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Conferencias

El trípode de la defensa de la fe

Un trípode es una de las estructuras más sencillas, firmes y estables que se pueden diseñar. Pero a pesar de su gran estabilidad, no tiene la más remota posibilidad de funcionar si uno de sus pies falta o no tiene la misma fortaleza de los otros dos. Es por ello que he escogido esta figura para ilustrar las bases necesarias para hacer una buena defensa de la fe que no cojee ni se derrumbe en el proceso. Porque si no tenemos un firme y completo apoyo para llevar a cabo la defensa de nuestra fe, el pensamiento secular puede hacernos naufragar y dejarnos sin respuestas convincentes, debilitando nuestra fe y compromiso cristiano en el proceso e introduciendo dudas en nuestra mente que más temprano que tarde afectaran nuestro corazón y nos pueden llevar a abandonar la fe. Comencemos entonces a identificar y describir los tres pies del trípode en el que se apoya una buena defensa de la fe.

La teología

El primer y principal apoyo en que debe basarse una buena defensa de la fe es una buena teología bíblica. Debemos observar que he dicho teología bíblica, pues aunque no lo crean, en el cristianismo hay un numeroso grupo de teólogos, llamados comúnmente “teólogos liberales”, que no honran la Biblia como deberían y al obrar de este modo le hacen el juego y le terminan dando la razón al pensamiento secular. Bien dijo Nicolás Gómez Dávila que “El problema religioso se agrava cada día, porque los fieles no son teólogos y los teólogos no son fieles”. Se requieren, entonces, teólogos que sean fieles a la Biblia y se subordinen a ella como el último tribunal de apelación al que acude todo cristiano. Pero al mismo tiempo debemos observar igualmente que dije teología bíblica y no Biblia a secas. La Biblia, por supuesto, está en la cima de nuestras consideraciones y su conocimiento y lectura disciplinada debe ser el fundamento de una buena defensa de la fe. Conocer la Biblia y saber ubicar, citar y memorizar pasajes bíblicos siempre será algo recomendable. Pero esto está lejos de ser suficiente para hacer una buena defensa de la fe. Hay que entender y saber estructurar y conectar metódicamente todo el contenido bíblico de una manera comprensiva dentro de un sistema doctrinal que le brinde sentido, cohesión y armonía a todos los versículos bíblicos que recitamos a veces de memoria, como loros, pero sin entender cabalmente su sentido pleno.

La Biblia es, pues, necesaria y es el fundamento de todo lo demás, pero debemos interpretarla en el marco doctrinal correcto utilizando el lenguaje más adecuado, que no es otro que aquel que el quehacer teológico de la iglesia ha acuñado a lo largo de su historia, “no con las palabras que enseña la sabiduría humana sino con las que enseña el Espíritu, de modo que expresamos verdades espirituales en términos espirituales” (1 Corintios 1:13) y para ello la teología bíblica es también necesaria y presta una invaluable utilidad. El problema es que a muchos cristianos no les interesa la teología. En el mejor de los casos aprenden y citan versículos bíblicos de memoria de manera simplista, pero no saben conectarlos correctamente desde un punto de vista teológico. Tenía razón Nicolás Gómez Dávila: además de que los teólogos no son fieles, tampoco los fieles son teólogos. Como si esto no fuera suficiente, la teología se ha terminado desligando de la vida comunitaria de la iglesia y se ha convertido en una actividad especializada independiente que se desarrolla en un ámbito distante, en el mundo de la academia en las universidades, encerrados en él cual nuevo claustro sometido a sus propias reglas, metas y aspiraciones, sin conexión ni comunicación con la realidad cotidiana de la iglesia. No en vano existe un estereotipo del teólogo que lo ubica encerrado en una torre de marfil, ocupado en elevadas y complejas reflexiones sin ningún valor práctico para la vida de la iglesia en el día a día. Los teólogos terminan entonces apacentándose entre sí, perdiendo la razón de ser que la teología cristiana tenía originalmente.

Charles Spurgeon señalaba la importancia de la teología al afirmar: “Nunca tendremos grandes predicadores hasta que tengamos grandes teólogos”. En esta frase queda resaltada la importancia de la teología para la vida de la iglesia, pues la predicación es una de las actividades más esenciales y apremiantes de la vida en comunidad: “Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?” (Romanos 10:14). La teología se desarrolló así en sus comienzos como una actividad auxiliar de la predicación, de donde el buen teólogo era, de manera consecuente y natural, también un buen predicador. Pero como lo mencioné un poco más arriba, hoy por hoy ambas actividades se han independizado y hasta disociado a tal punto que tenemos ministros del evangelio que son grandes “estrellas” mediáticas de la predicación, pero muy pobres teólogos, con todo el riesgo que esto conlleva para la sana doctrina. Y, asimismo, tenemos teólogos eruditos con prestigiosas credenciales académicas que, no obstante, no saben predicar para el gran público no iniciado en la teología, perdiendo así gran parte de su razón de ser. Si queremos hacer una buena defensa de la fe debemos comenzar por vincular de nuevo la actividad teológica con la predicación en nuestros púlpitos, pues cuando la predicación y la teología se ejercen de manera aislada no son únicamente ellas dos las que pierden, sino toda la iglesia, pues el mensaje cristiano se puede volver irrelevante para el mundo.

Es cierto que el apóstol Pablo no adornaba la predicación con tendenciosos e inconvenientes “discursos de sabiduría humana”, consciente de que en última instancia el mensaje de la cruz y la predicación llamada a pregonarlo son una locura para la sabiduría humana. Pero al mismo tiempo no dejó de elogiar y recomendar a los dirigentes de la iglesia que eran, adicionalmente y a semejanza suya, buenos predicadores y buenos teólogos a la vez: “Los ancianos que dirigen bien los asuntos de la iglesia son dignos de doble honor, especialmente los que dedican sus esfuerzos a la predicación y a la enseñanza” (1 Tim. 5:17). Algo que los cristianos laicos deberían imitar hasta donde sea posible con el fin de llevar a cabo una satisfactoria defensa de la fe siempre que sea necesario.

La filosofía

Entramos aquí en un terreno espinoso y polémico. La exclamación que muchos hacen en este punto es: ¡Qué tiene que ver la teología con la filosofía! haciendo eco de la frase del gran Tertuliano de Cartago: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”  con la cual este pensador cristiano pretendía descalificar todo uso de la filosofía en el ejercicio teológico. Y Tertuliano es, curiosamente, uno de los más destacados apologistas de la antigüedad cristiana. De hecho, Taciano, un apologista cristiano anterior a él había inaugurado ya la postura que ve una oposición irreconciliable entre la teología bíblica y la filosofía, como si fueran agua y aceite. Postura continuada luego por Tertuliano y seguida por una mayoría de iglesias evangélicas en la actualidad, debido en gran medida a la influencia de Lutero, quien asume esta misma postura en la Reforma Protestante de la que somos herederos.

¿Es, pues, equivocado utilizar la filosofía en cualquier iniciativa cristiana, como por ejemplo la disciplina apologética o de defensa de la fe? ¿Es una traición al evangelio hacerlo? ¿Debe ser la Biblia nuestra única fuente de conocimiento, excluyendo a cualquier otra lectura en el proceso? Pues con todo el respeto y admiración que me merecen Taciano, Tertuliano, Lutero y otros cristianos insignes que asumieron esta misma postura, debemos discrepar de ellos por las siguientes razones bíblicas y lógicas por igual. En primer lugar, el cristiano no puede ser un hombre de un solo libro. Cito a este efecto al erudito R. A. Torrey al declarar algo muy difícil de refutar: “El que entiende sólo la Biblia, realmente no la entiende”. Los cristianos a veces piensan que deben ser personas de un solo libro: la Biblia. Ahora bien, el cristiano debe ser un “hombre de un solo libro” si con ello queremos indicar simplemente la prioridad y superioridad que la Biblia tiene sobre cualquier otro libro o lectura que podamos emprender en nuestra formación; pero es un error igualar la prioridad que la Biblia reclama, con una falsa demanda de exclusividad por parte de ella, de tal modo que su lectura impondría un veto o prohibición sobre cualquier otra lectura diferente a ella, considerándola como algo peligroso y contrario al evangelio.

De hecho, creer que la Biblia demanda exclusividad en la lectura es no haber entendido la Biblia y la exigencia que ella nos hace de someterlo todo a prueba y aferrarnos a lo bueno (1 Tesalonicenses 5:21). La Biblia provee el criterio para identificar y seleccionar lo bueno que pueda hallarse en otras lecturas, desechando en el proceso lo malo. Pero al mismo tiempo obliga a hacer otras lecturas a las cuales se les pueda aplicar el criterio bíblico. Dicho de otro modo, la Biblia juzga todas las demás lecturas, pero no las prohíbe ni las excluye necesariamente, sino que las da por sentadas para poder ejercer sobre ellas el examen crítico que Dios ordena. En este orden de ideas, la filosofía no es algo que la Biblia condene por sí misma. Tal vez algunos de ustedes se pregunten qué hacemos, entonces, con el pasaje de Colosenses 2:8 en el que Pablo advierte: “Cuídense de que nadie los cautive con la vana y engañosa filosofía que sigue tradiciones humanas, la que va de acuerdo con los principios de este mundo y no conforme a Cristo”. Algunos creen que este versículo condena la filosofía de manera absoluta. Pero si leen bien se darán cuenta que lo que el apóstol hace es advertirnos contra cierto tipo de filosofía: la que: “… sigue tradiciones humanas…” y “… va de acuerdo con los principios de este mundo y no conforme a Cristo”.

Y no toda la filosofía encaja en esta descripción. Por tanto, si después de someter a prueba una filosofía determinada, como lo manda la Biblia, encontramos que no es del tipo descrito aquí por Pablo y que, además de eso, tiene cosas buenas, debemos aferrarnos a ellas y darles buen uso en el marco de la defensa de la fe. Pablo mismo citó favorablemente a autores paganos reconocidos como Epiménides, Arato y Cleantes en su predicación a los atenienses en el areópago, como lo narra el capítulo 17 verso 28 del libro de los Hechos de los Apóstoles y en 1 Corintios 15:33 cita a Menandro, para volver a citar a Epiménides en Tito 1:12. Al fin y al cabo, ¿no dicen las Escrituras que “el que es espiritual lo juzga todo” (1 Corintios 2:15)? Pero para poder juzgar, hay que conocer antes lo que se juzga para hacerlo con justicia, lo cual nos obliga a documentarnos, ya sea para aprobar o condenar, retener o desechar lo que estamos juzgando. Además, volviendo con Tertuliano, él no fue muy consecuente en la práctica con la frase tan vehemente que pronunció en su momento en contra de la filosofía. Porque es un hecho reconocido por todos que él mismo retuvo muchas cosas de la filosofía estoica. Cosas que consideró compatibles y útiles para el evangelio, al punto que llegó a pronunciarse en términos tan favorables de Séneca, el máximo representante de esta escuela filosófica antigua, que al hacerlo casi contradice su repudio formal de la filosofía pagana.

Asimismo, uno de los más grandes teólogos cristianos de la historia, el gran Agustín de Hipona, citó también de manera muy favorable al filósofo Cicerón. Y no era para menos, pues como nos lo recuerda el historiador cristiano Justo L. González: “Fue en Cartago, y con el propósito de mejorar su estilo, que Agustín leyó ‘El Hortensio’ de Cicerón, obra ésta que le hizo apartarse de la retórica pura y superficial y lanzarse a la búsqueda de la verdad”. Pero escuchemos como lo dice el propio Agustín en su obra Las Confesiones: “Más siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así el fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama «el Hortensio». Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti”. Como ven, contra todo pronóstico, fue gracias a un libro de filosofía que Agustín corrigió el rumbo que llevaba su vida para llegar a la Biblia y terminar convertido al cristianismo.

Por estas y otras razones que no alcanzaría a enumerar, la filosofía también es necesaria en la defensa de la fe. Añado sólo un par más. Entre los llamados “padres de la iglesia” de los cuatro primeros siglos del cristianismo, la postura de Taciano y Tertuliano fue más bien minoritaria, pues la mayor parte de los más destacados teólogos y apologistas cristianos de estos primeros siglos de la iglesia, con Agustín entre ellos, eran, además de hombres piadosos versados en la Biblia y en la teología, también amplios conocedores de la filosofía y la utilizaban con destreza en la defensa de la fe. Tanto así que se considera de manera general que durante toda la Edad Antigua y la Edad Media la teología y la filosofía se llevaron muy bien y marchaban juntas. Clemente, el gran teólogo de Alejandría incluso llegó a afirmar que la filosofía fue dada a los griegos con el mismo propósito que la ley fue dada a los judíos, para servirles de guía que los condujera a Cristo. Fue de este modo que la filosofía llegó a convertirse en una útil auxiliar de la teología, al punto que se llegó a designar a la filosofía como “ancilla theologiae”, es decir, sierva de la teología. Fue únicamente a partir de la Edad Moderna que la teología y la filosofía se enemistaron y separaron, experimentado ambas una gran pérdida en este enfrentamiento. Pérdida especialmente sentida por la disciplina apologética a la hora de defender la fe con consistencia y convicción ante el pensamiento secular neopagano o ateo indistintamente de nuestros días.

Y cierro este punto relacionando algunos usos provechosos de la filosofía en la defensa de la fe. En primer lugar, ayuda a precisar términos y a definir conceptos con exactitud, algo necesario a la hora de hacer una defensa de nuestra fe para lograr hacernos entender correctamente por nuestros interlocutores y eventuales opositores. De hecho, términos de uso general hoy día, no sólo en el campo de la teología sino en el lenguaje culto, tales como esencia, sustancia, naturaleza, subsistencia y persona, entre otros; alcanzaron el significado que hoy ostentan gracias a la teología y la filosofía combinadas.

En segundo lugar la filosofía nos enseña a pensar y a expresar nuestros pensamientos ─incluyendo la correcta exposición de la Biblia─ de una manera metódica y sistemática, con rigor intelectual. Nos enseña a darle peso a nuestras razones y a razonar de una manera lógica, coherente, consecuente y contundente. Nos adiestra en la labor de sacar deducciones concluyentes y de descubrir todas las implicaciones que un planteamiento doctrinal o teórico cualquiera tiene para la vida práctica de las personas que lo suscriben o profesan, algo muy necesario en el campo de la fe para la práctica de la ética cristiana. En pocas palabras, la filosofía tal vez no nos enseñe a creer en Cristo, pero si nos ayuda a entender por qué hemos creído en él.

Y en último lugar, la filosofía refuerza nuestra capacidad para pensar de manera crítica, ayudándonos a examinar mejor las cosas para no dejarnos meter gato por liebre de tal manera que, puesta al servicio de la teología bíblica impedirá que seamos como niños: “… zarandeados por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza y por la astucia y los artificios de quienes emplean artimañas engañosas” (Efesios 4:14). A la luz de lo todo anterior, queda establecida la necesidad de adquirir siquiera un mediano pero satisfactorio conocimiento filosófico, por lo menos a nivel general y sintético, en el propósito de hacer una buena defensa de nuestra fe.

La ciencia

Queda por tratar el tercer y último pie de apoyo de nuestro trípode: la ciencia. La razón por la cual debemos tener en cuenta a la ciencia a la hora de hacer una defensa sólida de nuestra fe es porque la ciencia, al igual que la filosofía bien entendida, se ocupa de la búsqueda de la verdad. Y la verdad es por definición una sola. Así, si la Biblia nos revela la verdad, esta verdad revelada debe corresponder con la realidad del mundo que experimentamos por medio de nuestros sentidos y que la ciencia estudia. Claro, no todo lo que se hace pasar por ciencia es verdadera ciencia. Así como Pablo nos advirtió contra cierto tipo de filosofía, también nos advirtió contra la ciencia que quiere hacerse pasar como tal sin serlo realmente: “Timoteo, ¡cuida bien lo que se te ha confiado! Evita las discusiones profanas e inútiles, y los argumentos de la falsa ciencia” (1 Timoteo 6:20).

Pero esto no significa que la ciencia sea mala. Existe mala ciencia. O tal vez deberíamos decir falsa ciencia. Pero también existe buena y auténtica ciencia, de manera semejante a lo que sucede también con la filosofía. Por eso no podemos marginarnos de la ciencia. De hecho la ciencia es una bendición de Dios: “…  el Señor da la sabiduría; conocimiento y ciencia brotan de sus labios” (Proverbios 2:6). Y como tal es algo demasiado importante como para dejarla por completo en manos de los científicos. La ciencia, con todo y sus salidas en falso ─o más bien las salidas en falso de los científicos que la cultivan─ es un medio necesario para confirmar las verdades reveladas en la Biblia, no sólo en la experiencia personal del creyente, sino en esta creación que Dios llevó a cabo con sabiduría y que consideró buena en gran manera en su momento.

De hecho, como lo mencione tangencialmente en la conferencia del mes pasado en el blog, a diferencia de lo que muchos científicos ateos y agnósticos de la actualidad quieren hacernos creer ─que dicho sea de paso, por cuenta de la teoría del Diseño Inteligente, son cada vez menos─ los logros de la ciencia actual se deben a un selecto grupo de devotos creyentes cristianos cuya fe y conocimiento de la Biblia los impulsó a investigar la manera en que la inteligencia divina se revelaba en la naturaleza y el universo en general. No por nada la Biblia dice que: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos. Un día comparte al otro la noticia, una noche a la otra se lo hace saber. Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz perceptible, por toda la tierra resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo!” (Salmo 19:1-4); “Me explico: lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues él mismo se lo ha revelado. Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Romanos 1:19-20). Así, pues, los primeros científicos de la era moderna eran cristianos convencidos y comprometidos que, gracias a estos pasajes bíblicos entre otros, se sintieron impulsados a estudiar el universo y la naturaleza con celo religioso y de este modo, mediante sus investigaciones sentaron las bases en las que se apoya todo lo alcanzado por la ciencia moderna.

Muchos estudios demuestran que, contrario a lo afirmado en muchas de las universidades seculares en cuanto a que el mundo occidental llegó a ser la punta de lanza y la avanzada de la ciencia moderna gracias al racionalismo de la ilustración francesa, la realidad es que esto sucedió fue gracias a la Biblia y al cristianismo, logrando superar y dejar muy atrás a otras culturas que también cultivaron la ciencia de manera incipiente en su momento, como los griegos, los chinos y los árabes. No puede discutirse, entonces, que fue gracias a la influencia de la Biblia y al impulso que el cristianismo brindó a la ciencia occidental que ésta, partiendo de atrás, sobrepasó y superó de lejos a estas otras culturas y llegó a ser lo que es hoy. Un impulso del que carecieron griegos, chinos y árabes por igual en su momento de mayor auge.

Por todo lo anterior, la ciencia es importante a la hora de defender la fe, por lo que no podemos ceder ni dejarnos arrebatar de las manos por el pensamiento secular neopagano un patrimonio que fue y debe seguir siendo nuestro, tanto por historia como por afinidad natural. He ahí completo el trípode en el que se apoya una solvente defensa de la fe, tanto para afianzar con firmeza nuestros pies en el evangelio de Cristo, como para atraer a otros a Él echando por tierra sus objeciones intelectuales a la fe y quitándoles muchos de los pretextos que esgrimen para no creer en Cristo, obrando de la manera en que lo hacían los apóstoles: “Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Cristo, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo” (2 Corintios 10:5).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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  • Como creyentes, es un deber estar capacitados para argumentar a todo aquel que nos pida explicaciones sobre la fe que profesamos, bien lo dice el apóstol Pablo,
    “Más bien, honren en su corazón a Cristo como Señor. Estén siempre preparados para responder a todo el que les pida razón de la esperanza que hay en ustedes” (1 Pedro 3: 15).
    Gracias pastor por recordarnos estas bases fundamentales para la apología de nuestra fe.
    ¡Bendiciones!