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El teísmo abierto

Dios no es soberano ni omnisciente

El teísmo abierto es una concepción de Dios que se viene planteando en el medio académico cristiano desde finales del siglo XX y comienzos del XXI y que intenta conciliar la tensión siempre presente entre el libre albedrío humano afirmado en las Escrituras y la soberanía que la Biblia también le atribuye a Dios, ambos defendidos entonces por la teología cristiana clásica a lo largo de los siglos. El teísmo abierto se inclina a favorecer de tal modo la realidad del albedrío humano que termina cuestionando la soberanía de Dios al negarle uno de los atributos asociados a ella de manera lógica, como lo es la omnisciencia en este caso. Pero para entender de qué se trata es oportuno definir brevemente la soberanía y la omnisciencia, pues únicamente así comprenderemos lo que está en juego en las afirmaciones del teísmo abierto.

Dicho de manera escueta, la soberanía de Dios se define como la autoridad y el poder absoluto que Dios ejerce en el universo al punto de que Él no solo determina lo que quiere que suceda y lo lleva a cabo sin que nada ni nadie en el universo pueda evitarlo, sino que, en consecuencia, las cosas que suceden que atribuimos a las elecciones procedentes del albedrío concedido a los ángeles y a los seres humanos, suceden también porque Dios en su soberanía las ha hecho posibles al habernos creado y determinado otorgarnos la capacidad de tomar decisiones libres y al permitir, a su vez, que las decisiones que tomamos en ejercicio de esta capacidad puedan eventualmente ir en contravía con lo que Él nos ordena mediante sus mandamientos y preceptos revelados en la Biblia y en nuestra conciencia moral. La soberanía de Dios requiere, pues, que Él posea al menos dos atributos más que la Biblia, en efecto, le asigna: la omnipotencia y la omnisciencia. La omnipotencia para hacer lo que Él quiere sin que nada ni nadie pueda, a la postre, detenerlo, y la omnisciencia para saber todo lo que nosotros haremos de tal modo que nada de lo que hagamos lo pueda tomar por sorpresa y estropear de manera definitiva sus planes y propósitos.

Negar o cuestionar de algún modo la soberanía de Dios implica, entonces, tener que negar también alguno de estos dos atributos, que en el caso del teísmo abierto es la omnisciencia, o más exactamente, el ejercicio de ella que también conocemos como presciencia, es decir el conocimiento previo que Dios tiene de todo lo que va a suceder en el futuro antes de que suceda efectivamente. El teísmo abierto niega así la presciencia como parte del entendimiento clásico de la soberanía y la omnisciencia de Dios, pues considera, por una parte, que afirmar la soberanía y la omnisciencia hace lógica y racionalmente incompatible y contradictorio afirmar al mismo tiempo la realidad del albedrío humano, convirtiéndolo en una ilusión o un engañoso sofisma y nada más, pues en último término todo lo que sucede, sucede porque Dios así lo determina, ya sea de manera directa al ejercer Su poder para hacer que suceda sin nuestra intervención y concurso, o también de manera indirecta haciendo que nuestras decisiones converjan con Su voluntad y propósitos, como si al ejercer nuestro presunto albedrío no estuviéramos más que siguiendo sin saberlo un libreto previamente elaborado por Él y nada más.

En su loable afán por establecer y defender la realidad del albedrío humano el teísmo abierto sacrifica así la soberanía y la omnisciencia de Dios por considerarlas lógicamente incompatibles con el primero y sostiene entonces que Dios no conoce el futuro de manera exhaustiva y que, para sacar adelante sus propósitos, tiene que, por decirlo así, esperar para ver lo que sucede antes de tomar decisiones, reaccionando a su vez a nuestras propias e imprevistas decisiones. Esta forma de concebir a Dios en su interacción con Su universo hace depender también a Dios del tiempo, perdiendo de vista que la realidad divina está por encima y más allá del tiempo y que el tiempo mismo, o para decirlo en términos científicos: el espacio-tiempo, en que el universo y los seres humanos nos desenvolvemos es también una creación Suya.

Ahora bien, hay algunos aspectos del teísmo abierto con el que la teología clásica tiene que hacer causa común. En primer lugar, la defensa del libre albedrío de ángeles y seres humanos como algo real que nos hace responsables delante de Él y de nuestros semejantes y no como una farsa o una engañosa parodia que nos llevaría a pensar que somos libres y responsables de nuestros actos cuando en realidad no seríamos más que títeres o robots biológicos que no hacen más que seguir la programación con la que fuimos creados para actuar, despojándonos de nuestra responsabilidad en relación con el bien y el mal, y trasladándola por completo a Dios como el programador que cargó este programa en la mente, la conciencia y la voluntad de cada ser humano, haciéndonos creer que somos libres, cuando en realidad todo lo que sucede está ya determinado por Él de manera por demás fatalista e inmodificable, algo que no deja de ser más que una ofensiva caricatura del Dios vivo revelado en Jesucristo.

El segundo aspecto en que debemos estar de acuerdo con el teísmo abierto es en que, al decidir crear un universo temporal; en sus interacciones con este universo y sus criaturas ꟷseres humanos en particularꟷ, Dios decidió también someterse Él mismo de manera plenamente consciente, voluntaria, intencional y calculada al tiempo al que estamos sometidos y en el que nos desenvolvemos de manera inevitable todos los seres humanos sin excepción. La encarnación de Cristo como hombre en el marco de nuestra historia es la prueba más concreta y palpable de esto, de esta humillación voluntaria asumida por Dios en relación con el universo por Él creado, rebajándose y participando así de las condiciones que éste nos impone a todos los hombres. Esta es la base de lo que la teología llama acertadamente “lenguaje antropomórfico” para referirse y describir la actividad de Dios, atribuyéndole, por ejemplo, ojos, manos, oídos, rostro, espalda, etc. no porque Él, que es espíritu, tenga en realidad un cuerpo como el nuestro con todos estos órganos o partes, sino para indicar simplemente que Él ve, que Él actúa con poder, que Él oye, y que, en su voluntad, puede manifestar a los hombres bondad y misericordia o juicio e ira indistintamente, según se requiera.

Justamente, más allá de los aspectos lógicos esgrimidos por el teísmo abierto para señalar la presunta incompatibilidad entre la realidad del libre albedrío humano y la soberanía y omnisciencia divinas tal como las entiende la teología cristiana clásica ꟷaspectos que pueden ser, de hecho, satisfactoriamente conciliados en el cristianismo indicando que, si bien Dios no es ni puede ser el autor del mal, sí puede, sin embargo, sacar el bien del mal llevado a cabo por sus criaturas en ejercicio del libre albedríoꟷ, hay que reconocerle al teísmo abierto que hay inquietantes y enigmáticas declaraciones bíblicas en relación con Dios que no se pueden explicar, como lo pretende la teología clásica, diciendo que éstas no son más que otras formas de “lenguaje antropomórfico” para referirnos a la actividad de Dios de una manera que sea comprensible para nosotros los hombres.

Podemos resumir estas declaraciones en los siguientes tres tipos básicos. En primer lugar, aquellas en las que Dios manifiesta “arrepentimiento”, no en el sentido humano relacionado con el pecado, pero sí en el sentido de que Él cambia de todos modos de parecer en algunos casos, condicionado a nuestras actuaciones y decisiones en uno u otro sentido. En segundo término, aquellas en que Dios manifiesta sorpresa ante las acciones de los seres humanos, como lo hizo Jesucristo ante la incredulidad de sus paisanos en Nazaret o ante la fe fuera de lo común del centurión romano o de la mujer sirofenicia en el evangelio. Y por último, aquellas en las que Dios expresa que las acciones pecaminosas que los seres humanos conciben son tan ofensivas que ni siquiera a Él se le hubieran ocurrido o pasado por la mente.

Ninguna de estas declaraciones puede ser convincentemente explicada apelando al lenguaje antropomórfico por el que Dios, para revelarse comprensiblemente a nosotros los hombres, tendría que “rebajar” su lenguaje a un nivel de comprensión que esté a nuestro alcance. Tal vez el último caso, el de las acciones pecaminosas de los seres humanos que a Dios ni siquiera se le hubiera ocurrido pensar, pueda explicarse hasta cierto punto como una apelación a la hipérbole o exageración como legítima figura del lenguaje para descalificar con mayor intensidad la gravedad de las acciones pecaminosas de los hombres; pero ni la hipérbole ni el lenguaje antropomórfico sirven como explicación para los dos primeros casos, que son los que presumiblemente justificarían la concepción de Dios propia del teísmo abierto.

En efecto, si Dios en algún sentido se arrepiente de lo que pensaba hacer inicialmente, condicionando su accionar a las acciones humanas, y si Dios se sorprende legítima y auténticamente por ciertas acciones humanas o, incluso, si existe un sentido real en que hay cosas que hacemos que a Él ni siquiera se le hubieran pasado por la mente, debe ser porque su conocimiento del futuro no siempre exhibe el grado de certeza que cabría esperarse si todo lo que sucede está ya determinado de un modo u otro por Él. Sin embargo, no hay que renunciar ni a su soberanía ni a su absoluta omnisciencia para encontrar una respuesta medianamente satisfactoria a este dilema, que no sacrifique tampoco el libre albedrío en el proceso.

Esta respuesta se halla en la distinción entre las nociones estadísticas de necesidad, de posibilidad y de probabilidad. Así, pues, lo que Dios determina que suceda al margen de nuestras acciones y disposiciones a colaborar o a resistirnos a ello, sucede de manera necesaria e inobjetable y nadie podrá oponerse definitivamente a su realización. Pero no todo lo que sucede lo establece Dios de manera necesaria y al margen de nosotros. Hay muchas cosas que Dios ha determinado que sucedan con nuestra colaboración y que dejen de suceder, por lo menos durante en tiempo, si no cuenta con ella. Y es aquí donde entran los conceptos de posibilidad y probabilidad. En este orden de ideas Dios conoce exhaustivamente no sólo lo que Él ha determinado que suceda de manera necesaria e independiente de nosotros, sino también las posibilidades de acción de todo ser humano en todos los momentos de su vida y las cosas que, dentro de esta gama completa de posibilidades, serían más o menos probable que sucedan, teniendo en cuenta el carácter de los hombres y las circunstancias en las que nos encontramos o encontraremos en un momento dado.

Y con este conocimiento a su disposición, Él puede prever toda la incontable cantidad de cursos de acción que podríamos seguir en el curso de las vidas de todos los seres humanos, que Él abarca con un solo y eterno golpe de vista mediante Su omnisciencia o conocimiento exhaustivo y, sin eliminar nuestro albedrío ni forzarlo de algún modo, puede intervenir sutil y convincentemente como Él lo determine para inclinar nuestra voluntad en cualquiera de estas múltiples direcciones posibles y más o menos probables, de la manera en que la Biblia lo describe cuando dice que: “En las manos del Señor el corazón del rey es como un río: sigue el curso que el Señor le ha trazado” (Proverbios 21:1), de modo que, en último término, siempre converjan, tarde o temprano y gracias a nosotros o a pesar de nosotros, con sus propósitos finales. Así, pues, podemos, con nuestras decisiones, apartarnos de sus caminos y entorpecer sus propósitos, pero al final todos y cada uno de los cursos de acción que emprendamos en contra de su voluntad Él ya los ha considerado y conocido y para todos y cada uno de ellos ya tiene un plan de contingencia, de modo que todos ellos no son más que desviaciones temporales de sus propósitos que no podrán, sin embargo, impedir su realización definitiva.

Subsiste la pregunta, entonces de ¿por qué se sorprende o por qué se arrepiente, o por qué afirma que lo que hacemos a Él no se le hubiera ocurrido? Porque si es cierto que Dios respeta nuestro albedrío y que se ha sometido voluntariamente a actuar en nuestro marco de tiempo, Él solo puede elegir el plan de contingencia más apropiado a seguir cuando nuestras decisiones le indiquen que, en su insondable sabiduría, ese y no otro es el plan apropiado, por lo cual en realidad nada lo toma por sorpresa. Sin embargo, las manifestaciones de sorpresa o de arrepentimiento de su parte están de todos modos justificadas y son reales cuando tomamos decisiones que, si bien están dentro de nuestro rango de posibilidades que Él conoce bien, se ubican, sin embargo, por fuera de lo que sería de esperar de nosotros, o dicho de otro modo, por fuera del margen de probabilidades que sería natural esperar de nosotros.

Así, entre la gente de Nazaret moldeada por siglos junto con todo el pueblo judío en el anhelo y la expectativa de la venida del Mesías, sería de esperarse que cuando Él se manifestará, ellos estarían más que dispuestos a reconocerlo y a creer en Él, y cuando no sucede de este modo, es comprensible que Dios manifieste sorpresa. Con el centurión y la mujer sirofenicia, ambos miembros de pueblos paganos históricamente contrarios y opuestos a Dios, también las expectativas y las probabilidades jugaban en contra de que manifestarán una fe tan grande en Él como la que en efecto manifestaron. Por eso Dios se sorprende legítima y sinceramente. Y por eso Dios se arrepiente también de actuar de una manera determinada. Pero nunca porque haya perdido en algún sentido el control de la historia o porque no haya podido prever, en su omnisciencia, todo lo que podría suceder. Por eso, el planteamiento del teísmo abierto es innecesario y en últimas, peligroso y herético.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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