El concepto de idolatría ha sido entendido de forma estrecha, asociándolo a imágenes visibles palpables y tangibles con cuerpos y rostros de criaturas, un mayoritario número de ellas con forma humana, adoradas en santuarios religiosos definidos. Pero este entendimiento de la idolatría no cubre todas las formas de ella de las que podemos ser víctimas, en especial en nuestros tiempos con la proliferación de ídolos o “dioses seculares” que no poseen imágenes que los representen y ya no se adoran en santuarios religiosos, sino en todos los ámbitos de la cultura. El teólogo Paul Tillich identificó dos tipos de preocupaciones que embargan al ser humano. Las preocupaciones preliminares y la preocupación última. Las primeras tienen que ver con nuestros afanes y aspiraciones cotidianas y, dentro de ese contexto, son legítimas y tienen su razón de ser. Las segundas conciernen a Dios, al sentido y el significado final de la vida humana, a la aspiración de trascendencia y a nuestro destino eterno. Y la idolatría tiene lugar cuando trasladamos arbitrariamente cualquier preocupación propia del campo de las preocupaciones preliminares al de la preocupación última y la instalamos allí, en un lugar que no le corresponde. Se configura así una forma de idolatría sutil, no asociada a contextos religiosos, que termina siendo, por lo mismo, más insidiosa y peligrosa a la que Tillich llamó “demonización”, que incluye la idolatría tradicional, pero también otras formas inadvertidas de ella que justifican la exhortación apostólica que se nos dirige: “Queridos hijos, apártense de los ídolos” (1 Juan 5:21)
Apártense de los ídolos
“Los ídolos toman hoy ingeniosas y sutiles formas nuevas pero en el fondo son los mismos justificando la advertencia al respecto”
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