La elección soberana que Dios lleva a cabo en el Antiguo Testamento de un pueblo en particular y en el Nuevo Testamento de todos y cada uno de los creyentes, uno a uno, llamados a constituir Su iglesia; es una elección que obedece a la gracia de Dios exclusivamente y no a méritos humanos en particular. Nuestra respuesta favorable a su elección por medio del arrepentimiento, la fe y la obediencia no es, pues, un mérito o condición previa a su elección que tengamos que cumplir, sino una consecuencia de ella mediante la cual honramos a Aquel que nos eligió contra todo pronóstico, sin méritos de nuestra parte de los cuales hubiéramos podido hacer gala, jactarnos o alardear en algún sentido. Esto tiene que ser así, pues en el momento en que la elección de Dios esté condicionada a algún requisito o mérito previo que debamos cumplir, cualquiera que sea, la elección de Dios deja de ser por gracia y se convierte en una elección por obras, conceptos ambos que se hallan enfrentados entre sí y son, por lo tanto, mutuamente excluyentes, como lo deja claro el apóstol Pablo al declarar: “Y, si es por gracia, ya no es por obras; porque en tal caso la gracia ya no sería gracia” (Romanos 11:6). Después de todo, la gracia es un regalo y no una remuneración, puesto que: “… cuando alguien trabaja, no se le toma en cuenta el salario como un favor, sino como una deuda” (Romanos 4:4). Es así que hay que entender el concepto de elección aplicado a la iglesia: “El anciano, a la iglesia elegida y a sus miembros, a quienes amo en la verdad ‒y no sólo yo sino todos los que han conocido la verdad‒” (2 Juan 1:1)
Elegidos sin condiciones
“Si la gracia es en verdad gracia, la iglesia siempre debe ostentar la condición de haber sido elegida por Dios sin condiciones”
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