El regreso de los judíos del exilio babilónico a Jerusalén para reconstruir la ciudad, conforme a la profecía de Jeremías y el consecuente decreto del rey Ciro que hizo esto posible, no fue un regreso masivo, sino que tan solo una pequeña y seleccionada proporción de la población judía regresó en compañía de Zorobabel y el resto de dirigentes judíos que lo acompañaron, como lo leemos: “La siguiente es la lista de la gente de la provincia, es decir, de aquellos que Nabucodonosor, rey de Babilonia, había llevado cautivos y a quienes se les permitió regresar a Jerusalén y a Judá. Cada uno volvió a su propia ciudad en compañía de Zorobabel, Jesúa, Nehemías, Seraías, Relaías, Mardoqueo, Bilsán, Mispar, Bigvay, Rejún y Baná. Esta es la lista de los israelitas que regresaron” (Esdras 2:1-2). Sin embargo, también esto resultó providencial, pues si bien solo una pequeña proporción regresó, de cualquier modo los que regresaron lograron reconstruir la ciudad, sus murallas y el templo, y los que no regresaron pasaron a formar parte de la comunidad de la diáspora que fue crucial para la expansión del evangelio, no sólo por su actitud menos prevenida hacia los paganos entre los que, después de todo, vivían; sino porque fue en la comunidad de la diáspora que surgió la institución de la sinagoga centrada en el estudio de la Biblia y no en el ritual sacrificial del templo de Jerusalén que Cristo dejó obsoleto y que se volvió, además, impracticable con la nueva destrucción del templo por los romanos, dejando a la sinagoga como la sobreviviente y como el modelo a seguir por la iglesia
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