El sacerdocio restringido a una élite de creyentes que hacen las veces de mediadores entre los hombres y Dios para poder acceder a Él por el conducto regular, sin peligro de perecer en el intento debido al contraste entre la santidad de Dios y la pecaminosidad humana, era una institución del Antiguo Testamento reservada para una de las doce tribus de Israel únicamente, la tribu de Leví, y en particular para Aarón y sus descendientes dentro de ellos, en lo que se conoce como el sacerdocio aarónico, que eran, entonces, los únicos habilitados para consultarlo mediante el Urim y el Tumim incorporados en sus vestiduras y para ministrar y oficiar los sacrificios del elaborado ritual sacrificial establecido y ordenado por Dios para su pueblo en el santuario construido para este fin, ya fuera el tabernáculo transportable a través de la peregrinación por el desierto al principio o, finalmente, el templo fijo de Jerusalén. En el Nuevo Testamento, en virtud del sacrifico y los méritos de Cristo ꟷnuestro Sumo Sacerdote según un orden anterior y superior al de Aarón: el orden de Melquisedecꟷ; todos los creyentes quedamos habilitados para acceder a Dios sin restricciones en virtud del llamado “sacerdocio universal de los creyentes” por el que todos los creyentes sin excepción somos constituidos sacerdotes, a quienes, por lo mismo, Dios puede dirigir ahora la siguiente generosa y sorprendente invitación: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura” (Hebreos 10:22)
El sacerdocio universal de los creyentes
“Cristo hace de todos los creyentes sacerdotes habilitados para acceder a Dios todos los días con la confianza de ser escuchados”
Deja tu comentario