El emblema de la reforma protestante
A ya más de 500 años de la Reforma Protestante, es de muchos conocido el lema que la identificó, a saber: “Sola fe, sola gracia, sola Escritura y sola gloria de Dios”. Sin embargo, sin perjuicio de la relación e interdependencia entre ellas y la consecuente importancia que cada una de estas “solas” tiene para el pensamiento protestante; en el contexto de la controversia de Lutero y los demás reformadores con la Roma papal a comienzos del siglo XVI, la “sola fe” se convirtió en el emblema doctrinal más distintivo de la Reforma. Más exactamente, la doctrina de la justificación por la fe sola.
La fe y la justicia de Dios
El fundamento de esta doctrina se encuentra en la noción de justicia tal y como ésta se asocia a Dios en las Escrituras. Una noción tan dominante en la Biblia que, como lo expresó Herbert Lockyer: “La justicia humana y divina, forma la trama y urdimbre de las Escrituras. La justicia práctica y la doctrinal nos salen al encuentro casi en cada página”. Lutero; hombre sensible, piadoso y brillante, era consciente como el que más de que la justicia de Dios lo dejaba irremisiblemente convicto de pecado y en estado de perdición y condenación eterna, sin importar cuánto se esmerara por alcanzar Su aprobación. En otras palabras, que la justicia humana siempre era precaria e insuficiente y nunca, ni siquiera en el mejor de los casos, alcanzaría los requerimientos de la justicia divina.
Mientras se hallaba agobiado por el peso de su conciencia culpable, a pesar de ser un monje de conducta intachable, Lutero se vio abocado a estudiar la epístola a los Romanos y a luchar allí por ver la conexión entre la justicia de Dios y la fe en el versículo 17 del capítulo 1 que dice: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (RVR). Fue así como, iluminado por Dios, llegó a descubrir que la conexión entre ambas se lograba establecer y adquiría sentido si dejaba de interpretar la expresión “la justicia de Dios” como la justicia por la cual Dios es justo y, como tal, castiga al pecador; sino como la justicia de Cristo que Dios provee y abona a la cuenta del pecador para declararlo justo en el tribunal divino cuando aquel coloca, arrepentido, su confianza y fe sin reservas en lo hecho por Cristo a su favor en la cruz del Calvario.
Romas y las buenas obras
El resultado de este crucial ejercicio lo describe escuetamente el apóstol Pablo con estas palabras: “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). La fe sola significa, entonces, que las buenas obras no cuentan a la hora de ser justificados, en evidente enfrentamiento con la teología de Roma en la que las buenas obras fueron desempeñando cada vez un papel más determinante y bíblicamente insostenible en la justificación del creyente, degradando así la práctica de la fe a un mero moralismo religioso que despoja al evangelio de su gloria y su carácter singular.
Moralismo religioso que alcanzó su más grosera expresión en la abierta promoción que Roma hacía del culto a las reliquias y la consecuente apelación a los méritos de los santos o grandes hombres de fe de la historia de la iglesia para suplir las faltantes personales y completar así la cuota de buenas obras presuntamente requeridas por Dios para poder ser exonerados del castigo y la condenación eterna, pudiendo así echar mano de una especie de “ahorro” de buenas obras a disposición del creyente, en lo que se conoce en el catolicismo como las “obras de supererogación” por las que Cristo y los personajes de la santoral católica habrían hecho méritos más que suficientes para satisfacer de sobra la justicia divina, poniendo esos “excedentes” al servicio de quien lo pudiera requerir en la iglesia y lograra tener acceso a ellos a través de las reliquias.
Como si esto no fuera suficiente y con el fin de recaudar fondos para sus onerosos, ostentosos y faraónicos proyectos de construcción, Roma decidió emprender campañas de venta de indulgencias por las cuales se podía comprar el acceso a la salvación, no sólo para el comprador de turno, sino, ‒si se pagaba lo suficiente‒ para todos sus familiares ya fallecidos y recluidos en el purgatorio e incluso para compensar de antemano la eventual comisión de pecados en el futuro por parte de comprador. Fue una de estas campañas liderada por el dominico Juan Tetzel, delegado por el papa para llevarla a cabo en la Alemania de Lutero, la que indignó de tal modo al monje alemán que hizo las veces de detonante para encender la mecha de la Reforma y llevarlo a escribir sus famosas 95 tesis y publicarlas en la puerta de la Catedral de Wittemberg.
Rompiendo con el moralismo religioso
La doctrina de la justificación por la fe pone así al cristianismo en una categoría aparte, desvinculándolo del moralismo común a todas las religiones que engaña a la gente con la ilusión de pensar que, en el balance final, si logramos que nuestras buenas obras pesen más que nuestras malas obras, Dios no tendrá en consecuencia más remedio que absolvernos y concedernos su favor, pretensión que surge de nuestra inveterada y ya muy arraigada costumbre de acudir a mecanismos de defensa diseñados para lidiar con la culpa del pecado minimizando, encubriendo y olvidando nuestras numerosas faltas y exaltando y maximizando a cambio nuestros contados aciertos, para poder así imaginar con pasmosa ingenuidad que la balanza se terminará inclinando hacia el lado deseado y que, con base en ello, podremos requerir de Dios nuestra absolución.
Pero nada hay más alejado de la verdad tal y cómo ésta se revela en la Biblia y en Jesucristo, situación que llevó a Lutero y los reformadores a sostener que la justificación por la fe es la doctrina sobre la cual la iglesia se apoya o se cae y a no estar dispuestos a negociarla bajo ninguna circunstancia. Ante este panorama, el pecado por antonomasia no sería ninguna falta moral en particular, sino la incredulidad del que insiste en poder justificarse por sus propios meritos sin acudir a Cristo, a semejanza de los judíos del primer siglo, de quienes Pablo dice que a pesar de tener celo por Dios: “… su celo no se basa en el conocimiento [ya que] No conociendo la justicia que proviene de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios” (Romanos 10:2-3).
Todo lo cual no significa que las buenas obras no tengan un lugar en la práctica de la fe, pero no como medio para llegar a ser salvo, sino como resultado o consecuencia natural de ser ya salvo gracias a la justificación por la fe, como lo establecieron también los reformadores en su momento. En síntesis, si bien la causa formal de la Reforma Protestante que se encontraba siempre en el trasfondo fue la disputa acerca de la autoridad de la Biblia (sola Escritura), su causa material fue sin duda la doctrina de la justificación solo por fe (sola fe) como Lutero la formuló.
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