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Conferencias

Las lecciones del paganismo

Aciertos y extravíos de la religión secular

Existe algo que contribuye a levantar habitualmente una innecesaria barrera entre el creyente y el inconverso a la hora de argumentar y exponer las razones que juegan a favor de la fe cristiana. Se trata de la actitud enjuiciadora y de superioridad por parte del cristiano al argumentar, actitud que lo hace poco dispuesto a escuchar a su interlocutor, convirtiendo frecuentemente el intercambio en un “diálogo de sordos” en el que las dos partes están más interesadas en estructurar sus propios argumentos que en escuchar con la debida atención los de su contraparte.

C. S. Lewis, el gran apologista del siglo XX, acuñó el término “bulverismo” para referirse al vicio de la argumentación que consiste en sugerir que alguien está equivocado, juzgando sus presuntas motivaciones ocultas, antes de demostrar que, en efecto, su argumentación es equivocada desde el punto de vista de la lógica estricta y la correspondencia con la verdad. Añade Lewis que este vicio nos impide “hacernos cargo” como corresponde de los argumentos de la contraparte para rebatirlos de manera consistente. Y ─añadiría yo─ también para concederle eventualmente la razón con humildad cuando pueda tenerla.

La afirmación que acabo de hacer puede sonar blasfema para muchos y suscita de inmediato la pregunta ¿y es que el inconverso y pagano moderno ─ateo, agnóstico, escéptico o seguidor de otras religiones indistintamente─ puede tener la razón en algo al argumentar a favor de su postura en contra de la postura del cristiano? ¿No es acaso la iglesia, según lo dice Pablo, “columna y fundamento de la verdad”? La respuesta a ambas preguntas es “sí” y no estoy incurriendo en una contradicción al afirmar lo anterior, como espero demostrarlo enseguida. Pero vamos por partes.

Escuchar y aprender

Dietrich Bonhoeffer, teólogo alemán mártir de la fe y opositor del régimen nazi nos recordaba que: “El primer servicio que uno debe a otro en la comunidad consiste en escucharlo… Dios… también… nos escucha. Escuchar a nuestro hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha hecho con nosotros”. En efecto, se dice que Dios dio al ser humano dos oídos y una boca porque deseaba que estuviera más dispuesto a escuchar que a hablar: “Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse” (St. 1:19). En este orden de ideas, disponer de dos oídos tiene otras aplicaciones más concretas que la Biblia revela y que el sentido común confirma, tal como el hecho de poder oír atentamente a ambas partes involucradas en una discusión, antes de tratar de esclarecerla y resolverla sabia, justa y satisfactoriamente: “El primero en presentar su caso parece inocente, hasta que llega la otra parte y lo refuta” (Pr. 18:17). Escuchar es, pues, necesario para llegar a comprender verdaderamente. Para que la iglesia pueda, entonces, actuar eficazmente en el mundo y comunicar con eficiencia el evangelio al mundo, es imprescindible que antes de ello escuche cuidadosamente con ambos oídos, aplicando uno de ellos a oír con avidez, respeto y profundidad la Palabra de Dios, y el otro a escuchar al mundo al cual ha sido enviada, no para contemporizar con él ni aprobarlo, sino para comprenderlo y trazar un plan de acción misionera que tome en cuenta la coyuntura y circunstancias particulares en que éste se encuentra en un momento dado de la historia. No escuchar en este sentido puede llevarnos al anacronismo y a la falta de pertinencia del evangelio para el mundo de hoy. Sin mencionar que escuchar al mundo es una muestra de poseer la humildad necesaria para ─en palabras del pastor y biólogo español Antonio Cruz─ “aprender también del evangelizado”, pues al escucharlo ─añade─ “es posible que el evangelizador pueda resultar evangelizado en algunos aspectos”.

Lecciones del paganismo antiguo

Lo que he designado aquí como “paganismo antiguo” incluye, desde las culturas primitivas y bárbaras de la antigüedad, hasta las grandes civilizaciones politeístas de nuestro pasado histórico. En relación con estos grupos humanos, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo algo muy cierto: “Incluso hombres pertenecientes a civilizaciones atrasadas tienen su valor”. Ciertamente, la etnología, la antropología y las ciencias de la religión han revaluado el adjetivo “primitivo” aplicado a comunidades humanas determinadas ─ya sea del pasado o de la actualidad─ que no ostentan el desarrollo cultural o tecnológico de las naciones occidentales ni han alcanzado el anhelado “estado de bienestar” tal como éste se concibe en Occidente. Y al hacerlo nos informan que ya no podemos mirar a estas comunidades con aire desdeñoso y con ínfulas de superioridad debido fundamentalmente a que a estas alturas debemos reconocer que no obstante su casi nulo desarrollo tecnológico y prácticas culturales y religiosas doctrinalmente cuestionables, aun así podemos aprender de su propia experiencia.

Déjenme explicarme mejor refiriéndome a la clasificación de las religiones efectuada por el estudioso español Xabier Pikaza. Él distingue entre: religiones de la naturaleza, religiones de la interioridad y religiones de la historia. Estas últimas ─entre las que sobresale justamente el cristianismo─, son tal vez las más desarrolladas en la medida en que han traído los mayores beneficios a la humanidad en general. Sin embargo, los pueblos primitivos pueden enseñarnos a recuperar una relación armoniosa y reverente con la naturaleza al mejor estilo del salmo 19:1: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos” y Romanos 1:20: “Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa”, sin tener por ello que divinizarla.

Asimismo, los pueblos orientales que han aportado al mundo las llamadas “religiones de la interioridad” pueden llamar nuestra atención a la necesidad de la introspección críticamente honesta y de la mística interior del que se encuentra a solas con Dios en la profundidad de su ser sin necesidad de parafernalias externas, en línea con el salmo 51:6: “Yo sé que tú amas la verdad en lo íntimo; en lo secreto me has enseñado sabiduría” y Juan 4:23-24: “Pero se acerca la hora, y ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”.

Así, pues, el vocablo “primitivo” puede indicar a veces algo ancestral y más genuinamente cercano a los orígenes que aquello “actual” y “desarrollado” de lo que a veces nos jactamos desmedidamente. No se trata, entonces, de abandonar lo propio para incorporar lo ajeno, sino que, al verlo reflejado de manera imperfecta en lo ajeno, podemos  reencontrar y valorar lo propio que hemos descuidado. Al fin y al cabo, la sabiduría no es patrimonio exclusivo del pueblo de Dios, como lo da a entender el evangelista: “Después de que Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, llegaron a Jerusalén unos sabios procedentes del Oriente” (Mt. 2:1).

La actitud humilde del cristiano a este respecto y su disposición a aprender de quien quiera que pueda enseñarle, así no sea cristiano, puede ser de entrada más persuasiva ─en términos de cordialidad, más que de racionalidad apologética─ que los mejores argumentos a favor del cristianismo. También en relación con este asunto el teólogo alemán Christian Schwarz sostenía que: “Aunque los cristianos nos hayamos dejado robar ya el arco iris, no deberíamos dejarnos robar… el sol”. Al hacer esta afirmación quería dar a entender que por el hecho de que los pueblos paganos primitivos ─inclinados a la adoración de la naturaleza─ adoraran por esta causa al sol o al arco iris indistintamente en un culto claramente idolátrico, esto no significa que los cristianos debamos entonces renegar del sol y del arco iris o de cualquier otra realidad creada que sea objeto de adoración pagana, puesto que la buena creación de Dios no se transforma automáticamente en algo malo en el momento en que algunos la adoren equivocadamente. Lo que debemos hacer los cristianos a este respecto no es desechar ni mucho menos satanizar y combatir las cosas creadas cuando éstas se conviertan en objeto de culto idolátrico, sino valorarlas y colocarlas en su justo lugar y proporción. De lo contrario, bajo el pretexto de salvar la honra y dignidad del Creador, terminaremos permitiendo que el paganismo nos robe la creación entera. Los creyentes podemos, ciertamente, adorar al Dios Creador vivo y verdadero revelado en Jesucristo, sin dejar arrebatarnos en el proceso la creación en la medida en que ésta refleja su gloria.

Panteísmo

El panteísmo es, al mismo tiempo, el acierto y el extravío del paganismo antiguo y moderno. De nuevo C. S. Lewis hace algunos comentarios que ayudan a precisar el alcance de esta propuesta. Señala él que el panteísmo, esa concepción de Dios que lo identifica y confunde con su creación al punto de igualarlos y no ver ninguna distinción entre ambos, ha sido en la antigüedad la religión que surge de manera natural en los hombres en ausencia de la revelación bíblica y, asimismo, la religión a la que degenera y converge esa misma humanidad al abandonar la revelación y nivelarse por lo bajo en la tecnificada época moderna. Así, en sus propias palabras: “Panteísmo es la actitud en la que cae automáticamente la mente humana cuando se abandona a sí misma”. Previamente se había referido a ello diciendo también: “Lejos de ser el refinamiento religioso final, el panteísmo es de hecho la constante curva descendente natural de la mente humana; el permanente nivel ordinario por debajo del cual el hombre a veces naufraga bajo la influencia de hechicerías y supersticiones; pero sobre el cual sus propios esfuerzos sin otra ayuda no son capaces de remontar nunca al hombre, sino después de mucho tiempo”.

Ahora bien, esto no significa que todo esté mal con el panteísmo. Los cristianos sabemos que el panteísmo contiene elementos veraces que son rescatables, como lo es el hecho de señalar los aspectos de la deidad que tienen relación con dos de los atributos que la teología bíblica asigna con justicia a Dios, tales como la inmanencia y la omnipresencia; pero sabemos también que estos dos atributos por sí solos nos proveen de una imagen muy pobre del Dios vivo y verdadero revelado en la Biblia y en Jesucristo. Así, pues, el panteísmo acierta en principio, pero siempre se queda corto al tratar de ir más allá de esas intuiciones básicas sin la guía de la revelación. Y lo malo es que si la razón y la imaginación humanas intentan ir más allá de esto por sí solas, suelen extraviarse sin remedio en el camino. Por eso, concluye Lewis: “… el Panteísmo es… la natural, instintiva sospecha de la mente humana, no completamente equivocada, pero necesitada de rectificación… En cada uno de los aspectos, el Cristianismo tiene que corregir la concepción natural del Panteísmo y ofrecer algo más difícil… En cada instante, tiene que multiplicar las distinciones y eliminar las falsas analogías. El Cristianismo se ve obligado a introducir la concepción de algo que tiene una peculiar, concreta y profundamente articulada manera de ser, en lugar de las amorfas generalidades en las que el Panteísmo se reclina cómodamente”.

El cristianismo está, pues llamado, no a contradecir ni a combatir de manera absoluta las acertadas intuiciones básicas comunes a las religiones paganas antiguas o a la religión secular moderna, sino a afirmarlas con más precisión y a corregirlas justo en el punto en que aquellas se desviaron y extraviaron, borrando con el codo lo que habían logrado escribir con la mano.

Extravíos de la religión secular moderna

Una de las falacias que han hecho carrera en el secularizado mundo moderno es la creencia en que el avance tecnológico y científico implica automáticamente progreso espiritual y que, por lo tanto, la ciencia está llamada a superar y dejar atrás las formas supuestamente primitivas de religiosidad que caracterizaron a los pueblos de la antigüedad, incluyendo entre ellos, por supuesto, al cristianismo. O por lo menos, al cristianismo tradicional ceñido a lo que se conoce como ortodoxia o sana doctrina. Porque en nombre de la ciencia y del presunto “progreso” la teología liberal no ha desechado al cristianismo, sino que ha procedido más bien a “pulirlo” de sus “primitivas” asperezas. Es así como, en nombre de la “progresista” espiritualidad secular moderna, la teología liberal nos dejó con una versión atenuada y completamente aguada del cristianismo que disuelve la radicalidad de su mensaje en conceptos e ideas aceptables para el hombre moderno. Es célebre la frase del teólogo norteamericano Richard Niebuhr para describir el resultado de esta iniciativa. Y el resultado es un cristianismo en el cual, al decir de Niebuhr: “Un Dios sin ira, lleva a gente sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin cruz”.

De hecho, ante la acusación de uno de sus oyentes en el sentido de que el mensaje de la Biblia era obsceno y primitivo el teólogo R. C. Sproul respondió que, efectivamente, la Biblia era exactamente eso: obscena y primitiva. Pero no por causa de Dios sino del hombre, cuyas historias más truculentas y escabrosas quedaron registradas allí como situaciones de hecho sin que por ello deba presumirse que son aprobadas o tan siquiera toleradas por Dios. Por el contrario, si han quedado consignadas fue para reprenderlas y advertirnos gráficamente sobre las consecuencias del pecado. Y la noción de pecado no puede seguir siendo tachada de anacrónica y primitiva ya que, hoy por hoy, cualquier noticiero de la noche es un testimonio contundente de que el pecado no es una invención del judaísmo ni del cristianismo primitivos, sino una realidad que nos afecta a todos en mayor o menor grado en todas las épocas.

Del mismo modo, la religión secular de la actualidad desechó los relatos milagrosos del cristianismo por considerarlos “mitos” pero ha incurrido a su vez en sus propios mitos modernos pseudocientíficos para sustituir los antiguos. Antonio Cruz se refirió a esto al declarar: “Muchas… utopías que anhelaban la sociedad perfecta forjaron auténticos mitos sociales… el hombre actual… sigue necesitando y creando mitos para poder sobrevivir… A pesar de la tecnología y los avances científicos… las sociedades del tercer milenio continúan… apoyándose en los mitos humanos”. Parece, entonces, que el anuncio de Pablo se cumple no sólo en el campo estrictamente religioso, sino también en el campo del pensamiento secular: “Dejarán de escuchar la verdad y se volverán a los mitos” (2 Timoteo 4:4).

En efecto, los grandes metarrelatos de la modernidad, enumerados por Antonio Cruz en su libro Sociología, entre los que se encuentran la maquiavélica creencia en que el fin justifica los medios, ─tan común entre nuestros políticos corruptos─, o en que la razón humana tiene la autoridad final y absoluta ─como lo promulga el racionalismo─, o en que los gobernantes deben tener poder absoluto sobre su pueblo, ─como lo han venido defendiendo los diferentes tiranos y dictadores a lo largo de la historia por medio de toda clase de regímenes absolutistas─, o en que la propiedad privada es tan sagrada como la vida humana ─como lo sostiene el neoliberalismo o capitalismo salvaje que ha dado lugar a las crisis económicas que hemos venido padeciendo en las últimas décadas y la profunda y creciente inequidad que la acompaña─, o que somos el producto de una ciega y azarosa selección natural, ─como lo afirman los evolucionistas ateos─, o que la solución a nuestros problemas es que el llamado “proletariado” se tome el poder por las armas si es preciso, ─como lo declaró Marx y el comunismo en general─, o que el impulso sexual es lo que guía la vida humana y que, por lo tanto, hay que darle curso libre, ─como lo proclamó Freud dando lugar a la promiscuidad sexual que hoy nos consume─ o que el hombre es bueno por naturaleza ─como lo creía ingenuamente Rousseau─ y otros metarrelatos similares; todos ellos han terminado decepcionando a quienes pusieron su confianza y esperanza en ellos y han demostrado no ser más que sofisticados mitos modernos.

Del mismo modo, el planteamiento de Augusto Comte en el sentido de que la ciencia dejaría por completa obsoleta a la religión también ha mostrado no tener fundamento en la realidad. Más bien, parece que Gino Iafrancesco Villegas tiene razón al sentenciar: “No todo es tan sólo mito en los mitos, como tampoco todo es ciencia en las ciencias… muchas hipótesis científicas son evidentemente también mitos, y cumplen el papel del mito entre sus adeptos. La fe en la ciencia es la nueva mística de la mitología actual. La ‘ciencia’ es el mito moderno”.

Por último, al promover una moralidad apoyada tan sólo en la razón y desligada de la religión en general y del cristianismo en particular, el pensamiento secular ha reducido la religión a mera moralidad. Así, la religión de muchas personas en la actualidad es la moralidad y nada más. Una moralidad convertida en ídolo, manifestado de manera especial en la defensa cerrada que hoy se hace de los derechos humanos por encima de cualquier otra consideración, como si más allá de los derechos humanos no existiera nada más en que creer y por lo que valga la pena luchar. Y de nuevo, los cristianos debemos coincidir con el pensamiento secular en la importancia que la moralidad tiene y también en la defensa de los derechos humanos, pero al mismo tiempo debemos corregirlo en su pretensión de otorgar a la  moralidad y a los derechos humanos un valor absoluto, recordándole que si la moralidad no se apoya en Dios ─y particularmente en Dios tal como se nos revela en la biblia y en Jesucristo─ degenera en un grosero relativismo por el que cada grupo humano y cada persona individual puede sostener su propio sistema de valores y defenderlo racionalizándolo a su conveniencia sin que nadie tenga el derecho de cuestionarlo y someterlo a crítica. En síntesis los cristianos debemos recordarle al mundo que si bien es cierto que la dignidad humana es algo que debe ser fomentado y promovido en todas partes y bajo cualquier circunstancia, también lo es que, como lo dijera el teólogo R. C. Sproul como oportuno epílogo de esta conferencia: “Si no hay gloria divina, no hay dignidad humana”.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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