Si bien la vida en general, y la cristiana en particular involucra lucha, ésta no tiene como finalidad vencer, sino tan sólo la responsabilidad de no dejar de pelear, de creer, ni de avanzar, pues la llegada a la meta y la victoria final está garantizada por Dios en la persona de Cristo para quienes hemos confiado en Él y, como tal, está fuera de discusión. Por eso el apóstol Pablo, hacia el final de su vida, pudo declarar lo siguiente con toda la solvencia, la seguridad y la satisfacción del deber cumplido: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe. Por lo demás me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que con amor hayan esperado su venida” (2 Timoteo 4:7-8). La victoria final, en especial en lo que tiene que ver con nuestra salvación de la condenación eterna y el correspondiente acceso pleno a Dios y a la vida eterna, no depende, pues, del desempeño del cristiano, sino de lo ya hecho por Cristo a nuestro favor de una vez y para siempre con efectos irreversibles. Por lo demás, el Nuevo Testamento nos revela que habrá un tribunal designado para entregar recompensas, honores o “coronas” a cada creyente, con base ꟷesto síꟷ en su desempeño más o menos meritorio; pero en este examen la salvación no estará ya en juego, pues quienes accedan a esta instancia, en el peor de los casos: “Si lo que alguien construyó resiste el fuego, ese constructor recibirá su recompensa. Si su construcción se quema, sufrirá pérdidas; él se salvará, pero como alguien que escapa de un fuego” (1 Corintios 3:14-15 PDT)
He terminado la carrera
“Nuestra responsabilidad no es ganar sino pelear la batalla, mantenernos en la fe y terminar la carrera, pues Cristo ya venció”
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