Nuestra identidad determina en gran medida nuestra visión del mundo y lo que naturalmente hacemos o debemos hacer en él. Por eso Cristo no vino propiamente a amonestarnos para que modifiquemos nuestra conducta pecaminosa para ajustarla a sus preceptos y mandamientos revelados en la ley y en nuestra conciencia. Él vino para otorgarnos una nueva identidad. Una nueva y maravillosa identidad que contrasta drásticamente con lo que éramos antes pero que, por el hecho de no manifestarse todavía de manera plena, sino por lo pronto de formas muy sutiles y a veces casi imperceptibles, tendemos a menospreciar. La identidad de hijos de Dios. No es, pues, cierto, que todos los seres humanos somos hijos de Dios, como lo proclaman ciertos discursos religiosos grandilocuentes y demasiado conciliadores y engañosos, en especial en las toldas católico romanas, haciendo así inadmisibles concesiones al pensamiento secular que le gusta escuchar discursos religiosos que los exalten pero nos los comprometan de ningún modo. Lo cierto es que la condición e identidad de hijos de Dios está reservada para los creyentes en Cristo únicamente, como lo declara el apóstol de manera exaltada: “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente porque no lo conoció a él. Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Juan 3:1-2)
Ahora somos hijos de Dios
“Sólo entendiendo lo que somos podremos entender también lo que debemos hacer en el momento histórico que nos ha tocado vivir”
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