La Biblia advierte contra el enojo, señalándolo como un pecado en la mayoría de casos, al estar incluido dentro de las llamadas “obras de la carne”. Sin embargo, también se nos informa que no siempre es así, sino que, eventualmente, el enojo puede ser correcto y estar justificado, como por ejemplo en la indignación que sintió Moisés al sorprender al pueblo adorando al becerro de oro y al romper por ello las tablas de la ley; o el mismo Señor Jesucristo volcando las mesas de los cambistas y vendedores de palomas que habían convertido el atrio del Templo en lo que, en sus propias palabras llamó una “cueva de ladrones”. Existen, por tanto, dos claves que nos pueden ayudar a distinguir el enojo justificado del pecaminoso. En primer lugar, como lo dijo Alejandro Casona: “No es más fuerte la razón porque se diga a gritos”, es decir que la causa de nuestro enojo debe tener un fundamento razonable que los demás puedan apreciar sin especial dificultad y sin tener que alzar la voz para imponer nuestro punto de vista. Y en segundo lugar, muy relacionado con el anterior, que como alguien también lo dijera: “la diferencia entre una convicción y un prejuicio, es que se puede explicar una convicción sin montar en cólera”. Esto es, que nuestro enojo no provenga de los prejuicios que sacan conclusiones de manera apresurada juzgando por apariencias y sin considerar los hechos con toda la honestidad e integridad del caso, sino de un examen juicioso y desapasionado de la situación, de modo que: “Si se enojan, no pequen; en la quietud del descanso nocturno examínense el corazón” (Salmo 4:4)
(Foto por María José Rojas)
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