bien. De manera similar, los creyentes estamos en un proceso de pulimento continuo, como lo describe el apóstol Pablo: “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18). Proceso a veces difícil y doloroso, pero que será siempre más fácil y plácido en la medida en que seamos dóciles y obedientes a la dirección de Dios.

Una razón adicional para que recaiga sobre nosotros esta responsabilidad es que Dios no puede revelarse en toda su gloria sin deslumbrar y amenazar así la misma existencia humana, como se le advirtió en su momento a Moisés: “Pero debo aclararte que no podrás ver mi rostro, porque nadie puede verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20). Pero a semejanza de Jesús que, al hacerse hombre, manifestó la gloria de Dios, contemplada por los apóstoles del círculo íntimo en la transfiguración: “Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, el hermano de Jacobo, y los llevó aparte, a una montaña alta. Allí se transfiguró en presencia de ellos; su rostro resplandeció como el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz” (Mateo 17:1-2), excepción reveladora que contrasta con su estado de humillación voluntaria en el que esta gloria se hallaba siempre atenuada y encubierta, para que pudiéramos contemplarla sin peligro inminente: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14), reiterando un poco después la advertencia ya hecha a Moisés, pero en este caso con una importantísima salvedad: “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos la ha dado a conocer” (Juan 1:18). De igual manera, nosotros también podemos, guardadas las obvias proporciones, hacer lo mismo, de tal modo que, a pesar de nuestras imperfecciones y tal vez a causa del contraste que éstas ofrecen con el carácter de Cristo que va siendo moldeado en nosotros, podamos inspirar a otros, como nos exhorta el mismo Señor a hacerlo: “Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mateo 5:16).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

1 Comentario

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  • Que nuestro rostro brille para iluminar a los demás, es posible.
    De hecho eso sucede cuando somos llenos de la bendición de nuestro sumo sacerdote: Jesús.
    “Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti” es una promesa que los judíos piden todos los días en el libro de Números, capitulo 6.
    Pastor,oremos para que esto se cumpla en nuestras vidas, amén