Volviendo con la identidad de hijos de Dios ostentada por los creyentes de forma exclusiva en una relación afectiva estrecha que, como lo dice el apóstol Pablo, nos faculta mediante la acción y la presencia del Espíritu Santo en nosotros para dirigirnos a Dios con toda confianza como hijos suyos; esta identidad es también la que nos permite discernir nuestro lugar y nuestro papel en el mundo en el contexto de la obra y el plan de Dios. Si bien es cierto que esta conciencia y claridad de nuestro papel no es tan diáfana e inequívoca debido a que, como lo dice el apóstol, vivimos en la paradoja de que, a pesar de ser ya hijos de Dios sin duda alguna: “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos!… Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios…”, todavía no se ha manifestado de manera evidente todo lo que esto implica: “… pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser…” (1 Juan 3:1-2a) y que, por lo tanto y por lo pronto: “conocemos… de manera imperfecta” y “vemos de manera indirecta y velada” (1 Corintios 13: 9, 12). Con todo y ello, como concluye Juan de manera contundente: “Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Juan 3:2b). Es decir que, aunque todavía estemos lejos de saber y conocer todo lo que desearíamos conocer y que un día llegaremos a saber de manera perfecta; sabemos y conocemos ya, sin embargo, lo suficiente para quedar sin excusa si no obramos en consecuencia en nuestro paso por este mundo de una manera madura, responsable y fiel
Identidad, conocimiento y sabiduría
“Quien tiene una equivocada identidad no sabe ni conoce nada, pues para poder saber y conocer bien hay que ser antes hijo de Dios”
Deja tu comentario