Decía Dietrich Bonhoeffer que “El primer servicio que uno debe a otro en la comunidad consiste en escucharlo… Dios… también… nos escucha. Escuchar a nuestro hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha hecho con nosotros”. En conexión con esto, se dice que Dios dio al ser humano dos oídos y una boca porque deseaba que estuviera más dispuesto a escuchar que a hablar: “Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse” (Santiago 1:19). Pero, además de ello, el disponer de dos oídos tiene otras aplicaciones más concretas que la Biblia revela, tal como el hecho de oír atentamente a ambas partes involucradas en una discusión, antes de poder esclarecerla y resolverla sabia, justa y satisfactoriamente, pues: “El primero en presentar su caso parece inocente, hasta que llega la otra parte y lo refuta” (Proverbios 18:17). Escuchar es, pues, necesario para llegar a comprender verdaderamente. De ahí la reiterada y aparentemente redundante advertencia del Señor a su pueblo en el sentido de que: “El que tenga oídos, que oiga” (Mateo 13:43). Para que la iglesia pueda, entonces, actuar eficazmente en el mundo y comunicar con eficiencia el evangelio al mundo, es imprescindible que antes de ello escuche cuidadosamente con ambos oídos, aplicando uno de ellos a oír con avidez, respeto y profundidad la Palabra de Dios, dispuestos a responderle siempre como el profeta Samuel: “... Entonces el Señor se le acercó y lo llamó de nuevo: ꟷ¡Samuel! ¡Samuel! ꟷHabla, que tu siervo escucha ꟷrespondió Samuel” (1 Samuel 3:9-10); o a declarar con el rey David: “A ti no te complacen sacrificios ni ofrendas, pero has abierto mis oídos para oírte; tú no has pedido holocaustos ni sacrificios por el pecado. Por eso dije: «Aquí me tienes ꟷcomo el libro dice de míꟷ. Me agrada, Dios mío, hacer tu voluntad; tu ley la llevo dentro de mí»” (Salmo 40:6-8), y también con el profeta Isaías: “El Señor omnipotente me ha concedido tener una lengua instruida, para sostener con mi palabra al fatigado. Todas las mañanas me despierta, y también me despierta el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor omnipotente me ha abierto los oídos, y no he sido rebelde ni me he vuelto atrás” (Isaías 50:4-5); imitando en esto a María, la hermana de Lázaro, de quien se dice puntualmente que: “… sentada a los pies del Señor, escuchaba lo que él decía” (Lucas 10:39).
Después de todo: “… la fe viene como resultado de oír el mensaje, y el mensaje que se oye es la palabra de Cristo. Pero pregunto: ¿Acaso no oyeron? ¡Claro que sí! «Por toda la tierra se difundió su voz, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo!»” (Romanos 10:17-18), evitando así ciertas engañosas, censurables y peligrosas actitudes en el proceso, denunciadas con precisión en las Escrituras: “Porque a nosotros, lo mismo que a ellos, se nos ha anunciado la buena noticia; pero el mensaje que escucharon no les sirvió de nada, porque no se unieron en la fe… Sobre este tema tenemos mucho que decir aunque es difícil explicarlo, porque a ustedes lo que les entra por un oído les sale por el otro” (Hebreos 4:2; 5:11); “No se contenten solo con escuchar la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica. El que escucha la palabra, pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en seguida de cómo es. Pero quien se fija atentamente en la ley perfecta que da libertad, y persevera en ella, no olvidando lo que ha oído, sino haciéndolo, recibirá bendición al practicarla” (Santiago 1:22-25). Pero, por otra parte, debemos aplicar el otro oído a escuchar al mundo al cual hemos sido enviados, no propiamente para contemporizar con él ni aprobarlo, de modo que: “… ellos se vuelvan hacia ti, pero tú no te vuelvas hacia ellos” (Jeremías 15:19); poniendo en práctica la instrucción del apóstol: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Pero sí al menos para comprenderlo y trazar un plan de acción misionera que tome en cuenta la coyuntura y circunstancias particulares en que éste se encuentra en un momento dado de la historia. No escuchar en alguna de estas dos direcciones resulta, por una parte, en el extravío y la desgracia de la humanidad y aún del pueblo de Dios, como lo manifestaron los profetas: “Yo te hablé cuando te iba bien, pero tú dijiste: ‘¡No escucharé!’ Así te has comportado desde tu juventud: ¡nunca me has obedecido! (Jeremías 22:21).
Continúa Jeremías diciendo: “»Además, una y otra vez el Señor les ha enviado a sus siervos los profetas, pero ustedes no los han escuchado ni les han prestado atención. Ellos los exhortaban: ‘Dejen ya su mal camino y sus malas acciones. Así podrán habitar en la tierra que, desde siempre y para siempre, el Señor les ha dado a ustedes y a sus antepasados. No vayan tras otros dioses para servirles y adorarlos; no me irriten con la obra de sus manos, y no les haré ningún mal’. »Pero ustedes no me obedecieron ꟷafirma el Señorꟷ, sino que me irritaron con la obra de sus manos, para su propia desgracia” (Jeremías 25:4-7). Y Zacarías lo corrobora: “La palabra del Señor vino de nuevo a Zacarías. Le advirtió: «Así dice el Señor Todopoderoso: »‘Juzguen con verdadera justicia; muestren amor y compasión los unos por los otros. No opriman a las viudas ni a los huérfanos, ni a los extranjeros ni a los pobres. No maquinen el mal en su corazón los unos contra los otros’. »Pero ellos se negaron a hacer caso. Desafiantes volvieron la espalda, y se taparon los oídos. Para no oír las instrucciones ni las palabras que por medio de los antiguos profetas el Señor Todopoderoso había enviado con su Espíritu, endurecieron su corazón como el diamante. Por lo tanto, el Señor Todopoderoso se llenó de ira. ‘Como no me escucharon cuando los llamé, tampoco yo los escucharé cuando ellos me llamen ꟷdice el Señor Todopoderosoꟷ.Como con un torbellino, los dispersé entre todas las naciones que no conocían. La tierra que dejaron quedó tan desolada que nadie siquiera pasaba por ella. Fue así como convirtieron en desolación la tierra que antes era una delicia’»” (Zacarías 7:8-14); dando de este modo cumplimiento al anuncio del apóstol: “Dejarán de escuchar la verdad y se volverán a los mitos” (2 Timoteo 4:4). O, en su defecto, cuando no sabemos escuchar al mundo, esto resulta en el anacronismo y la falta de pertinencia del evangelio para el mundo de hoy. Sin contar con el hecho de que escuchar con ambos oídos es también la garantía de ser a su vez escuchados por Dios, pues: “Los justos claman, y el Señor los oye; los libra de todas sus angustias” (Salmo 34:17) y una muestra de poseer la humildad necesaria para “aprender también del evangelizado”, pues al escucharlo, “es posible que el evangelizador pueda resultar evangelizado en algunos aspectos”, al decir de Antonio Cruz. Porque finalmente escuchar a Dios y aprender de Él no es un deber, sino un privilegio: “… dichosos los ojos de ustedes porque ven, y sus oídos porque oyen” (Mateo 13:16).
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