La sabiduría, sutileza, elegancia y eficacia con la que Dios interviene en las decisiones humanas sin vulnerar nuestro albedrío o capacidad de decisión y nuestra obligación de responsabilizarnos y responder por nuestros actos, es un enigma maravilloso, fascinante y cabalmente incomprensible para la mente humana y forma parte del inescrutable misterio de cómo se relacionan e interactúan la soberanía de Dios y el albedrío humano, sin que ninguno de los dos sea negado en ningún momento por el otro. Este es, por ejemplo, el caso del rey pagano, Ciro, de quien se nos dice que: “En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, el Señor movió el espíritu del rey para que promulgara un decreto en todo su reino y así se cumpliera la palabra del Señor por medio del profeta Jeremías. Tanto oralmente como por escrito, el rey decretó lo siguiente:” (Esdras 1:1). Si bien es cierto que “el Señor movió el espíritu del rey”, la decisión y la responsabilidad inmediata de lo hecho por Ciro fue de él y sólo de él. Fue su voluntad la que promulgó el decreto favorable a los judíos que daría cumplimiento a la profecía del regreso del exilio dada más de setenta años atrás por el profeta Jeremías bajo la inspiración divina. Sin embargo, con todo y ello, el relato nos dice que, en última instancia, Dios era el que se hallaba detrás de todo esto, informando al rey e influyendo en sus disposiciones internas para asegurarse de que tomaría la decisión deseada, sin coerción ni coacción de ningún tipo, como lo hace también en ocasiones puntuales en la vida de los creyentes sin que nos demos cuenta de ello
Movió el espíritu del rey Ciro
“Si bien en último término nuestras decisiones son nuestras, Dios puede influir en las disposiciones internas previas que nos han conducido a ellas”
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