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El ser y la existencia

¿Los seres humanos somos o existimos?

El título de este artículo podría parecerles a muchos un juego de palabras y nada más, que pone sobre la mesa una falsa dicotomía, pues a primera vista parece una pérdida de tiempo establecer si somos o existimos, pues para aquellos a quienes no les gusta profundizar en las reflexiones alrededor de la vida, sino que la toman como viene, sin cuestionarse sobre ella ꟷque es lo que en últimas nos diferencia de los animales superiores que, al carecer de la capacidad de razonar, no tienen más opción que tomarla como vieneꟷ, este tipo de preguntas son improcedentes y ni siquiera ameritan detenerse en ellas. Pero para las mentes más reflexivas, inquisitivas e incisivas de la historia humana esta pregunta ha sido siempre muy pertinente, aunque no siempre la hayan formulado en estos mismos términos. Sobre todo, en lo que tiene que ver con el verbo “existir”, un verbo que en nuestros tiempos ha adquirido un significado muy particular y ya no puede ser visto sin más como, simplemente un sinónimo de “ser”. En otras palabras “ser” y “existir” no son propiamente lo mismo, aunque puedan guardar una evidente y estrecha relación entre sí al punto de sobreponerse el uno sobre el otro.

El existencialismo moderno es, junto con el marxismo, la filosofía que predominó a lo largo del siglo XX y que, a pesar de que ambas han perdido fuerza, todavía mantienen bastante vigencia en lo que va corrido del siglo XXI. Y fue el existencialismo, justamente, el que le dio sus contornos más particulares y definidos a lo que hoy llamamos “existencia”. Para las personas medianamente cultas, el existencialismo no es una filosofía desconocida reservada para las discusiones en los reductos académicos, sino que ha trascendido estos reductos y muchas personas tienen una noción vaga de ella, en especial alrededor de una de sus expresiones más conocidas: la llamada “angustia existencial” que, según el existencialismo, padecemos todos los seres humanos en algún grado al margen de nuestras circunstancias más o menos favorables, o de que lo vida nos haya o no sonreído de algún modo. Angustia que puede fácilmente degenerar en la desesperación sorda que conduce al suicidio.

El problema es que esta noción vaga que muchos tienen del existencialismo suele asociarlo con el ateísmo, como si por fuerza el existencialismo tuviera que ser ateo, por lo que los cristianos ꟷpoco dados también, lamentablemente, a las reflexiones teológicas y filosóficas tradicionalmente entrelazadas entre síꟷ, encuentran aquí una excusa para desechar y condenar el existencialismo sin siquiera estudiarlo o intentar comprenderlo (como lo hacen también de manera equivocada con la filosofía en general), extrayendo de él todo lo bueno que pueda tener a la luz de la Biblia ꟷcomo, de hecho, nos instruye a hacerlo el apóstol Pabloꟷ, sino que lo satanizan de forma simplista e ignorante al considerarlo como algo procedente “del diablo” que debe ser rechazado de plano.

Ahora bien, es cierto que el existencialismo del siglo XX fue marcadamente ateo, en cabeza de sus principales exponentes literarios, como por ejemplo el francés Albert Camus y el checo Franz Kafka, entre los más conocidos a nivel universal, así como también los filósofos más formal y declaradamente existencialistas como el alemán Martin Heidegger y el francés Jean Paul Sartre, sin mencionar al alemán Federico Nietzsche que, aunque se encuadra en la segunda mitad del siglo XIX, ejerció gran influencia a lo largo de todo el siglo XX. En este orden de ideas es válido asociar al existencialismo, al igual que al marxismo, con el ateísmo que tuvo en el siglo XX uno de sus picos históricos. Pero esto no significa que el existencialismo tenga que ser necesariamente ateo ni mucho menos. De hecho, el existencialismo moderno, antes de que estos filósofos ateos reclamaran su vocería y sacaran a Dios del cuadro, es de reconocida extracción cristiana, pues es el filósofo luterano danés del siglo XIX, Sören Kierkegaard, quien es considerado el precursor del existencialismo moderno.

Las raíces cristianas del existencialismo se remontan incluso casi dos siglos más atrás de Kierkegaard hasta el genial pensador cristiano francés del siglo XVII, Blas Pascal, hombre profundamente piadoso que también entendió la fe cristiana en una clave que podríamos considerar existencialista, al mejor estilo de Kierkegaard, a quien en cierto sentido se anticipó, aunque en su momento su voz fue acallada con el auge de las algo ingenuas y excesivamente optimistas filosofías racionalistas en boga, que hacían de la razón el principal tribunal y el árbitro final de todas las discusiones filosóficas, con independencia incluso de Dios. Pero para sorpresa de muchos cristianos, en el centro de la Biblia encontramos un libro que podríamos considerar existencialista en propiedad: el libro del Eclesiastés del rey Salomón. Sobre todo, si tenemos en cuenta que uno de los rasgos más emblemáticos que identifican al existencialismo es destacar el carácter problemático y doloroso de la existencia humana en general, al margen incluso de los sufrimientos y aflicciones particulares que la vida pueda depararnos.

Es decir que aún en el caso de que la vida nos sonría de manera tal que nuestras necesidades materiales estén satisfechas con solvencia y disfrutemos del éxito, de la salud y de buenas relaciones con los demás, lo que el existencialismo llamó la “angustia existencial” ꟷa la que el teólogo cristiano existencialista del siglo XX, Paul Tillich llamó, a su vez, la “congoja humana”ꟷ, está siempre a la orden del día para los espíritus sensibles y reflexivos, no obstante el hecho de que se esté disfrutando de todo lo anterior. No es casual que el suicidio crezca entre los ciudadanos de las naciones ricas del primer mundo que han alcanzado con solvencia el anhelado estado de bienestar en el que todas las necesidades materiales están satisfactoriamente suplidas y las libertades individuales garantizadas, no obstante lo cual es justo este escenario el que hace más patente la carencia del sentido de la vida humana al margen de Dios. No olvidemos, por tanto, que es en el libro del Eclesiastés que el sabio rey Salomón se dio a la tarea de examinar desde su privilegiada condición todo lo que se hace “bajo el sol” o “en esta vida”, dejando de manera intencional y consciente a Dios por fuera del cuadro, para concluir mucho antes que el existencialismo moderno que, sin Dios de por medio: “Lo más absurdo de lo absurdo, ¡todo es un absurdo! ha dicho el Maestro” (Eclesiastés 12:8).

Y aun en sus versiones declaradamente ateas no puede negarse que uno de los elementos más rescatables de la filosofía existencialista moderna son sus amplias disertaciones sobre el sentido de la muerte, aunque desde la óptica cristiana no puedan compartirse muchas de sus conclusiones y visiones excesivamente sombrías al respecto, como la que planteara Albert Camus al concluir que: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio”, bajo el postulado existencialista de que el suicidio es heroico, pues sería la única “victoria” que podemos arrebatarle al destino y la fatalidad: determinar por nosotros mismos la forma y el momento de nuestra muerte. Pero dejando de lado lo anterior, de cualquier modo se destacan las reflexiones existencialistas de filósofos como Jacques Derrida alrededor del aspecto sacrificial que puede tener la muerte, llamado a matizarla y elevar su significado y a conferirle sentido al dignificar la vida del ser humano en un ejercicio responsable de su libertad, todo lo cual nos conduce a Jesucristo como el paradigma del sacrificio.

Por otra parte, la distinción entre “ser” y “existir” se aprecia mejor en el contraste entre la criatura humana y Dios, pues a diferencia de nosotros, que existimos de maneras, además, en mayor o menor grado dolorosas o angustiosas; Dios no existe, sino que Dios simplemente “es”. Y es que, etimológicamente hablando, el verbo “existir” nos remite a una criatura o realidad que depende o participa de otra para poder ser.  En otras palabras, desde el punto de vista de la etimología, todo lo que “existe” debe su existencia a un ser diferente anterior y superior a sí mismo. Por esta razón, hablando en rigor, Dios, el Creador cuya realidad es necesaria y no contingente como la nuestra, no puede depender de nada ni de nadie más que de sí mismo, por lo que no puede entonces “existir”, pues atribuirle la existencia sería rebajarlo y ponerlo al nivel de sus criaturas. No en vano el nombre más personal con el que Dios se nos revela es: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:13-14).

Ahora bien, con arreglo a lo anterior, Dios tan sólo “es”. Pero en Cristo decidió también “existir” para vencer en persona todas nuestras aflicciones existenciales, a las que el teólogo Paul Tillich se refirió como la “alienación del hombre en la existencia” en que el ser humano sin Dios se encuentra ꟷcomo si fuéramos extranjeros y peregrinos en este mundo y nos sintiéramos siempre extraños y descontentos en él, como lo señala la Bibliaꟷ, a pesar de todos los logros reales o aparentes que pueda llegar a alcanzar en esta vida y de llenar en abundancia las necesidades físicas más inmediatas que pueda experimentar. Así, pues, el existencialismo no hace más que complementar, corroborar y enriquecer la terminología bíblica tradicional y sustituirla por terminología filosófica para referirse a realidades incuestionables como la caída y el pecado original y la muerte o separación de Dios a la que el pecado nos conduce y, como tal, hace un muy buen diagnóstico de la condición humana, pero no puede proveer la medicina que únicamente el evangelio de Cristo nos ofrece y suministra.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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