La unción, literalmente hablando, era en la antigüedad el acto por el cual una autoridad designada por Dios como tal ungía la cabeza de alguien derramando sobre ella aceite con el propósito de investirla para el desempeño formal y debidamente reconocido de elevadas funciones específicas tales como el sacerdocio y el gobierno sobre el pueblo de los designados como reyes sobre él. Así, pues, reyes y sacerdotes ostentaban la condición de ungidos en Israel, condición que evocaba no solo la legitimidad de su posición en lo que a Dios se refiere, sino las capacidades para hacerlo correctamente y el poder asociado a este cargo, como lo vemos en el caso del sacerdote Aarón y sus hijos siendo ungidos por Moisés, y en el del rey Saúl, el primero de los reyes de Israel ungido por el profeta Samuel: “Entonces Samuel tomó un frasco de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Luego lo besó y dijo: ꟷ¡Es el Señor quien te ha ungido para que gobiernes a su pueblo!” (1 Samuel 10:1), quien repitió luego este acto con el rey David. El aspecto simbólico de este acto se aprecia en que, incluso un rey pagano como Ciro el persa, es identificado por el profeta Isaías como un ungido de Dios por el papel providencial que estaba llamado a desempeñar en el retorno y la restauración de Israel luego del cautiverio babilónico. Todos ellos tipificaron y prefiguraron a “El Ungido”, con mayúscula y por excelencia en idioma español, o si se prefiere, “El Mesías” en hebreo o “El Cristo” en griego, es decir el Señor Jesús, ungido como tal por el Espíritu Santo en su bautismo en el río Jordán
El Señor te ha ungido
“Todos los reyes o sacerdotes que fueron ungidos como tales para asumir sus funciones prefiguraron y tipificaron a Cristo, el Ungido por excelencia”
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