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Los derechos humanos

¿Nueva idolatría?

El tema de los derechos humanos inunda los medios de comunicación y las discusiones políticas locales y globales todos los días. El movimiento de la ilustración que dio inicio a la edad moderna a partir del clímax alcanzado con la revolución francesa ─que no fue, por cierto, el mejor ejemplo de respeto a los derechos humanos─ consagró la declaración universal de los derechos humanos que ha sido desde entonces, por lo menos sobre el papel, un referente obligado para todos los gobiernos posteriores, en especial para los que se han acogido a la democracia bajo la órbita de influencia de los países que constituyen lo que se conoce como la civilización cristiana occidental que está últimamente y en mala hora renegando de sus raíces cristianas para su propio perjuicio.

Así, pues, la discusión alrededor de los derechos humanos abarca desde intereses globales que nos conciernen a todos tales como el desarrollo de las guerras de turno en el mundo en general, pasando por la observación atenta de las actividades e intenciones de regímenes políticos totalitarios y más o menos cuestionados como los de Corea del Norte, China, Cuba y Venezuela, hasta asuntos locales como los de mi país, Colombia, que tocan por igual tanto a la guerrilla, a los grupos paramilitares por fuera de la ley, como también a las fuerzas del estado y condicionan incluso temas como la aprobación de planes de ayuda económica y la firma de los tratados de comercio con las naciones ricas y desarrolladas. Los derechos humanos son, pues, una cuestión omnipresente de un modo u otro en todas las discusiones que ocupan a los principales pensadores de la humanidad en la actualidad.

Por supuesto, se entiende que los derechos humanos sean uno de los principales intereses de todos y cada uno de los miembros de la humanidad ─valga aquí la redundancia─, que habita este mundo por razones más que obvias y evidentes. Entre otros, porque la constructiva, pacífica y armoniosa convivencia social depende del respeto mutuo de los derechos fundamentales de todas las personas que habitamos juntas este planeta. Hasta aquí no hay problema. El problema surge cuando hacemos de los derechos humanos algo absoluto e incondicionado, es decir el punto culminante de nuestra reflexión ética más allá del cual no se puede decir nada, pues es en ese momento cuando los derechos humanos pasan de ser algo legítimo y se transforman en algo cuestionable al convertirse en un nuevo y sutil ídolo adorado por la sociedad secular.

A este particular aspecto se refirió el escritor y político canadiense Michael Ignatieff con las siguientes palabras: “Los derechos humanos han llegado a ser el principal artículo de fe de una cultura secular que teme no creer en nada más… Los derechos humanos son malentendidos… si son vistos como una religión secular… hacerlo así es convertirlos en una especie de idolatría”. En efecto, muchos intelectuales indiferentes e incluso hostiles a Dios y a la religión han reconocido, no obstante, la necesidad de la moralidad en la vida humana al punto de optar por hacer de la moralidad su propia religión. Ellos, entonces, no creen en Dios ni profesan formalmente ninguna religión, pero defienden la moralidad con celo religioso, utilizando únicamente a la razón para definirla y promoverla.

La formulación y defensa de los derechos humanos son tal vez la expresión concreta más representativa de esta actitud. Pero el problema es que los derechos humanos no son algo que nos hayamos ganado a pulso con nuestro esfuerzo ni mucho menos, sino algo que nos ha sido otorgado de forma gratuita e inherente a la vida tal como ésta se manifiesta en la especie humana. La vida humana es un don divino y si no honramos debidamente a Dios, el dador y el Autor de la vida, difícilmente podremos concederle a nuestra vida un valor trascendente. Como lo dice el teólogo R. C. Sproul: “Si no hay gloria divina no hay dignidad humana”. Nuestro valor procede, entonces, de Dios y nuestros derechos son derechos únicamente por referencia a los demás seres humanos, pero en relación con Dios son dones y no derechos, pues Dios no le debe nada a nadie de modo que podamos reclamarle algo con la razón de nuestra parte.

No reconocer ni honrar, por tanto, a Dios es también a la larga dejar sin piso a los derechos humanos y erigirlos como nuevos, vanos e insustanciales ídolos seculares que desvían nuestra adoración hacia ellos y degradan nuestra vida en vez de dignificarla, como era su pretensión original, promoviendo de este modo esa censurable y desdeñosa jactancia hacia la religión que caracteriza a los humanistas seculares que se han arrogado el rótulo de “progresistas” con su discurso grandilocuente y sus desbordadas pretensiones y presunciones a favor de los seres humanos, actitud ya denunciada en las Escrituras con estas palabras: “¿Quién te distingue de los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué presumes como si no te lo hubieran dado?…” (1 Corintios 4:7-8), concluyendo con la inobjetable declaración hecha en su momento por el Bautista que debería ser suscrita por toda persona medianamente razonable: “─Nadie puede recibir nada a menos que Dios se lo conceda ─les respondió Juan─” (Juan 4:27).

Veamos algunos botones de muestra. En primer lugar, el derecho a la vida, el más fundamental de los derechos humanos, según se deduce de lo común que se ha vuelto la expresión “derecho a la vida”, nos puede llevar a pensar que la vida y todo lo bueno que ella conlleva, es un derecho inalienable que podemos exigir legítimamente en todos los frentes. Pero la vida no es un derecho absoluto. El cristianismo, más que cualquier otro sistema de creencias, reivindica la vida como uno de los valores supremos de la creación de Dios. Sin embargo, al mismo tiempo nos advierte que no es un valor absoluto, sino que en ocasiones debemos estar dispuestos incluso a sacrificarla en aras de otros valores superiores del reino de Dios, como la justicia por ejemplo.

Los cristianos primitivos, si bien vivían a plenitud, apreciando y agradeciendo continuamente a Dios por el divino don de la vida, no se aferraban a ella irreflexiva y obstinadamente, sino que estaban dispuestos a entregarla cuando fuera necesario por la causa de Cristo. La vida, y con mucha mayor razón la vida en las actuales condiciones de la existencia, no es, pues, el valor supremo. Estas consideraciones pueden bajarle el tono a las altisonantes descalificaciones dirigidas contra la pena de muerte ─un tema de cualquier modo controversial─ por parte de quienes, curiosamente, defienden al mismo tiempo la presunta legitimidad del aborto muy dispuestos, entonces, a defender el “derecho a la vida” de los criminales mientras se lo niegan a los inocentes niños que están por nacer. Esas son las inconsistencias en las que cae el pensamiento secular al reivindicar los derechos humanos sin referirlos a Dios.

En segundo lugar, al no haber nada superior en lo cual creer, los derechos humanos se terminan manipulando por grupos de interés para imponer sus deseos y estilo de vida a la sociedad y conferirles, incluso el rótulo de “normal” y hasta “natural”. Así lo hacen, por ejemplo, el colectivo LGBTI y los sectores más radicales del feminismo al reclamar “derechos” tan discutibles e incluso inexistentes como el “derecho a elegir” que reclaman las abortistas para justificar el aborto provocado, poniéndolo por encima del derecho a la vida que los no nacidos tienen, con mayor razón por causa de su completa vulnerabilidad y desprotección absoluta cuando sus propios padres (y sus madres en particular), que deberían protegerlos, los repudian y deciden asesinarlos.

Lo mismo podríamos decir del colectivo LGBTI con su reclamo del “derecho al matrimonio igualitario” y del consecuente “derecho a la adopción” ─sin mencionar las llamadas “leyes trans” que se vienen aprobando en el mundo con el patrocinio de la ONU y la consecuente cacería de brujas o matoneo mediático hacia quienes las critican y se oponen a ellas─, como si estos fueran derechos verdaderos, pues la misma definición de matrimonio excluye ese derecho y su correlacionado “derecho a la adopción”, que además, no es ni siquiera un derecho de las parejas heterosexuales, sino un mecanismo de protección del menor. Al posar de “minorías discriminadas” ꟷalgo en lo que pueden tener razón en relación con actitudes como la homofobiaꟷ, terminan envalentonados y reclamando más derechos de los que tienen, en virtud del ambiguo e indefinible “derecho al libre desarrollo de la personalidad” por el que los pederastas vienen también reclamando su “derecho” a dar curso libre a sus preferencias sexuales con niños, con el respaldo de entidades como la ONU ya mencionada.

Por todo lo anterior, la reflexión y discusión acerca de los derechos humanos no debe ser nunca un tema acabado y cerrado, limitado a la sociedad secular. Debido a ello ubicar la discusión acerca de los derechos humanos por fuera del contexto religioso puede terminar siendo una traición no sólo a Dios, sino a los seres humanos a los que se pretende beneficiar con esta discusión. No se puede, pues, marginar a la fe del debate alrededor de los derechos humanos, aún a riesgo de dar pie a quienes hacen de ella un pretexto para el fanatismo y los atropellos en el nombre de Dios y la religión. Porque si bien es cierto que los sectores fanáticos de la religión pueden entorpecer y enrarecer el diálogo constructivo sobre los derechos humanos, también lo es que el humanismo no es más que una religión cuyo dios es la moralidad y nada más.

Así, dejar que el humanismo se ocupe de la discusión sobre los derechos humanos mientras la religión se ocupa de Dios sin relacionar ambos campos entre sí puede ser nefasto. No se puede, pues, hablar de manera verdaderamente comprensiva sobre los derechos humanos si no se ha experimentado previamente la necesidad de la redención mediante el reconocimiento de nuestra naturaleza pecaminosa, pues antes de pretender ser buenos, debemos ser perdonados. Es contra el paradójico trasfondo de nuestra dignidad humana original, equilibrada por nuestra pecaminosidad actual, que podemos hablar de manera calificada sobre los derechos humanos. Después de todo, únicamente los redimidos están en condiciones de emprender la crítica necesaria, no sólo del mundo sino de sí mismos y sus presuntos derechos, ya que:“los malvados nada entienden de la justicia; los que buscan al Señor lo entienden todo” (Proverbios 28:5), pues es el horizonte de la fe el que nos brinda los criterios para ubicar a la humanidad en su justo lugar y proporción en el contexto de nuestro universo, lo cual explica muy bien porque el apóstol Pablo declaró bajo la inspiración divina: “… el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie…” (1 Corintios 1:15).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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