Dios, ciertamente, como lo afirma el apóstol Pablo: “no ha dejado de dar testimonio de sí mismo” (Hechos 14:17) a través de todas las evidencias de Su realidad que cualquier persona honesta y desprejuiciada con un mínimo entendimiento puede apreciar a nuestro alrededor. Entre éstas se encuentran las formas en que Él nos ha hablado a lo largo de la historia humana. Desde los eventuales, excepcionales y siempre sorprendentes momentos en que nos habla de manera personal, directa y cabalmente incomprensible a nuestros corazones, casi con una voz audible, como lo hizo con los profetas del Antiguo Testamento como Samuel: “Entonces el Señor se acercó, se detuvo y lo llamó de nuevo: ꟷ¡Samuel! ¡Samuel! ꟷHabla, que tu siervo escucha ꟷrespondió Samuel” (1 Samuel 3:10), hasta la manera culminante, concluyente y superlativa en que nos ha hablado por medio de Cristo y sus palabras y enseñanzas registradas de manera inspirada y más que satisfactoriamente confiable a través de los evangelios, como lo recoge la epístola de los Hebreos: “Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo…” (Hebreos 1:1-2). Y dado que el registro inspirado y autoritativo de la voz de Dios lo tenemos en las Sagradas Escrituras, reconocidas como tales tanto por el judaísmo en lo relativo al Antiguo Testamento, como por la Iglesia en relación con ambos Testamentos, Cristo nos sigue hablando hoy personalmente a través de ellas y no al margen de ellas
Habla que tu siervo escucha
“Dios habló en el Antiguo Testamento de variadas maneras, pero en el Nuevo Testamento lo hace ya de manera concluyente por medio de Jesucristo”
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