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Rut

Un soplo de aire fresco

En mi rutina devocional acostumbrada y repetida vez tras vez a lo largo de mis últimos treinta y seis años de vida de leer la Biblia de corrido, desde el Génesis hasta al Apocalipsis, volví a experimentar las mismas sensaciones de otras ocasiones cuando pasé de la lectura del libro de Josué al de Jueces y luego al de Rut. Josué me muestra que dejar atrás el desierto para entrar a la tierra prometida no nos libra por completo de su dureza y de la necesidad perentoria de aprender a confiar en Dios en medio de la travesía, sino que la tierra prometida tiene también sus propios problemas, desafíos y peligros y que el balance final del pueblo ya establecido en ella no es necesariamente mejor que el del desierto, cuya duración se extendió a 40 años deambulando por él hasta que la generación que salió de Egipto y no aprendió a confiar en Dios, tuvo que morir en él sin poder entrar a la tierra prometida, con la honrosa excepción de Josué y Caleb. Ahora bien, en vida de Josué, a pesar de las salidas en falso del pueblo, la esperanza de que éste pueda estar a la altura de lo que Dios espera de él no se pierden. Pero esta esperanza se diluye casi por completo en el periodo sombrío, anárquico y caótico de los jueces, que siempre me ha dejado con muy malas sensaciones, casi desesperanzadas y depresivas al comprobar no sólo las bajezas a las que puede llegar el pueblo de Dios, sino también al percibir que, por momentos, el mundo de hoy no es mucho mejor que el de la época de los jueces.

Pero esta sensación queda atrás al entrar en el corto libro de Rut, de solo cuatro capítulos, que a pesar de su brevedad es un verdadero soplo de aire fresco que renueva nuestra esperanza y nuestra confianza en que Dios sigue presente incluso en medio del preocupante panorama nacional que el libro de los Jueces refleja. Porque la historia de Rut acontece, precisamente, en medio de la época de los Jueces. Y lo que más me gusta del libro de Rut es que habla de gente común. No de los grandes caudillos militares de Israel y de sus numerosos y amenazantes ejércitos con sus glorias y miserias y sus gestas tribales o nacionales en principio exitosas, pero al final lamentablemente fallidas, con los que en muchos casos me cuesta identificarme, a pesar de haber sido instruido desde el comienzo de mi vida cristiana en el sentido de que al leer el Antiguo Testamento siempre lo hiciera bajo el postulado de que lo acontecido a Israel como nación en el nivel macro de las historias nacionales de los pueblos, no es muy diferente a lo que nos sucede a los creyentes individuales en el contexto del microcosmos de nuestras vidas e historias personales y el ámbito doméstico y anónimo de nuestra existencia.

Pero esta trasposición desde lo macro a lo micro no es necesaria en el libro de Rut, porque allí nos encontramos de lleno desde el principio en el contexto de lo micro. En el contexto de las problemáticas cotidianas que nos afectan y agobian a la gente del común, sin influencia y sin poder. En el contexto que por momentos alcanzamos a vislumbrar también en los libros históricos de los Reyes con las historias, dramas y tragedias domésticas de la viuda de Sarepta a la que el profeta Eliseo favoreció, o el de la también viuda de un miembro de la comunidad de los profetas o la sunamita a las que su sucesor, Eliseo, favoreció de igual modo en su momento. Justamente, Rut es una viuda, nuera de otra viuda, Noemí, personaje también protagónico de esta historia, quien además de enviudar, había perdido para colmo a sus únicos dos hijos varones adultos, uno de los cuales había sido el esposo de Rut. No pasemos por alto que las viudas, los huérfanos, los extranjeros y los levitas fueron catalogados en la ley como población vulnerable, por cuyos intereses Dios velaba con especialidad y hacia la que el resto del pueblo tenía deberes específicos en vista de su vulnerabilidad. Y Rut también era extranjera, pues era de nacionalidad moabita, uno de los pueblos paganos de quienes la ley decía: “»No podrán entrar en la asamblea del Señor los… moabitas, ni ninguno de sus descendientes, hasta la décima generación. Porque no te ofrecieron pan y agua cuando cruzaste por su territorio, después de haber salido de Egipto. Además, emplearon a Balán hijo de Beor, originario de Petor en Aram Najarayin, para que te maldijera” (Deuteronomio 23:3-4).

Por todo lo anterior: su condición de viuda, de extranjera y de miembro de un pueblo específicamente vetado para pertenecer a Israel, Rut tenía todas las de perder y su suerte ya de por sí muy difícil no tenía muchas posibilidades de mejorar. Pero las decisiones valientes y conmovedoras de esta viuda moabita solitaria y venida a menos comenzaron a cambiar su panorama cuando, de manera resuelta y solidaria con su anciana suegra, también viuda y desamparada como ella ꟷcon el agravante de la avanzada edad encimaꟷ, se jugó su suerte a su lado cuando Noemí, sin más opciones, tomó la desesperada decisión de regresar a Israel luego de haber intentado diez años antes hacer su vida con su esposo y sus hijos en el extranjero, con tan trágico y desolador balance. La ejemplar decisión de Rut de hecho nos recuerda la que tomó otra menospreciada mujer pagana antes de ella: Rajab, la prostituta de Jericó que se jugó también su suerte a favor de Israel y de los espías enviados por Josué a explorar las defensas de la ciudad.

Por razones de espacio debemos obviar los demás versículos del primer capítulo del libro que son todos ellos sin excepción conmovedores y con los que cualquier persona en aflicción siente de inmediato empatía y consuelo al identificarse fácilmente con ellos. Debemos, pues, limitarnos a citar la decisión fundamental de Rut que se recoge así en su libro, en respuesta a la insistencia de Noemí de que regresara, como su cuñada Orfa lo había hecho finalmente, a su pueblo donde tendría mejores posibilidades de rehacer su vida: “ꟷMira ꟷdijo Noemíꟷ, tu cuñada se vuelve a su pueblo y a sus dioses. Vuélvete con ella. Pero Rut respondió: «¡No insistas en que te abandone o en que me separe de ti! Porque iré adonde tú vayas y viviré donde tú vivas. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Moriré donde tú mueras y allí seré sepultada. ¡Que me castigue el Señor con toda severidad si me separa de ti algo que no sea la muerte!». Al ver Noemí que Rut estaba tan decidida a acompañarla, no insistió más”.

Esta decisión crucial fue el origen que desencadenó una serie de hechos providenciales que llevarían a Rut, la pagana moabita, al igual que a la prostituta cananea Rajab antes de ella, a ostentar el honor de ser antepasada directa del linaje real de David y, por consiguiente, nada menos y nada más que antepasada de nuestro Señor Jesucristo, como consta en la genealogía de Cristo registrada en el evangelio de Mateo. El libro de Rut ilustra, además, la obediencia y docilidad candorosa de Rut para confiar en su suegra y velar por ella, siguiendo sus instrucciones para adaptarse sin resistencia y sin protestar a las costumbres de Israel, conforme a la ley. Es en este libro donde vemos la puesta en práctica en Israel de todas las prescripciones de la ley en favor de los pobres y desamparados, incluyendo las que conciernen al “pariente redentor” que estuviera en condición de reivindicar a sus parientes menos favorecidos. “Pariente redentor” que tipifica a Cristo y lo hecho por Él a nuestro favor en la cruz del calvario, pues Booz es en este caso el pariente redentor y último protagonista de esta historia que, favorablemente impresionado por la obediencia y solidaridad de Rut con su suegra ꟷcon mayor razón teniendo en cuenta su belleza y juventudꟷ, hizo de manera resuelta y decidida todo lo necesario que estuvo a su alcance para redimir a Noemí y a Rut, casándose con esta última y dignificándola al conferirle seguridad y respetabilidad entre el pueblo, dándole descendencia dentro de la línea mesiánica que culminaría en Cristo.

Y todo esto, bajo la guía silenciosa, sutil y casi imperceptible de Dios que sincroniza con bondad, sabiduría y precisión los tiempos, sucesos y momentos aparentemente fragmentarios e inconexos de nuestras vidas cotidianas anónimas y comunes, encadenándolos con miras al final anhelado que Él sabe bien que necesitamos, para la gloria de Su Nombre y sin el despliegue de poder irresistible que caracteriza su manifiesta e innegable intervención en las grandes gestas nacionales del pueblo, tal y como éstas se relatan a lo largo de todo al Antiguo Testamento, en lo que concierne a la nación y su responsabilidad colectiva, como un todo, delante de Dios. Es por todo esto y mucho más que, en mi lectura devocional habitual del Antiguo Testamento soporto la inquietud e intranquilidad crecientes que me generan los libros que anteceden a Rut y que se apoderan poco a poco de mi ánimo, sabiendo que todos ellos me conducen finalmente a Rut, el soplo de aire fresco que mi espíritu necesita, disfrutando su lectura hasta las lágrimas cada vez que me corresponde el turno de volverlo a leer, y renovando mi fe y mi confianza en el Dios en quien he creído, reafirmando mi a veces vacilante seguridad de que Él tiene el poder para guardar hasta aquel día lo que le he confiado, como lo sostiene el apóstol Pablo. Es por eso que, si me preguntan cuáles son mis libros favoritos del Antiguo Testamento, respondo sin vacilar que Rut, Ester y los Salmos. Pero de estos dos últimos me ocuparé en sendos artículos futuros.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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